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Música

Marisa de Lille y su revancha otaku

La extraña historia de cómo una estrella menor del pop ochentero se convirtió en héroe del cosplay.

Foto vía Deviantart

En mi pueblo, durante la década de los ochenta, la vanguardia a la que podíamos aspirar era un programa al mediodía llamado Video Éxitos. De mano de la conductora Gloria Calzada, iniciaba un recorrido musical por lo más granado de la balada para adultos, las rancheras pop y el bolero new wave para el público de entonces. Mucho faltaba para el MTV latino o los experimentos tipo Telehit; por ello, la cortinilla en sofisticados tonos del programa suponía la hora de la novedad audiovisual.

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De esta manera, entre las jotísimas proclamas de JuanGa y Rocío (en el video aquel en que ella lo corría de casa dándole una guitarra en lugar del bolso), los himnos ranchero-arenarockeros de Lucha Villa o los pleitos incestuosos de los Pimpinela, los primeros atisbos de actualidad pop se hicieron presentes con despropósitos como Flans o la insufrible etapa juvenil de Timbiriche. Abriéndose paso en mi memoria de partidario del alcohol barato, se encuentra la imagen de la que podría haber sido nuestra primera gran estrella glam rockera, protodark y lozanamente ponedora.

Ella era Marisa de Lille, que en el verano del ’86 irrumpió en la escena con un disco y una canción memorables, “No soy igual”. En el video, de alta rotación en el programa antes mencionado, teníamos a la bella dama del peinado post-punk, luciendo una falda en rigurosa piel negra y maquillaje que acentuaba sus ojos. Los sucesos presentados en dicho videoclip son los siguientes:

  • Marisa entra a una habitación en la que unos albañiles olvidaron un rímel Sanzusi, que ella ha podido utilizar a discreción.
  • La cantante comienza a enumerar las chingaderas de las que ha sido víctima, recargada en un muro sin emplastar.
  • De tanta depresión, se tira en el piso del cuartucho, que presenta residuos de cemento y grava-arena. Es tal su tristeza que no se detiene ante la posibilidad de echar a perder las medias negras.
  • Colección de lances agudos: que entiendan su individualidad, bastardos credencializados, que lo suyo es la etapa darks a la que todo adolescente tiene derecho.

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Esta fantasía claustrofóbica, historia de incomprensión juvenil, nos tira a la cara los efectos de la rebeldía y el mundo de los adultos, porque los adultos hemos sido ojetes desde tiempos remotos. ¡No soy igual a nadie! ¿Por qué me quieren cambiar?

Yo era un niño como para darme cuenta del efecto que los cuestionamientos de esta chica tenían en los padres, si se daban cuenta de que juzgar por la apariencia o por escuchar música rock eran asuntos de comunidad retrógrada. Lo que sí puedo asegurar es que los agudos de sirena en tonos plomo de Marisa no dejaron indiferente a nadie.

Hay una anécdota según la cual los primeros chicos que tuvieron la oportunidad de escuchar a la Velvet Underground regresaron a casa y formaron una banda de rock. De la misma manera, creo que los niños que escuchamos el lamento de Marisa fuimos directamente a una reunión de mayores y montamos un numerazo de pronóstico reservado. Recuerdo esa época de preguntas insistentes con sentimiento de culpa por lo irritante que fue mi conducta hacia mis padres. Cada ciclo tiene sus emos lamentables y sus niños ladillas designados.

Pasado el tiempo, el disco de Marisa de Lille no la consolidó en popularidad como la gran artista que es, por lo que tuvo que emigrar a las telenovelas de la tarde, siendo, cómo no, una villana juvenil que rozaba la frontera entre antagonista/auténtica hija de la chingada. Marisa tuvo que observar como otras nínfulas con minifalda en tonos pastel se hacían con el botín del adolescente promedio, en el nefasto periodo de la canta-actriz, que tanto daño ha hecho a la historia de nuestro país.

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Tras incursiones dentro de la música barroca, una biopic de Sor Juana en la que actuó como el fantasma de la undécima musa, intérprete de tonos conchero-new age, llegó al presente siglo con cierto reconocimiento por parte de las masas. Reconocimiento con tintes de tragedia puberta, pero al fin y al cabo un homenaje en vida.

Sucedió así: un concierto de Marisa de Lille en un centro cultural de altos vuelos. Me dirigí al evento con gran expectación, pero al llegar, me topé con un cardumen de dudosa mayoría de edad que, disfrazados de Locomía espacial, ejecutaban danzas en una especie de festival de la androginia.

Según me contaron, se trataba de una convención de “cosplay”, un pasatiempo en el que los jóvenes dicen adiós a una probable vida sexual en un afán por convertirse en dibujos animados subnormales, todo en japonés, una lengua que no entienden pero que inventan recurriendo a marcas de electrodomésticos y motocicletas.

Una vez iniciado el evento, vino la debacle: Marisa, que ya no era una musa etérea en vestido negro, sino una señora con sarong y actitud de promotora alfabiotista, iniciaba el concierto. No hubo espacio para “No soy igual” o alguna de las otras canciones de aquel glorioso disco; lo que obtuve fue una visión del infierno de la mano de las canciones de entrada para series de anime. Todos conocían las canciones, los personajes, los fragmentos de series en las pantallas gigantes, y nadie conocía a Marisa. Nadie estuvo en aquel verano ochentero, ni la vio derrumbarse en aquel cuarto en obra negra por pura impotencia. Yo me fui de aquel sitio al borde del llanto, pensando en llegar a casa y buscar en internet la forma de decir en japonés que todo está muy culero.