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Cultură

Bajo el peso de la ley

En diciembre pasado estuve cuarenta y ocho horas reglamentarias en custodia preventiva. He tenido escarceos con la justicia bajacaliforniana muchas veces, pero sólo tres me han hecho pisar el suelo de sus acogedoras instalaciones.

They tried to make me go to rehab, but I said: no, no, no.

En diciembre pasado estuve cuarenta y ocho horas reglamentarias en custodia preventiva. He tenido escarceos con la justicia bajacaliforniana muchas veces, pero sólo tres me han hecho pisar el suelo de sus acogedoras instalaciones. A los trece, mi mamá se puso muy pesada por lo que ella llama “preocupación y amor desmedidos”, y luego de enredarme con trampas dignas solamente de mí misma, me llevó con un juez para que la escuchara decir que estaba harta de mi vida de adolescente disipada, que por las noches no dormía pensando dónde, cómo y con quién podría estar su rebelde criatura, y que prefería tener la certeza del sitio, las comodidades y la compañía, a seguir viviendo el calvario que su pequeña futura yonqui-terrorista (el término sicario no estaba de moda) la obligaba a padecer, y voilà, entre los dos me regalaron una estancia de porquería en el Consejo Tutelar de Menores. Después, cuando ya era una madre soltera universitaria trabajando en un restaurante de comida rápida para pagar leche, pañales y un incipiente alcoholismo, y mi paso por la antesala de la cárcel infantil era algo que la mayoría de edad había borrado de los archivos estatales, me puse hasta el huevo en un bar y pasé mandando a la mierda a todos por un retén de la policía con una caguama a medio beber. Me revisaron, me sobaron las tetas y me pidieron que les ofreciera dinero sin que pareciera que me lo estaban pidiendo. Me tomé el resto de la cerveza con el oficial que me sobó y llamé a mi novio. Mi novio de entonces era un adicto a la metanfeta que cada vez que tenía algo de efectivo se lo metía a un foco. Así que llegó al lugar de los hechos sólo para ver cómo me esposaban y me metían a una patrulla con La Banda El Recodo reventando las bocinas. Los acusé de torturadores, cité los dos pasajes que me sé de la Convención de Ginebra, tomé impulso con la cadera y gritando hasta que se me quemó la garganta, me dediqué a patear las ventanillas con todo el odio del que puede ser capaz una chica borracha. Me bajaron, me soplaron dos bofetadas, apretaron las esposas y me volvieron a subir. En barandillas vomité al oficial que hizo copias de mis huellas dactilares y me tomó la tradicional fotografía de frente y de perfil. Al final, un agente embaucó a mi mamá con cuatro mil pesos por dejarme salir sin presentar cargos por mis numeritos.

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Foto de Daniel Hernández.

Yes, I've been black, but when I come back, you'll know, know, know.     

Cinco botellas del vino de honor más barato que se puede conseguir en un evento cultural y tres caguamas. Lengua y dientes morados. Auto a toda velocidad surcando callejuelas hacia mi bar preferido. Un semáforo eterno. Toda la alegría y locuacidad se disipan. Me pesa la cabeza. No veo con claridad. No avanzo en el semáforo porque olvidé cómo pisar el acelerador, cómo mover la palanca de los cambios. En medio del concierto de bocinazos y maldiciones, Pepe Grillo me susurra: “Mamón, estás hasta el carajo, no chingues, ya vete a dormir”.  Y como si fuera Nick Cave ordenando que me arrodille a mamársela, giro el volante y me largo a casa. Apago el motor y paso varios minutos tratando de comprender cómo es que los autos entran en las cocheras. Suena el celular. Mis amigos esperan. Cuelgo. Nada me hará conducir de vuelta. Nada. Con todo mi esfuerzo concentrado en la cochera miro el reloj. ¡No es la medianoche! ¿Qué clase de aburrida se va a dormir antes de las doce? Vamos, nena, un último trago, la boca te arde de resequedad. Uno solo. Uno para que te enjuagues el tinte púrpura que te dejó ese jugo de uva mal fermentado. No le doy tiempo a Pepe de arremeter contra mi nuevo plan, lo despanzurro con el pulgar sobre el tablero y abro la llave de encendido. Bajo la ventana y el viento me golpea como aquellos policías a quienes acusaba de no respetar el inalienable derecho ciudadano de no escuchar al Recodo.

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Oscuro.

Luces estroboscópicas.

Oscuro.

Luces estroboscópicas. Rostros amorfos alrededor.

Oscuro.

Los conozco. Son todos y cada uno de mis vecinos.

Dicen que atropellé el teléfono público de la esquina.

Dicen.

Oscuro.

Un médico de guardia sonríe. Un médico de guardia enfurece y se tira del cabello. Un oficial me acompaña amablemente por un pasillo. Un oficial me arrastra por un pasillo. Un celador abre un candado y me mira con cierta pena. Un celador abre un candado y me lanza patadas dentro de un bloque de celdas.

Dicen que hice enojar a cada una de las personas que tuvo contacto conmigo durante el ingreso.

Dicen.

Oscuro.

Una mujer de tamaño inverosímil me toma por la nuca. Mi mejilla choca en el concreto cuando me abre las piernas con la macana. Siento el peso de su cuerpo sobre mi espalda, su aliento pegajoso, caliente. Con la mano libre revisa mis bolsillos y desabrocha mi pantalón. Su enorme ventosa se adhiere a mis bragas y grito. Grito que me toca de modo incorrecto. Grito que quiero que me deje ir. Grito y como si empujara un pañuelo en mi boca para hacerme callar, empuja sus dedos en mi coño. Grito y desde el ala masculina me responden carcajadas y silbidos. La mujer también ríe. El bicho rancio de su resuello me recorre la columna y grito. Grito y al gritar lamo el moho de la pared. Ignoro las arcadas y sigo gritando. Podría ganar un concurso de gritos. Soy el ama del grito, estúpido adefesio toqueteador. Munch me la suda y estoy en medio de un alarido perfecto cuando un perro que ladra y gruñe como si estuviera rabioso arremete contra las celdas de mi público. El silencio es automático. La mujer me suelta de mala gana. Un tipo vestido de civil se acerca. La bestia que me perforaba se repliega. Se torna infantil. Parece una cría de hipopótamo asustada. El can está en posición de ataque directo a ella. El hombre da un tirón a la cadena y lo sienta sobre sus patas traseras. Me toma del brazo, y sin dirigirse al mastodonte, sin verlo siquiera, me lleva a una jaula enorme.

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Vacía.

Esquivo los charcos de no-quiero-saber-qué lo mejor que puedo y me hago un ovillo en el piso. Los infames tres grados centígrados de la madrugada y el mancillamiento de mi virtud no evitan que duerma mi borrachera.

Despierto justo en ese momento en el que es urgente beber algo para mantener los niveles de alcohol dentro de los límites de la ebriedad. En ese punto en el que la resaca acecha y el malestar anida. Un zumbido permanente en los oídos. La sangre que bombea como si quisiera cascar el cráneo desde dentro. La luz se vuelve algo sólido y afilado, algo que corta, una cuchilla para rebanar párpados. Lo siguiente son los temblores, los escalofríos, las glándulas salivales secretando arena. No me levanto. Cierro los ojos para intentar dormir pero mi organismo ya no me pertenece. Soy un saco de enfermedad. De malos olores. Siento nostalgia de los días en que mi boca conoció la humedad. Me acercan un plato grasiento tal como yo acercaría el suyo a un leproso. Los aromas que despide el estofado recuerdan a una fosa séptica. Lo miro y creo atisbar una diminuta civilización de amebas llevando a cabo algún tipo de ritual bárbaro. Algo como lanzar amebas bebés a un volcán de estreptococos después de arrancarles la vacuola. O tal vez sea una orgía de parásitos. Todos juntos dividiéndose en dos, una y otra vez, ganándose la furia del dios de las amebas que los condenará a una destrucción implacable y salvaje. El incomible budín de suciedad burbujea a pesar de estar más helado que el trasero de un pingüino maricón. Un anciano con severo retraso mental empuja un carrito lleno de trastes nauseabundos. Toma mi plato del suelo y le da un inmisericorde sorbo que le embadurna de menjurje los pelos de la barba. Eructa.

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Al anochecer me sacan de la jaula solitaria y me llevan a una celda de verdad, con camas de cemento sin colchón y cobijas que parecen haber pasado debajo de todos los puentes del mundo. Cobijas que harían sonrojar al indigente más osado. Cobijas que lo mismo llevan huevos de cucaracha en las hebras que un ratón muerto tan incrustado que parece parte del tejido. El oficial que me acompaña me ofrece un poco de agua pero la rechazo porque no quiero verme obligada a usar los baños. Me informa que tal agente es la encargada de proporcionar el papel sanitario. Vuelvo el rostro hacia donde indica más por inercia que por interés, sólo para que una agrura de hiel me suba por el esófago. El zepelín inflado con flatulencias se pasa la mano de mi ignominia por la nariz a manera de saludo. Es una orden, vejiga; es una orden, intestino: nada sale. Mis orificios permanecerán sellados hasta nuevo aviso. En la celda hay dos adictas a la heroína que acaban de levantar en una redada de picaderos. Son tan mayores que cualquiera de ellas pasaría por mi abuela sin problemas, claro, si mi abuela fuera un trozo de cecina ambulante. Han apilado todas las cobijas y están ahí tumbadas. Una lamenta y la otra maldice. Ninguna logró meterse la cura a tiempo.

Hora treinta y dos de mi detención. Un perito especializado explica mis delitos: daño en propiedad ajena, conducción de un vehículo automotor en estado de ebriedad, resistencia al arresto y agresión en contra de tres oficiales de la ley. Delitos que se persiguen por querella. Explica que ya tuvo contacto con mi familia y están siendo asesorados. Que se complica porque soy reincidente. Estoy segura de que sus gestos significan cosas conocidas. Estoy segura de que antes sabía descifrar los sonidos que emite y la pantomima con que acentúa su perorata. Un cepillo dental. Ese artefacto insulso, tan ordinario, pero cuya invención hace cinco siglos nos elevó un escalón más por encima de las especies menores. Nos acercó al mundo moderno. Gracias emperador chino como te llames por poner pelos de puerco en un mango de hueso. Imagino las cerdas del cepillo haciendo espuma en mis encías. Me pongo morbosa y las imágenes del hilo dental y el enjuague sabor menta ultrafresh en mi cerebro se vuelven pornográficas. Tengo el impulso de tomar al perito de las orejas y frotar mi dentadura contra su estúpido fleco hasta trepanarle la frente.

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Hora treinta y ocho de mi detención. Mis adictas tienen fiebre. Tal vez yo también tenga. Mis adictas se abrazan. Se toman de las manos. Una vomita la cosa verde más repulsiva que haya arrojado de su entraña un ser viviente mientras la otra la sostiene con delicadeza. Si no me atolondrara la pestilencia casi sentiría ternura. Cambio de turno. El chingado leviatán cimbra los pasillos. Por instinto, aprieto las rodillas. Ingresa una chica por lesiones. Se lio a golpes con una novia de su esposo en su ceremonia de graduación. Viste un diseño horrible de tafetán azul rey. Un conserje se lleva el amasijo de vómito y trapos. Un oficial lleva a lavarse a la vomitona.

Hora cuarenta y dos de mi detención. La vomitona está en la enfermería. La otra tirita. Le castañean los dientes sanos. La de lesiones lo ha pasado comiendo galletas, panes y golosinas que un poli le trae de contrabando. Si tuviera las funciones de mi cuerpo reguladas, salivaría. Pero llegué a un estado zen donde lo único importante es no pisar los baños. No tengo hambre. No tengo sed. Mi olfato es inmune a las pestes y mi victoria se acerca en forma de sólo seis horas más en el calabozo.

Escuchamos voces. Alguien monta un escándalo. Entre las frases que se distinguen están “márquenle a Ramírez Cardoso”, “hijos de su puta madre”, “háblale al culero”, “¿quieres saber?”, “¡la tienen chiquita el pinche marrano!”, “¡Ramírez Cardoso la tiene chiquita y no se le para!”

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José Ramírez Cardoso es el Jefe de Seguridad Pública Municipal.

La del alboroto viene colocada. Es prostituta y teibolera y dice que Ramírez Cardoso es su papi. Uno de sus mejores clientes. Que la detuvieron en un casino por meterse coca en el estacionamiento y no querer jalársela al patrullero. Que “el marrano de Carrillo” no le contesta porque no sabe cuánto daño le puede hacer. Asegura que tiene veinticinco pero debajo del maquillaje y los postizos apenas debe llegar a los dieciocho.

Se saca un globito de ice de la vagina.

Lo tritura con la plataforma y lo esnifamos de su uña adiamantada.

La de lesiones y mi heroinómana favorita, declinan. La primera en favor de otro paquete de chocorroles y la segunda en solidaridad con su amiga vomitona.

Ah, la lealtad del tecolín.

Enhielada. La ráfaga me incendia el seso. Los cristales diminutos derriten lo que encuentran a su paso. Mi tabique. Mi hueso parietal. Hay un soplete que se instala a lo largo de mis cervicales. Todos mis músculos se contraen unos segundos para dar paso a la relajación completa. El hielo se queda pero el frío desaparece. La custodia preventiva desaparece. Mi coche en el corralón desaparece. Las multas que me esperan desaparecen. Los sermones que cada persona que conozco me querrá recetar desaparecen.

La mole rueda entre las rejas pero sus prácticas bizarras de cateo no desaparecen. Les cuento a mis nuevas mejores amigas cada cosa que le haría a ese cerro adiposo. Les cuento que conseguiría unos negros empapados en crack para que practicaran el medioevo con su culo. Les cuento que hay niñas de pelo raro y desayuno durante la noche pero preferiría no hacerlo. Hablo, hablo, hablo. Intento parar pero no puedo. Hablo. Les digo cosas. Les cuento mentiras. Les cuento que hay Luz mala cuando El Lobo-hombre en El barril de amontillado, que La lengua de las mariposas y Harrison Bergeron en El infierno tan temidosin Cordero asado porque También eres feo y más mentiras que se me enredan en el puré neuronal que habita mi materia gris.

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Y como la puta Sherezade del infierno, cumplo las cuarenta y ocho horas reglamentarias de custodia preventiva por cuatro de mis delitos conocidos. Daño en propiedad ajena. Conducción de un vehículo automotor en estado de ebriedad. Resistencia al arresto. Agresión en contra de tres oficiales de la ley. Y como la puta Sherezade del infierno, mis cuarenta y ocho horas reglamentarias de custodia preventiva por cuatro de mis delitos conocidos no terminan. Daño en propiedad ajena. Conducción de un vehículo automotor en estado de ebriedad. Resistencia al arresto. Agresión en contra de tres oficiales de la ley. Intento parar pero no puedo. Hablo. Les digo cosas. Les cuento mentiras. Que bajo el peso de la ley I Scream, You Scream, We All Scream for Ice Cream. I Scream, You Scream, We All Scream for Ice Cream. I Scream, You Scream. Mis esfínteres ganaron. Un triunfo de aguilita. Ni una pinche gota derramé en este hediondo bidé gigante con servicio de vigilancia veinticuatro siete. Y como la puta Sherezade del infierno, cumplo las cuarenta y ocho horas reglamentarias de custodia preventiva por cuatro de mis delitos conocidos. Daño en propiedad ajena. Conducción de un vehículo automotor en estado de ebriedad. Resistencia al arresto. Agresión en contra de tres oficiales de la ley. Una vez afuera intento parar pero no puedo.

Hablo.

Digo cosas.

Cuento mentiras.

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