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El número para creer o no creer

Mi espectáculo

Todos quieren un poco de Karl Ove Knausgård, la más intrigante celebridad cultural exportada hoy por Noruega.

Karl Ove Knausgård disfrutando de un cigarrillo en Manhattan.

Este artículo hace parte de la edición de octubre de VICE.

Karl Ove Knausgård fumaba en el callejón. Era una tarde soleada de mayo en Nueva York y el autor noruego traía gafas de aviador, un saco café claro y jeans azules; una pinta casual de verano. Knausgård estaba de vuelta en Estados Unidos para promocionar la cuarta y nueva entrega de Mi lucha, su novela autobiográfica de seis volúmenes que se convirtió en sensación internacional. Nuestra reunión había sido agendada entre una entrevista con Leonard Lopate, de National Public Radio, y otra que daríapara la serie de video VICE Meets. Luego de esa entrevista seguía, tres horas después, una conversación con la escritora Rivka Galchen frente a más de 800 lectores en el centro comunitario 92Y.

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Estábamos tomándonos un descanso de un elegante almuerzo (trucha ahumada y mejillones) en un refinado restaurante del Lower East Side, una comida que el cortés y gracioso Knausgård me agradeció tres veces durante su visita. Fue un gesto cálido y útil, una actividad para minimizar la incomodidad. Después de todo, sin este almuerzo ¿qué otra cosa tendríamos en común? A pesar de que lo había leído —apenas 1.000 páginas de sus libros que, me da pena admitir, es sólo la mitad de su producción disponible en inglés—, los dos éramos completos extraños. Y aún así, como otros lectores, yo era cómplice de muchos detalles incómodos de su privacidad (o de lo que creo son detalles sobre sus momentos más íntimos; al fin y al cabo, sus libros son presentados como ficción). Sabía de la noche que se cortó la cara estando ebrio después de que Linda, la poeta sueca que después se convertiría en su esposa, lo rechazara (libro 2); sabía que no pudo dejar de llorar cuando su padre murió (libro 1) y que a los 18 todavía no se había masturbado, un hecho que frecuentemente lo llevaba a "fuertes emisiones nocturnas" y a que sus calzones estuvieran "empapados de semen" (libro 4).

Allí, en el callejón, le pregunté si podía tomarle fotos y me contestó que sí, que por supuesto. Como si hubiera intuido lo que quería, se quitó las gafas de sol. Frente a la cámara tiene un estilo naturalmente dramático: rostro áspero, cabello gris y grueso y una penetrante mirada azul. En lugar de posar con el cigarrillo en los labios, como lo hace en muchos de sus retratos (al estilo de un músico o actor), lo puso hacia abajo como si fuera consciente de lo molesto del humo.

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—¿Crees que alguna vez lo vas a dejar? —le pregunté cuando terminé de tomarle las fotos.
—Una vez lo dejé por un año —respondió mientras pisaba la colilla—. Luego empecé de nuevo. Pero algún día debo dejarlo. Para mí es importante vivir tanto como pueda, por mis hijos.

***

"Creo que a muchas personas (noruegas) no les gusto ni yo ni mi escritura… Sólo porque se ha vuelto muy masiva", me dijo el escritor de 46 años. En un país de tan sólo cinco millones, uno de cada nueve habitantes tiene un ejemplar de sus libros. "Creo que la gente está harta de ver mi cara en los periódicos".

Incluso en Estados Unidos, donde los editores son famosos por no mostrar interés en los trabajos traducidos, el autor, que creció en la boscosa isla de Tromøy, ha ascendido al pináculo de la escena literaria y ha logrado una buena recepción entre el público, la crítica y los escritores. Sus libros se encuentran a la venta en los aeropuertos del país y hay fragmentos suyos en The Paris Review. Entre sus admiradores se encuentran Zadie Smith, Jeffrey Eugenides y el crítico del New Yorker James Wood. Eso sin mencionar las hordas de fans menos conocidos que llenan los auditorios y teatros de Nueva York y San Francisco, y que esperan en una fila por horas para entrar, recibir autógrafos o tomarse fotos con el elevadísimo noruego (en ambos sentidos de la palabra: muy reconocido y muy alto, mide 1.93 metros).

"Yo crecí en los años ochenta", dijo cuando terminamos de almorzar. "Y había una idea de que la calidad era equivalente a dificultad. Así que tener éxito comercial en realidad no es bueno según ese principio. Es como cuando R.E.M. se fue a Warner. Se vendieron. Fue como: 'Despídete de R.E.M.'". Y continuó: "Me parece rara esa creencia. Evidentemente llegarle a la gente sigue siendo lo que todo escritor quiere. Así que yo sigo sin venderme completamente", dijo riéndose.

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El año pasado seguí la Knausgårdmanía y la pregunta que siempre me hacen es: "¿Por qué crees que el autor es tan popular?" Esta pregunta casi siempre viene de los noruegos que viven en Nueva York, quienes están asombrados de ver a uno de los suyos recibir tanta atención de la escena cultural. Fuera de su trabajo —que personalmente creo que es fantástico: conmovedor, perspicaz y vigoroso, así como de una rareza fascinante—, parte de la razón de su gran fama podría tener que ver con la relación amor-odio que tiene con el protagonismo. Es extremadamente bueno para hablar en público, pero al mismo tiempo se muestra incómodo con todo el asunto. Parecería estar agradecido y apenado a la vez: un sentimiento que transmite su sonrisa, la cual él mismo ha descrito en sus libros como una "sonrisa forzada y cortés", una "sonrisa apologética" y una "sonrisa apretada", una mirada cansada y vagamente obediente que es más como un suspiro o incluso una mueca.

Después de un evento en Brooklyn hablé con una mujer de treinta y tantos llamada Danielle, una "superfan" con quien recuerdo haber conversado el año anterior en un evento de Knausgård con Zadie Smith. Nos paramos cerca de la mesa de autógrafos y la fila de fans. Muchos llevaban cuatro o cinco tomos en los brazos como si fueran estudiantes de primer grado en una librería. Le pregunté si ella pediría un autógrafo.

"No quiero", me dijo Danielle, quien decía no sólo haber leído los cuatro volúmenes disponibles en inglés, sino que también había leído tres veces el primer libro y otras dos su ensayo sobre Estados Unidos de 22.000 palabras que salió en The New York Times. Es decir, unas 3.000 páginas de este hombre. "Sería como robarle algo", explicó, horrorizada por la idea. Él me ha dado mucho. "¿Acaso quieres conocer a Emma Bovary? ¿En realidad quieres conocer a tu personaje favorito?".

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"O sea, sólo míralo", continuó, señalando a Knausgård mientras se sentaba pacientemente en su mesa, firmando libros y saludando a su audiencia. "¿En verdad crees que lo disfruta?".

***

Dos semanas después, a finales de mayo, Knausgård se encontraba de nuevo en Nueva York y de nuevo en el escenario de un espacio amplio que anteriormente había sido una bodega. Esta vez, aparecía como baterista de su banda Lemen, que había sido invitada a tocar como parte del Festival Literario Noruego-Estadounidense. Tenía mucha más audiencia. El espigado escritor no era Keith Moon —en algún punto tiró uno de los platillos— pero la actuación en general fue mucho menos vergonzosa de lo que creí. La banda tocó una especie de roots rock, un estilo que retoma sus orígenes en el folk y el blues. Mientras tocaba, el público, sobre todo mujeres entre los 20 y 40 años, bailaba frente al escenario y al mismo tiempo sacaba su cámara para capturar el mejor ángulo del escritor baterista.

"Es tan guapo", exclamó una editora que conozco y cuando me volteé vi a los titanes literarios Lydia Davis y Dag Solstad, quienes también estaban allí, bailando. No se veían para nada aburridos.

Después de la presentación de Lemen, seguida de James Wood tocando la batería con un grupo de rock noruego, incluyendo a Knut Schreiner de Turbonegro, salimos para dirigirnos a un bar. Karl Ove e Yngve Knausgård, el guitarrista de Lemen y quien tiene un gran parecido a su hermano menor, se sentaron en la cabecera de la mesa como si fueran un par de reyes nórdicos modernos. Yo estaba sentado al lado de Ane Farsethås, la editora de cultura de Morgenbladet, uno de los periódicos más viejos de Noruega. Farsethås fungía como traductora de Solstad.

"Nunca había visto algo así en mi vida", dijo recordando la Knausgårdmanía en su país natal. "Fue algo inmediato. En todas partes la gente decía: 'Esto me recuerda a una escena de Mi lucha'. Pero nadie creyó que excediera los límites de nuestro país. Verlo en Estados Unidos es exactamente lo mismo".

Le pregunté qué pasó después del sexto libro. "La novela seis tiene 1.100 páginas", explicó. "Simplemente era demasiado. Después de eso, como que se calmó. Creo que eso es lo que pasará aquí".

Más tarde, estaba afuera junto a Knausgård mientras él se fumaba un cigarro. Un hombre blanco de cabello oscuro de unos treinta y tantos se nos acercó y habló en noruego con él. Cuando Knausgård se dio cuenta de que yo no entendía, de inmediato se disculpó. Explicó, en inglés, que el hombre le preguntó qué pensaba del festival. Él nunca lo había escuchado tocar la batería.

Volteé hacia Knausgård y le pregunté: "¿Acaso alguien en Estados Unidos ya te había escuchado tocarla?". Contestó que no y me ofreció su paciente y exhausta sonrisa. "Ahora hablemos de algo más". Se rió y entró de nuevo al bar.