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Así es crecer en

Así es crecer en... Madrid

La gente dice que el agua de la ciudad está muy buena pero a mí no me gusta. No sé cómo habrá sido crecer en Madrid para el resto de la gente, para mí ha sido lo que sigue.

El autor con seis años

La gente dice que el agua de la ciudad está muy buena pero a mí no me gusta. No sé cómo habrá sido crecer en Madrid para el resto de la gente, para mí ha sido lo que sigue.

Los primeros 20 años los pasé viviendo en la plaza de Cristo Rey, al lado de Moncloa. Fui siempre a colegios alemanes, primero a dos que había por la Carretera de La Coruña (hasta los 12 años) y después a otros dos cerca de la calle Serrano (hasta los 18). Me echaron de un par porque no me portaba bien. Cuando iba al cole de pequeño en la ruta por la Carretera de La Coruña veía los sitios a los dos lados de la carretera, la discoteca "Oh! Madrid", el restorán "La Chuleta y el Churrasco", la residencia para mayores "Los Pinos", o el "Flowers Park" (famoso prostíbulo), y quería ser mayor para poder visitarlos: pobre imbécil. A la vuelta del colegio lo primero que veía al entrar en la ciudad era el Ministerio del Aire, que es El Escorial pero proyectado por Albert Speer, el Madrid más nazi me daba la bienvenida. La infancia la pasé entre mi casa y el parque de Santander, mi casa y el parque, mi casa y el parque, rebotando. En la puerta del parque se formaba a veces un corrillo porque Juan Tamariz hacía trucos de magia en la calle, me daba muchísimo miedo, yo sólo quería leer cuentos y estar solo. A los cinco años me pusieron tele y vídeo en el cuarto porque no sabían qué hacer conmigo.

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También iba mucho al Parque del Oeste a jugar al fútbol con otros niños esquivando condones y jeringuillas, mi jugador preferido era "Alemão", un brasileño del Atleti. Desde el parque se veía el Puente de los Franceses, que estaba rodeado de rumanos gitanos (los que te miran en discotecas) que vivían ahí, en casas de cartón, cañas y barro, debajo de las vías del cercanías, como un mono cruzando el océano agarrado al tren de aterrizaje de un avión. Ahora todo este tramo, que antes era Baltimore, se ha convertido en "Madrid Río", que —según me dicen porque yo no voy— es como una extensión del Chiquipark.

En Madrid casi nadie es de Madrid. La ciudad entera es gente de provincias desayunando en bares. Gente comiendo, es horrible. Los cuatro pilares de Madrid son los azucarillos, los churros, las porras y la mierda. He comido mucho de los cuatro. Aquí me han atracado siete veces, seis de ellas enfrente del colegio y la otra a las puertas del Vicente Calderón, justo después de cortar con una novia antes de un Atlético de Madrid-Betis (2-3 para el Betis). En palabras de Gloria Lasso: "vas a ver lo que es canela fina / y armar la tremolina / cuando llegues a Madrid".

El infierno

A diferencia de otros puntos de la geografía repletos de gente orgullosa de sus tradiciones, de las fiestas de su pueblo y, en general, de "los suyos", Madrid no te ofrece la oportunidad de hacer el ridículo a esos niveles: todo lo bueno te lo quitan. Es imposible sentir orgullo de este sitio. Fachadas e interiores tan jodidos como los de Embassy, Viena Capellanes o el Richelieu, existen sólo para borrar la sonrisa de tu cara en un buen día. El caso más cercano es el de la cafetería "Kontiki", de la plaza de San Juan de la Cruz, que hasta hace nada tenía un luminoso muy bonito y unos suelos ajedrezados dignos de Instagram pero que acaban de tirarlo abajo todo para conectar con una juventud que solo existe en la mente de sus nuevos dueños.

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Me empezaron a dejar ir solo por Gran Vía y alrededores cuando cumplí doce años, hasta entonces solo podía llegar a la calle Princesa. Gran Vía era todo cines, al fin pude acceder a las grandes películas: "Tortugas Ninja 3", "Waterworld", "Jumanji", "El guardaespaldas". En un pase de "Casper" a las cuatro de la tarde de un martes en el Palacio de la Prensa un señor calvo le tocó la polla a un amigo mío por encima del pantalón y nos dio cinco mil pelas para que no nos chivásemos. Me he dado grandes paseos desde entonces, estar aquí ya implica hacerte un poco el flâneur si no te quieres morir del asco. Todas las calles están llenas de cosas preciosas y aterradoras a la vez, como las tiendas de disfraces, el VIPS, El Retiro con sus puestos de barquillos y sus recorridos de cruising, o la zona de Colón con la bandera megatocha de España. Madrid cuando más me gusta es en verano, que se vacía de gente y es como si fuera tuya.

Aquí vivía Mila Ximénez

Un año me mandaron a un colegio de uniforme en Las Rozas porque me habían echado de otro. Allí conocí el intento de implantar el sueño suburbano de "Los Estados Unidos de América" en la España más desértica. Patinaba con amigos en calles anchas por las que no pasaba ni un coche en todo el día, jugaba al baloncesto con una canasta clavada encima de la entrada de un garaje y bajaba hasta el centro comercial (desolado) a comprarme un Okey de chocolate y a quemar cosas en el parking. Lo recuerdo y me da una pena tremenda. Una vez fui con unos colegas al Zoco de Monte Rozas a ver la película "Licántropo" y nos encontramos a Paul Naschy con gabardina. Estaba solo y nos invitó a las palomitas.

Cuando estudiaba en la calle Serrano me salté entero 2º de BUP. Todas las mañanas me iba con mis amigos a jugar a las recreativas y a las tragaperras de Azca, a la casa de alguno con los padres trabajando, bebía Sierra de Gredos de tetra brik en portales y robaba chucherías en las tiendas de alrededor del Bernabeu y cedeses en el Corte Inglés de Nuevos Ministerios. Todos íbamos metidos o bien en cazadoras vaqueras con forro de borrego, o bien en las Alpha. Mi primera vez en una discoteca fue en la sesión light del "Plastic" de Cea Bermúdez, dejaban entrar también a mayores de 18, yo tendría 13-14 años, y un señor con bigote me pegó un puñetazo en la cara por echarle un vaso de Sprite en la camisa. Después de aquello me aficioné al hardcore y demás con grupos como Like Peter at Home o Down for the Count (madre mía) y empecé a leer fanzines y todo me fue mucho peor. Entre ir a Kapital (antigua "Titanic") o a las cocheras de Pacífico no sabría con qué quedarme.

Mi barrio

Los botellones de 1998 de mi zona eran en el parque Almansa, por Metropolitano. Estaba lleno de universitarios de primer año que habían llegado a Madrid con "un hatillo lleno de sueños". Allí entré en contacto por primera vez en mi vida con gente de Andalucía, Extremadura o Murcia. Conocer a gente de otros sitios y otras culturas fue para mí una experiencia formativa brutal. Personas que no habían visto nunca unas escaleras mecánicas, que no conocían el uso de la penicilina o que se habían visto privadas de cosas tan sencillas como las casas con puertas en vez de cortinas. De aquellos botellones guardo un recuerdo especial: amanecer un sábado en la Dehesa de la Villa sin saber cómo había llegado allí, apoyado en el tronco de un árbol viendo el sol salir nada más abrir los ojos mientras en la otra punta del parque un vagabundo nigeriano con mitones azules en las manos (recuerdo hasta el último detalle) se hacía una paja con la mirada fijada en mi cara. Madrid, desde luego, me ha dado mucho más de lo que yo le he dado a ella.