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La camiseta de un guerrillero

En un recorrido por la cima del páramo de Santurbán, el guardaparques nos contó que era un sitio de tránsito para los guerrilleros. Por allí habían circulado comisiones de las FARC y del ELN.

Foto por Víctor Galeano.

Llevábamos tres horas largas subiendo a la cima del páramo de Santurbán. Primero, a lomo de caballo por la cara más amigable de una montaña arcillosa, entre matorrales de ramas secas, hojas espinosas y hierba tostada; luego, a pie por un sendero rocoso y húmedo que iba mostrándonos lagunas de diferentes tamaños. La meta era llegar a La Pintada, la laguna más grande y bella de todo el páramo.

Me acompañaban el reportero gráfico Víctor Galeano; Fran Changualá, un periodista de Bucaramanga que conocía la ruta hasta la laguna, y el guardaparques Benjamín Rodríguez. Eran días de abril y el páramo permanecía las 24 horas cubierto de bruma y oscuridad.

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Luego de superar el sendero rocoso fuimos a dar a una altiplanicie de frailejones pequeños que nos obligó a caminar en zigzag para no pisarlos. El viento golpeaba la cara, congelaba las orejas y la nariz, resecaba los ojos. A poco menos de 4,000 metros del altura, la respiración ya se hacía más lenta. Había que aspirar más veces para captar la misma cantidad de oxígeno. El mareo doblaba la visión o la distorsionaba con el chispeo de las mosquitas laterales.

De repente, el valle de frailejones le dio paso a un terreno habitado por unas rocas del tamaño de un carro, que se esparcían en unos cien metros cuadrados. El paisaje parecía apropiado para una escena melancólica del Señor de los anillos. Entre las rocas crecían arbustos resignados.


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El guardaparques nos contó que en ese lugar era común que los guerrilleros instalaran sus tiendas de campaña cuando hacían tránsito entre los Llanos Orientales y el Catatumbo. Por allí habían circulado comisiones de las FARC y del ELN. "Aunque hace rato que no", dijo. Luego, me hizo una señal para que lo siguiera. Metros adelante se detuvo y me preguntó: "¿Qué es esto que ve ahí?". Le dije que una camiseta ensurullada al pie de una de las rocas. "¿Apenas una camiseta, seguro?", insistió. El guardaparques podía tener unos 50 años. Era delgado y fibroso. Los músculos de los brazos y de la cara se demarcaban con los movimientos naturales del cuerpo. Se agachó, recogió la camiseta y la extendió sobre la roca. Era de un color verde militar. Dijo: "Una camiseta que algún guerrillero olvidó aquí". Changualá, el periodista, comenzó a explicar los movimientos que debió hacer la guerrilla para salir de los Llanos Orientales, pasar por el páramo de Santurbán y llegar hasta el Catatumbo. En ese momento la camiseta se convertía en la prueba ominosa de la guerra.

Luego de las explicaciones, el guardaparques la ensurulló nuevamente y la volvió a dejar en el rincón de la roca. A mí me dio un ataque de moralidad y la levanté nuevamente. Dije: "Pues que esto no siga más acá. Que aquí nada recuerde la guerra". El guardaparques no se opuso, pero se quedó en un silencio sospechoso. Lo miré de soslayo y creí ver que no le había gustado que yo decidiera eso. Metí la camiseta en mi mochila y seguimos camino.

Horas más tarde, tras haber coronado la cima y regresado al refugio, boté aquella camiseta a la basura. Pero una vez la vi en la caneca junto con empaques plásticos, papeles y demás, me arrepentí. Quizás allá arriba, entre la roca, la camiseta cumplía la función de una bandera que decía: "por aquí pasó la guerra". Quizás el guardaparques le narraba la historia a los caminantes que buscaban la cima del páramo, mientras les mostraba la camiseta. Quizás era su forma de hacerlos sensibles. Quizás yo, entonces, había desbaratado su número. Quizás eso de construir la memoria de la guerra incluía dejar rastros adrede en algunos lugares. Quizás la camiseta era como la placa en la pared que recuerda el magnicidio.

Pero uno, tan urbano y progresista, a veces no entiende nada de esto. O sólo lo entiende cuando ya no hay vuelta atrás.