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La semana de la literatura 2014

Cómo consiguió Kohnstamm la casa en la playa

David Mamet es autor de los guiones de American Buffalo, Glengarry Glen Ross, Los intocables, El cartero siempre llama dos veces y Wag the Dog.

Fotos por Whitney Hubbs

Ya era casi de mañana. Margaret y Mel estaban sentados, solos, en el sofá.

— El fin de semana en el que se fue la luz en Bel Air bien puede haber sido el día más tranquilo de mi vida —dijo Mel—. Cuando uno envejece, muchas cosas se pierden, el apetito, en mi opinión, crece; pero creo que esto me pone en uno de los dos bandos.

— ¿Cuál es el otro? —dijo Margaret.

— Al envejecer, uno adelgaza —dijo Mel—, pero yo creo que a todos les pasa que su sexualidad se apaga. Quizás, para los delgados, no tanto. No sé. Deberías saberlo, pero cómo podrías saberlo, si te doblo la edad.

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— No exactamente —dijo Margaret—. Bueno… soy diez meses más joven que tú.

— Ese invierno —dijo él—, estaba lloviendo. Como suele llover en el sur de California. De esta manera tan persistente con la que todo sucede aquí. Estaba en Bel Air. Tenía este plan. Para empezar, esa noche a la hora de la cena estaba holgazaneando, viendo la tele. En estas avisaron de la inundación repentina; y no se veía el canal 405, ni el canal 10, y Sunset estaba cortado. Luego se fue la luz. En todo el hotel. En toda la ciudad. Todo se quedó silencioso y oscuro. Levanté el teléfono. Los teléfonos estaban muertos. Había una extraña calma. Me invadió, tanto que, en retrospectiva, nunca imaginé pensar “Voy a echar de menos…”. Me senté en la cama. Me fumé un cigarrillo. Estaba emocionado, si me permites la expresión, y espero que me disculpes, por el silencio. Y supongo que la palabra apropiada es “inmerso”, si es que así se dice, en un sentimiento que luego llamé “paz”.

— Déjame adivinar —dijo Margaret—, con quién te ibas a encontrar ahí.

— No, no creo que puedas —dijo Mel.

— Ibas a ver a Molly Brammell.

— Sí, así es —dijo Mel.

— Porque ella (luego te voy a decir por qué lo sé)… Porque Sammy y Kay Stern estaban ampliando… ¿Cómo se llamaba?

— Tigertail —dijo Mel.

— Y la casa se vino abajo. Los, los… —asintió ella.

— Cimientos —dijo Mel.

— Y estaban en juicios con el constructor. Y déjame decirte cómo lo sé: porque Slick Kelley, quien…

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Él asintió.

— ¿Te acuerdas? —dijo ella.

— Claro que me acuerdo —dijo Mel.

— Fue quien lo defendió, o lo que sea que hagan cuando demandan al constructor… Slick Kelley. Lo que le pasó fue que murió de cáncer…

— Sí, ya sé —dijo Mel.

— La muerte más horrible que jamás le puedo desear a un ser humano.

— Cuando yo me muera, Moogey —dijo ella.

— ¿Qué? —dijo Mel.

— “Cuando yo me muera”, ¿te acordarás de que pronuncié esta frase tan lúgubre?

— Te he oído —dijo Mel.

— No es cierto —dijo ella— estabas lejos, en algún lugar del pasado. Pensando en alguna fulana que tuviste, una fulana a la que hiciste daño, una fulana agradable que no supiste apreciar, como cualquier viejo, estabas echando de menos un momento breve y patético pero real de los pocos momentos buenos que tuviste.

Él permaneció sentado durante un rato.

— La cosa es —dijo él— que… Que en verdad no es el recuerdo, si me permites, sino la búsqueda del recuerdo lo que mata.

Ella lo escuchaba con atención.

— Porque… —ella se acercó a él, en el sofá, y con le cogió la cara con las manos, la giró y le dio un pequeño beso en la mejilla.

— Bueno, entonces —pensó él—. ¿Cuál es la diferencia entre esto y aquello? Tal vez cuatro momentos en una vida. ¿O tal vez solo se presentan como un alivio, cuando el deseo se debilita?

— Ganar, matar, procrear y luego —pensó él.

— Pero ya sabes —dijo él—, es lo que hace que las películas funcionen.

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— Y siempre está —dijo ella— la joven de Arkansas para llamarla, y que te chupe todo y que te meta la lengua en el culo…

— Sí pero ella no sabría —dijo él— a qué coño me refiero, aunque cambio el tono para sonar moderno.

— Las chicas de antes —dijo Margaret—. Entonces no sabían nada. Todo lo que hacían era asentir, en intervalos determinados y vestirse bien. Cualquier hombre con un buen traje podía tenerlas.

La sirvienta entró y llenó de nuevo la pipa de marihuana de Margaret.

— Y follaban como conejos —dijo ella—.  Oh, qué vergüenza todo eso. Que ellas mismas no solamente se permitieran perder ese abdomen plano y esas preciosas y firmes tetas, sino decaer y morir. Igual que el abono carísimo que mi jardinero, como coño se llame, echa en el suelo. Y las que no lo hicieron, desearían haberlo hecho. La verdad.

— Menos las heroínas excepcionales, estoicas y filosóficas. Y uso ese término deliberadamente (y sí me incluyo a mí misma), que miraron fijamente en el fondo de esa piscina para conocer…

— ¿…su propio rostro? —sugirió Mel.

Margaret negó con la cabeza.

— Su propia cara —dijo ella— y aparte de eso, el cielo. Y aparte de eso, nada. Buaa y más buaa.

Terminó de apretar la marihuana en la pipa y le asintió a la sirvienta. La sirvienta encendió la pipa. Margaret le dio una calada, luego otra y con la mano indicó a la muchacha que se fuera.

— Te voy a decir quién compró la nueva casa en Tigertail…

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— Los Stern —dijo Mel.

— Sip —dio otra calada a la pipa—. ¿Cuándo la reconstruyeron? ¿Diez, quince años después? ¿Cuando él se fue a México? ¿O cuando ella se mudó a la playa? Lo cual fue un gravísimo error. Venderla. Porque recibió una paliza y cuando regresó… ¿Trató de vender la casa de playa? —agitó su mano a la altura de la muñeca para indicar que Mel conocía la historia.

— Pero quien compró la casa en Tigertail, y esto es algo que tú no sabes, fue Charlie Kohnstamm.

Se acomodaron en el sofá, al tiempo que la sirvienta traía una bandeja de café recién hecho.

— Todos los peces gordos en esa época —dijo ella—, en los tiempos del Real Studio, en los tiempos de las mamadas. Tenían, como tú bien sabes, esas casitas de campo para follar, en Rustic Canyon. Y las fiestas que daban…

— Estuve en algunas de ellas —dijo Mel.

Ella negó con el dedo.

— Allá en los años 30 —dijo ella—. Y antes, digo, antes de que hubiera leyes y costumbres, y antes de la guerra.

Y Kohnstamm, en este momento —dijo ella— era un mensajero. Dijo, o dio a entender que era una clase de pandillero o, no sé, un contrabandista de hierba…

— Y lo era —dijo Mel.

Ella lo negó.

— Él se iba, o lo enviaban, de vez en cuando al sur de la frontera, a sus casas de allá abajo. Donde el que hace la limpieza podía dar una “lata de café especial” al Sr. M.

— Siempre tan listo… —dijo Mel.

— Por favor —dijo Margaret—. Tanto que, una vez. Una madrugada. En Rustic Canyon. Una madrugada. Estaba, creo yo, tomando el aire en una habitación de invitados. Cerca de una fiesta. Intentaba reducir el peso de las carteras que las celebridades (en su flojera) dejaron en sus pantalones antes de irse a pasear a la casita de la piscina. Y he aquí que el joven Kohnstamm. En la oscuridad. Se tropieza con su jefe.

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— Con un niño pequeño —dijo Mel.

— No.

— Con una chica menor de edad —dijo Mel.

— No. Con su hija.

Margaret contempló por un momento el asombro de Mel y vio cómo se empezaba a dibujar una pequeña sonrisa en la comisura de su boca.

— ¿Y ella nunca dijo nada? —preguntó Mel.

— Pues no —respondió Margaret—. Al parecer estaba bastante drogada. Un acto de consideración poco característico por parte de su padre.

— Pero Kohnstamm, fíjate, vio algo más que simple decencia parental.

Mel miró hacia abajo a la mesita de café.

— Él vio un mundo nuevo —dijo ella.

Y le dio otra gran fumada a la pipa de marihuana. Empezó a toser y Mel se le acercó. Ella lo alejó con un movimiento de manos. Él miró hacia abajo, hasta que ella dejó de toser. Había unas pequeñas lagrimitas en el borde de un ojo. Ella cogió una servilleta de cóctel de la bandeja y se limpió. Ya tranquila, volvió a comenzar su historia.

— Todos los peces gordos de esos tiempos —dijo ella—, tenían sus casas de campo para follar. Algunos en Rustic Canyon, otros estaban en Malibú.

— Ahora bien, ¿Kohnstamm? Para Kohnstamm esto era el epítome del lujo. La “casucha en la playa”, como decían ellos, o, en nuestros días faltos de ironía, “la casa en la playa”. Y él deseaba, como si fuera carne adolescente, una casucha en la playa como esa.

— Su presencia ahí, entre los grandes, le imponía. Pues tenía su sensibilidad.

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— La tenía —dijo Mel.

— Por decirlo sutilmente —dijo Margaret—. ¿Y la mansión Hancock Park, la casa en Bel Air, Rustic Canyon, Palm Springs? No eran nada para él, eran como el ring para el boxeador: una pista.

— Acompañaba al Sr. Marcus, la Sra. Marcus, los niños, una joven actriz… También organizaba una fiesta de cumpleaños, traía el regalo que alguien se había olvidado, traía las drogas o las prostitutas.

— Mientras estaba ahí —dijo Mel.

— Por supuesto —dijo Margaret—. Y quizá era un reloj de platino o la bisutería, de 50 dólares, o lo que brillaba en esas casas señoriales. Además se rumorea, aunque no estoy segura, que tal vez ayudó en esto y aquello, menos en el saqueo amateur. Pues odiaba a los hijos de puta. Con ese odio hacia los blancos que encontramos tan rara vez y que es tan sorprendente entre nuestra gente, que perdona por naturaleza.

— Los envidiaba —dijo Mel.

— Eso creo. Aunque, independientemente de eso él, como sabemos, tenía el poder de odiar, odiar en serio Es por eso que yo lo admiraba. Pues nunca disminuyó su maravillosa lucidez.

Ella apenas giró su cabeza y la sirvienta apareció para volver a llenar la tacita de café.

— ¿Quieres beber algo? —dijo ella.

— Claro —dijo Mel.

— Pero Malibú —dijo Margaret— siempre le llamó la atención. Ya que se dio cuenta de que era el “último buen sitio”. Recuerda. No había nada ahí. ¿En el treinta y ocho? ¿En el cuarenta? ¿Justo antes de la guerra? Nada. Dunas. ¿Una casa? Bien podían haber sido quince mil acres. Dunas. La playa. El mar.

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— ¿Era para el judío, Moogey? Para el judío, que es lo que nació siendo, era la perfección. Nos olvidamos de eso. Conocí a su madre. ¿Al final? Él me hizo regresar. Cuando ella estaba muriendo. Y me llevó a la calle Rivington. Nunca viste aquella mirada fría en sus ojos, te lo digo en serio. Cuando habló acerca del edificio. ¿Y sobre el amor por esa anciana? Fuimos allá. Le habló a ella en yiddish. Ella no sabía dónde estaba y creyó que había vuelto a Polonia. Hospital Roosvelt. Estaba muriendo. Él la abrazó.

Ella carraspeó.

— Y fue a mí a la que le pidió que volara de vuelta con él. Me sentía honrada. Era, por supuesto, una confesión. Que quería mostrársela a alguien A quien la entendiera. Antes de que todo terminara.

— Pero tú siempre lo entendiste —dijo Mel.

— Por supuesto que lo hice —dijo Margaret—. Es por eso que él me lo pidió a mí. No es por presumir; pero él me deseaba todavía —ella se pasó las manos por el cuerpo—. Siendo yo un desastre hoy en día; yo era, como ustedes recuerdan…

— Él asentía con la cabeza.

— La más cabrona —dijo ella.

La sirvienta trajo una botella de brandy y un vaso pequeño.

— Déjala ahí, Mercedes —dijo ella—. Eso es todo. Mel se llenó el vaso, se lo tomó de un solo sorbo y lo llenó de nuevo. Margaret lo observaba.

— Qué escándalo —dijo ella—. Las cosas que hacemos. ¿Charlie? Él siempre ha conocido su destino: ser un ladrón. Porque, los no judíos no le iban a dar un trabajo porque él quisiera; ¿y los judíos? ¿Cómo iba a abrirse paso, si no tenía nada?

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Sus ambiciones eran: 300 dólares en la cartera, un traje nuevo y un buen culo.

— Todo era pura fachada —dijo Mel.

— Precisamente —dijo Margaret—. Es lo que piensa una persona poco práctica. Justo lo que era él. Y luego, en dos movimientos. El primero, avaricia, y el segundo, el segundo, un acto de genialidad, Moogey, donde en un instante dio a luz algo nuevo.

— Se encuentra a Marcus. El director del estudio. Follándose a su hija drogada. ¿Vale? Marcus. Lo ve. No trae un arma. Marcus no puede matarlo; Kohnstamm puede salir de la habitación. Con lo que ha visto. Marcus lo mira. Dominado. Rogando. “¿Qué es lo que deseas?”

— ¿Kohnstamm? ¿Por su parte? No titubea. “Quiero la casa en Malibú”. Marcus asiente con la cabeza. Titubea. “Pero”, dice él, “¿cómo lo explicaría?”

— Y aquí lo tienes. Esto es lo que Kohnstamm dice: “Di que viene con el nuevo trabajo”. “¿Qué trabajo?”, pregunta Marcus. “Me pones como…”, dice Kohnstamm “el nuevo director del estudio”.

***

La criada cierra la puerta detrás de Mel. Él baja tres escalones de piedra y se detiene en la carretera.

— ¿A dónde iré ahora? —pensó.

— Con alguna chica, por su supuesto, o quizás no. Hubiera traído una a casa de Margaret.

Ella se habría quedado dormida en el sillón. En el estudio.

— Para empezar, ella me habría esperado, por supuesto, mientras nosotros hablábamos. Y después se habría ido y quedado dormida. Y, ¿habría sido posesiva? ¿Ansiosa o celosa? No, una jovencita no, no tiene nada que temer —y luego él la habría despertado para llevársela a casa. O se habría ido con alguien que hubiera conocido en la fiesta.

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Caminó hasta su coche.

— Un pedazo de metal especialmente elegante, pulido y mimado, valorado en 200 mil dólares. Y, ¿qué más da? —pensó—. Si bien podría no ser ese viejo convertible, este Porsche, un coche de chica.

Se paró, estaba a punto de amanecer. Sintió cómo la noche estaba terminando y cómo se comenzaba a sentir el calor del día, que, en un desierto, en el que él estaba, es la hora de la muerte. Buscó la causa de su fuerte nostalgia y se dio cuenta de que era Molly Brammel, una noche concreta, hace cuarenta años en casa de Margaret.

Ella era la jovencita dormida en el sofá de piel, en lo que el esposo que Margaret tenía entonces llamaba la biblioteca. El primer recuerdo de ella era la curva de su cadera, mientras dormía recostada de lado, su boca un poco abierta. Él estaba de pie en la puerta de la biblioteca, mirando a la niña, mirando su cadera y su boca entreabierta, y deseó saber lo dulce que era su aliento.

Ella se despertó mientras la miraba y se sentó erguida en el sofá, mirándolo. Él no sabía quién era ella y dudó que ella supiese quién era él. Él no sabía con quién había venido ella o quién habría sido tan tonto como para dejar sola a una niña, ya que la fiesta ya había terminado y, usualmente, él era el último en irse.

El esposo de Margaret se había ido temprano por la mañana, a hacer lo que sea que tuviera que hacer y dejó a Margaret con sus amigos. ¿Y Kohnstamm había estado ahí? No estaba ahí, no, él estaba en Europa; había estado en el yate de alguien, había estado en Roma, grabando una película épica; tenía una aventura con la estrella, con una condesa, con la mujer de alguien, en París, en el Ritz, en un bar de mala muerte en el Marais, con la chica que había conocido en la guerra; estaba en Israel, quizás, sugirió Margaret, con una ceja levantada, lo que significaba que nada más se diría del tema; y así fue como dejaron de hablar del barón, y comenzaron con el verdadero negocio de su colonia, el cual era, como siempre, chismes sexuales y financieros.

Éstos eran sus momentos favoritos. Noches blancas, en efecto, alrededor de la fogata, donde, como Margaret decía, “todo el conocimiento escaso de la tribu se volvía a contar, sus tótems se daban a conocer y se cantaban todas las canciones típicas”. Lo que había dicho esa noche, hace cuarenta años. Y hace cuarenta años, recordaba, él había visto a la chica en el sofá, ella se había despertado y lo había mirado. El momento más largo. Donde él había dejado de pensar.

Y luego, sin querer, él se había escuchado a sí mismo diciendo: “Ve por tu abrigo”.

— Hace tanto tiempo —pensó él.

— Se cantaban las mismas canciones —había dicho Margaret, aventurándose, como siempre, tan cerca del sentimiento. Él había hecho que Tiffany’s lo grabara en una pitillera.

— Tengo una idea —pensó—, que fue robada. Una cajetilla de cigarrillos. Los años pasan. La persona que la regaló se topa con ella en otro país. En una casa de empeños. ¿Cómo llego ahí? —abrió la puerta del coche negro y se sentó con los pies en la carretera.

— Tengo una idea —pensó—: ¿Y qué más da?

David Mamet es autor de los guiones de American Buffalo, Glengarry Glen Ross, Los intocables, El cartero siempre llama dos vecesy La cortina de humo, entre muchos otros.