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El verdadero y único asalto a Monsiváis

“...un amigo trajo a la conversación el famoso asalto que supuestamente sufrió (o más bien no sufrió) Carlos Monsiváis. Para mi sorpresa, lo contó en otra versión a la que yo conocía.” —Jonathan Minila

Primero tengo que explicar por qué estaba yo en un café, dado que mi economía y mi bajo nivel de conversación son insuficientes para frecuentar animosamente esos lugares. Primero me dejaron plantado con el pago de una colaboración para una revista (no voy a decir cuál porque todas hacen lo mismo), lo cual me tuvo, a mediodía, en la colonia Juárez con 20 pesos en el bolsillo. Segundo, como esa suma no alcanza para una cerveza en ningún sitio público (admito que pensé comprar una en un mini súper y beberla discretamente en un parque), decidí probar en un café que lucía tranquilo en espera de que por algún milagro mi pago se liberara horas más tarde. Y tercera, por mamón, es la verdad. Quería sentirme escritor y, sobre todo, parecerlo: para ello, sentarse en un café es elemental.

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Pedí un expreso. Me pareció europeo, de escritor. El mesero me dijo que el sencillo costaba 12 pesos y el doble 18, al tiempo que reclinaba la cabeza y arqueaba la ceja para convencerme. Era una oferta que no podía rechazar: me sobraban dos pesos para la propina. Además, el poderoso sabor del expreso me ofrecía el pretexto ideal para pasar algunas horas en espera de la liberación de mi pago. Así que ordené uno doble, saqué mi cuadernito, mi pluma y traté de esbozar algunos textos.

Mi primer desencanto sucedió cuando le di el primer sor- bo a la tacita. Estaba tan cargado que no sabía si beberlo o aspirarlo. Me sentí sin posibilidad de terminarlo en, cuando menos, dos días. Las cosas pintaron peor cuando las mesas restantes fueron llenándose con gente ruidosa, un tanto estra- falaria, que pedía expresos y se los tomaba de un jalón, como vaqueros con whisky. Oh, oh. Yo apenas podía remojarme los labios y todo mi pequeño cuerpo se estremecía. Si acercaba la punta de la lengua, peor, me daban ganas de vomitar. A cada sorbo aumentaba el sudor, primero en las palmas de las manos, luego en la frente y sobre el labio superior, y después en otras partes que el pudor no me permite mencionar.

No podía escribir en los cuadernitos porque el sudor de las manos y de las perlas que resbalaban de mi frente humedecían el papel. Entonces, con el corazón latiendo a todo vapor y las ideas disparándose como locas por todos lados, aluciné que arribaba al lugar Carlos Monsiváis… Y no sólo eso, sino que después de un rato entraban unos ladrones (como era costumbre en esos días), cerraban el lugar y nos asaltaban a todos (a mí no, porque sólo tenía dos pesos para la propina), pero que en el colmo del delirio, los asaltantes le decían a Monsi: “A usted no, maestro”.

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Pensé: “Como relato está un poco tonto, pero tiene posi- bilidades, incluso puede ser genial si logro trabajarlo bien”. Traté de dominar el sudor (“quien domina la mente lo do- mina todo”) y empecé a anotar en un cuadernito, cuando se armó un escándalo en el lugar porque entró al pequeño café un tipo con cara de orangután (o algo así, no soy bueno en zoología). Los ocupantes de una mesa gritaban: “Carlos, por acá, siéntate aquí”, y todos le ofrecían una silla.

Nunca supe si era Carlos, porque si soy pésimo con los nombres (Pésimo Hernández), soy peor con los rostros, pero algo raro sucedía porque se iba cumpliendo cada cosa que imaginaba y trataba de escribir.

Se me ocurrió escribir un texto que fuera un metatexto donde fuera sucediendo aquello que el escritor redactara frase por frase. Preparé mi pluma y mi cuadernito, pero me asaltaron las dudas: ¿Debía ser un texto fantástico, es decir, no un disparate de la imaginación, sino algo que mostrara lo fantástico que puede suceder en la vida diaria? ¿O debía ser lo más realista posible, para mostrar que la realidad puede ser fantástica? ¿Ambas cosas eran lo mismo? Más aún, me asaltó la terrible pregunta: ¿Esto ya se hizo? Y la pregunta fatal: ¿Estoy siendo honesto? Porque mi idea sólo era veraz parcialmente. Las cosas estaban ocurriendo como las pensaba, pero no tenía oportunidad de escribirlas porque el café me había acelerado tanto que me tenía paralizado.

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Mi corazón era un caballo desbocado, mis manos se des- aguaban y tenía muchas ganas de hacer pipí. No supe nada porque de pronto entraron unos enmascarados (cuatro o cinco), cerraron el lugar y dijeron que aquello era un asalto. No mamen, fue lo único que alcancé a decir en voz alta. Los canijos fueron mesa por mesa sustrayendo todo lo que podían: bolsas, carteras, celulares, alhajas (hermosa palabra), zapatos, libros. Y por supuesto que saquearon la mesa de Carlos. Y por supuesto que no le dijeron “maestro” ni nada, eran ladrones, no empleados culturales. Ahora bien: ¿Ladrones que leen a Monsiváis? ¿En el DF? Están la Santa Julia, Tepito, Bondojito, Peñón de los Baños, Tlaltenco, el Arenal y cien lugares más. Le bajaron la cartera, el reloj y el cinturón de marca. No le hicieron ningún caso a la pila de libros.

Yo estaba tranquis. Me dije: Tú, cool.

Incluso recapacité en que debía ajustar la idea de mi cuento: la realidad corrige lo que el autor va imaginando.

Entonces llegaron a mi mesa y uno de los ladrones me increpó:

—A ver, culero, dijimos que vaciaran los bolsillos. En chinga o te mueres.

Saqué la moneda de dos pesos y no supe si ponerla en la mesa o en sus manos, cuando el líder dijo:

—A usted no, maestro Monsiváis…

—No mamen, yo no soy…

—…a usted no.

—Llévense estos dos pesos… Hijos de su…

Ilustración por Peras & Manzanas. (Estos nombres son terminales creativas de Mauricio Bares y Paulina Magos, respectivamente).