Fui borde con todo el mundo durante una semana

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Cultură

Fui borde con todo el mundo durante una semana

Si normalmente eres una persona agradable, nada te deja peor cuerpo que tratar mal a alguien que es superamable contigo​.

Por lo general soy una persona muy amable. Demasiado, quizá. Soy de los que dejan pasar a la gente en la cola del supermercado porque pienso que seguramente han tenido un día horrible y están deseando llegar a casa y hacerle el amor a su tarrina de Häagen-Dazs. Si tengo ganas de estornudar, primero me aseguro de haber pedido disculpas a todos los presentes, como si estuviesen a punto de presenciar un acto de indiscreción imperdonable. Una vez me tropecé con una farola y me faltó tiempo para pedirle disculpas.

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"¡Michael, si te lo propusieras, podrías ser más cabrón y la gente te querría igualmente!", me dijo hace poco una amiga, consciente de mi necesidad de obtener la aprobación de la gente para todo.

El que es gilipollas hace lo que le da la gana, sin consideración alguna por los demás

Lo cierto es que conozco personas en mi entorno a las que definiría como "cabrones". Magdalena, por ejemplo, una "amiga" empeñada en referirse a lo que hago para ganarme la vida como "ese hobby loco". Hace poco le conté que había conseguido vender mi manuscrito a una editorial. Su respuesta literal: "¡Hoy día CUALQUIER COSA es posible!".

Menuda capulla. Y, sin embargo, me cae genial.

Y uno se plantea: ¿qué cualidades hay que tener para ser un gilipollas? Para saberlo, llevé a cabo una encuesta por Twitter. Las respuestas fueron de lo más variado.

Algunos decían que no había actitud más gilipollas que "quedarse en el lado izquierdo de las escaleras mecánicas", ser racista o sexista o "comerse un bocadillo de chorizo apestoso en el metro". Pero todos los ejemplos tenían un denominador común: el que es gilipollas hace lo que le da la gana, sin consideración alguna por los demás.

Una amiga que está de vacaciones me manda un mensaje diciéndome que no me olvide de regarle las plantas. Bien, pues me olvidé

¿Sería yo un tío que saluda al software de reconocimiento de voz de su móvil con un "¡Hola, querida Siri!" y le da las gracias al terminar capaz de pasarme toda una semana actuando como un cabrón? ¿Cómo afectaría esa actitud a mi rutina diaria y a mis relaciones? ¿Correría el riesgo de que me gustara ser así? Habría que descubrirlo.

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Día 1

Como no quiero dejar de ser amable de golpe y porrazo, el primer día me dedico a ser un cabrón pasivo, que en mi caso consiste básicamente en no hacer nada.

No cederé el paso a nadie aguantando la puerta abierta, no diré "Buenos días" al entrar en las tiendas ni dejaré propina en la heladería. Para muchos, este puede ser un comportamiento absolutamente normal, pero yo me siento como el villano de una peli de superhéroes, sembrando miedo y maldad por toda la ciudad.

"¿Cómo? ¿Que Michael no ha redondeado los 1,80 euros que vale el helado a 2? ¡Pues sí que tiene que estar cabreado!", fue el pensamiento de mi atemorizado séquito.

Más tarde ese mismo día, una amiga que está de vacaciones me manda un mensaje diciéndome que no me olvide de regarle las plantas. Bien, pues me olvidé. Fue bastante capullo por mi parte, la verdad. Aunque debo decir, en mi defensa, que últimamente he estado jugando a Pokémon Go y he estado más antisocial de lo habitual.

En lugar de decirle la verdad, contesto: "¡Sí! ¡Todas las plantas están regadas!". Cuando volvió de su viaje, me dio las gracias por la ayuda, pese a que yo no había movido un dedo.

Por la tarde he quedado con amigos para ver la tele, pero de repente decido no presentarme, porque sospecho que cuando termine la serie alguien propondrá jugar una partida al Scrabble, juego que me gusta entre poco y nada.

Después de tres llamadas perdidas y cinco mensajes, les envío un mensaje: "No voy". Tengo unos amigos muy comprensivos que, pese al plantón que les he dado, me responden diciendo que me he perdido un "triple tanto de palabra épico". En ese instante me di cuenta de que podría acostumbrarme a ser un gilipollas.

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Día 2

Bien, estoy preparado. Hoy es el día en que voy a ser borde con la camarera porque sí. En mi opinión, no hay nada más de gilipollas que eso. Aunque no me haya gustado nada la comida o el servicio, siempre soy extremadamente amable con el personal, como si fueran niños de la Fundación Make-A-Wish, porque pienso de que ya tienen que aguantar a bastantes capullos de campeonato a diario. Para rematar, suelo dejarles una propina del 20 por ciento.

¡Pero hoy no! Evito el contacto visual tanto al entrar como al pedir, como si la camarera fuese la mismísima Medusa. No le pido las cosas por favor ni le doy las gracias y, en general, trato a la persona que me atiende como si fuera la responsable del patético final de la séptima temporada de Las chicas Gilmore. No sé muy bien qué esperar; ¿que la camarera me tire un guante y me rete a un duelo singular con los demás clientes del restaurante como testigo?

Nada te deja peor cuerpo que tratar mal a alguien que es superamable contigo

Pese a lo borde que soy, la camarera sigue atendiéndome con amabilidad y me desea un buen día incluso cuando no le he dejado nada de propina. Nada te deja peor cuerpo que tratar mal a alguien que es superamable contigo.

De repente siento la necesidad imperiosa de buscar a esa camarera por Facebook y enviarle un mensaje que diga: "Para el mundo eres alguien, pero para alguien eras EL MUNDO". En vez de eso, reprimo las ganas, me voy a dormir y sueño con el día en que pueda volver a ser amable.

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DÍA 3

De camino al súper, coincido con Magdalena, la capulla de la que he hablado antes. Magdalena es de esas personas que siempre dice cosas como, "Bueno, a ver si quedamos pronto y nos lo pasamos tan bien como la otra vez, ¿no?", pasando por alto que ella y yo nunca nos lo hemos pasado bien juntos.

Creo que lo hace porque le gusta menospreciar a la gente con la que está, como si fuera Statler y Waldorf de los Teleñecos, y luego decir "JAAAAJAJA, ¡que era coña, que somos amigos!" y salir volando con su escoba.

El silencio que se produce a continuación me incomoda tanto que me apresuro a rellenarlo diciendo algo

Hoy no es ninguna excepción. Nos saludamos, nos ponemos al día de nuestras vidas y a continuación Magdalena dice que "tenemos" que quedar para tomar algo pronto, seguro que porque se muere de ganas de soltarme una retahíla de insultos.

Odio los enfrentamientos, pero en ese momento hago acopio de valor y le espeto: "¡No quiero!". Aunque mi respuesta no es muy original ni indignante, yo me siento como si acabara de hacerle la peor de las ofensas a Magdalena.

"Bueno, pues no quedaremos", responde, un poco decepcionada. El silencio que se produce a continuación me incomoda tanto que me apresuro a rellenarlo diciendo algo. "Me tengo que ir a comprar patatas", me oigo decir, y acto seguido desaparezco en el interior del súper, como un borde de pro.

Día 4

Hoy tengo que hacer un viaje en tren de tres horas porque me han invitado a una cata de cervezas de dos días de duración fuera de mi ciudad (una actividad a la que dije demasiado rápido que sí).

Todos sabemos que los trenes son lugares en los que se reúnen los mayores gilipollas del planeta, por lo que veo en este viaje una oportunidad de mejorar mis talentos.

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Estoy de suerte: en mi vagón hay un matrimonio con cuatro hijos que sueltan unos chillidos horribles cada vez que pasamos por un túnel, que para ellos es como si cruzáramos un portal hacia el inframundo.

Subí a ese tren como un hombre medio decente, pero bajé de él como un capullo integral

Normalmente, no diría nada, porque yo de pequeño también me asustaba en la oscuridad, pero esta semana soy borde. Cada vez que los niños gritan, yo carraspeo sonoramente o refunfuño sin apartar la vista del periódico que tengo entre las manos. Para darle más realismo a mi personaje, me lamo el dedo cada vez que voy a pasar la página. La familia me ignora por completo.

Poco después, y de forma totalmente involuntaria, protagonizo una escena de borde de los de manual. El padre está intentando calmar a los niños y les dice que no se preocupen, que ese era el último túnel. Como conozco la ruta, sé que lo que está diciendo es una flagrante mentira. "Siento decepcionarle, pero todavía tenemos que pasar más túneles de los que ya hemos pasado".

Yo lo veo como un consejo útil de viajero a viajero, pero el padre de familia me mira con la cara desencajada, como si hubiera dicho a sus hijos que las mascotas viejas no "se van a una granja de mascotas", sino que se mueren y no vuelven nunca más.

Uno tras otro, los niños reanudan el llanto con más intensidad. Subí a ese tren como un hombre medio decente, pero bajé de él como un capullo integral.

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Día 5

En la cata de cervezas todo el mundo es tan amable que me cuesta horrores ser un borde. Aunque me han dicho varias veces que no hace falta que me beba toda la cerveza cuando la cato, yo saboreo hasta la última gota como si pretendiera batir un nuevo récord Guinness. Me parece una buena manera de demostrar lo borde que puedo llegar a ser.

Cuando acaba la cata, nos dicen que podemos llevarnos tantas botellas como queramos a casa. Al oír esas palabras, se me abren mucho los ojos y empiezo a salivar. Como soy un capullo avaricioso, me pongo a coger botellas como si no hubiera un mañana. Me llevo tantas cervezas que casi necesito un sherpa que me lleve la mochila al hotel.

Día 6

Llevo tantos días siendo un desconsiderado que prácticamente me da la sensación de haber nacido así. En el tren de vuelta a casa, decido comerme un sándwich de queso azul regado con una de las miles de cervezas que me he llevado. Mis eructos huelen de maravilla. El resto de pasajeros no dice nada, pero advierto un par de miradas que, si hubiera que traducirlas con palabras, vendrían a decir algo así como "Espero que se te atragante el queso gorgonzola".

Esa misma noche tengo que asistir a la fiesta de cumpleaños de una amiga y ni siquiera me molesto en llevarle un regalo. Tampoco llevo nada para beber, pese a que tengo la nevera a rebosar de cervezas.

Me doy cuenta de que estoy siendo muy majo con el resto de invitados al cumpleaños, quizá porque llevo bebiendo desde las 11 de la mañana. Me entran unas ganas tremendas de poner una lista de reproducción de Tina Turner en lugar del house que lleva horas sonando. Eso también es de ser muy capullo.

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Justo cuando empieza "Simply the Best", a la una de la madrugada, me voy de la fiesta, totalmente borracho y sin despedirme de nadie. Para colmo, me llevo una cerveza para el camino. Esto último no forma parte de mi proyecto de ser gilipollas, sino que es como me comporto cuando bebo.

Día 7

Me levanto con dolor de cabeza y me encuentro fatal. Supongo que en parte es por haber estado tomando cerveza por vía intravenosa el día anterior, pero quiero creer que son los efectos secundarios de pasar una semana siendo un capullo.

Soy consciente de que, a pesar de mis esfuerzos, he sido relativamente agradable esta semana. Si no recuerdo mal, todavía no me he puesto a la izquierda de las escaleras mecánicas ni una vez ni he escupido en la acera para demostrar mi hombría. Sin embargo, varias de las situaciones de esta semana han sido bastante incómodas para mí. Me siento como Lindsay Lohan en el final de Chicas malas, cuando siente la necesidad impetuosa de enmendar sus errores.

Si no recuerdo mal, todavía no me he puesto a la izquierda de las escaleras mecánicas ni una vez ni he escupido en la acera para demostrar mi hombría

Tomo el desayuno en el mismo restaurante en el que castigué a la camarera con mi desprecio hace unos días, pero hoy soy todo dulzura. La miro a los ojos y en general me comporto como Oprah en uno de esos momentos en los que regala coches a la gente del público.

Debo reconocer que ha habido momentos durante esta semana en los que sentía cierto regocijo comportándome como un gilipollas: he conseguido librarme de una partida de Scrabble, he dejado clara mi opinión a una persona (más o menos) desagradable y he terminado el fin de semana con una nevera llena de cerveza.

No me gusta la gente borde, y mucho menos las personas egoístas y desconsideradas. No me gustaría acabar pareciéndome a Magdalena, así que voy a seguir siendo majo. Cederé el asiento en el metro a cualquiera que parezca aunque sea un día mayor de 35 años y seguiré disculpándome con las farolas con las que tropiece.

Aun así, todavía guardo cierta comprensión por todos los gilipollas del mundo. Sus vidas son fantásticas y están llenas de placer egoísta. Es como hacerse una paja delante de un espejo de cuerpo entero. Recomiendo a todos los lectores que prueben a ser unos capullos de vez en cuando. Aunque sea por diversión. Que lo prueben un rato. A lo mejor incluso les gusta. Pero por favor, sin abusar.

Traducción por Mario Abad.