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De cómo me volví una puta a cambio de mi licencia de conducir gringa

Siempre juré que de estar en una situación así, yo reaccionaría como se debe: poniendo al man en su sitio o quejándome con una autoridad competente. O ambas. Pero no.

Hace un par de meses, justo antes de venir a vivir a Estados Unidos, vi una entrevista en la que Emma Watson habla del mundo de las citas y el amor en este país. Ellen Degeneres le pregunta cuáles son las diferencias entre los chicos de Inglaterra y los gringos. Watson ––que ya se vuelve fastidiosa de lo perfecta que es–– le responde que la diferencia es clara: los ingleses son elegantes, los "americanos" son directos. Por los mismos días, una amiga que vive en Nueva York me dijo: "no hay una sola noche en la que yo salga a un bar y en la que no me lleguen tipos a pagarme el trago. No te preocupes por el dinero, la fiesta la pagan ellos".

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Escuché el comentario y me reí. Pero internamente me quedé con una pequeña sensación arrogante de superioridad, algo como: "ay, qué horror volverse un objeto", o "le tengo que sugerir los libritos de feminismo para dummies que he medio leído, un par de columnas de Catalina Ruiz Navarro, un par de Carolina Sanín y otro par de artículos de Catherine Mackinnon y Judith Butler". Últimamente, todo lo que venía escribiendo, en mi trabajo y en todas partes, así fuera un tema cultural o deportivo, terminaba orientado al género. Cuando uno lee algo de feminismo, no hay vuelta de hoja. La vida entera empieza a entenderse en perspectiva de género.

Y así estaba cuando aterricé en Chicago; siendo, digamos, "feminista", aunque la palabra les fastidie a algunos. Durante la primera semana, la dinámica del dating gringo me subió el autoestima. El proceso, como me lo anticipó Emma Watson, va directo a la yugular:

Paso 1: "hola, ¿cómo estás?"

Paso 2: "debo decir que me pareces preciosa".

Paso 3: "¿tienes novio?"

Paso 4: "Salgamos".

Todo lo que uno tiene que hacer para que un gringo la invite a salir, es responder que no hay novio. Ni siquiera hay que estar "buena", de la manera en la que supuestamente las mujeres debemos estarlo. Los tipos aquí sienten que no tienen nada que perder y a eso juegan. "Es mejor tener sexo que no tenerlo", piensan, y no les interesa esconderlo. Es obvio que quieren coger, a veces quieren algo más serio, por supuesto. Pero usualmente cualquier cosa con vagina cumple los requisitos: uno lo toma o lo deja.

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La primera semana no lo había entendido tan bien. Creí que era ese "no sé qué, no sé dónde" que me mandó lo que me tenía tan exitosa. Luego supe que simplemente así es la dinámica en Estados Unidos y que las mujeres se acostumbraron a vivir con eso, incluso cuando el coqueteo se convierte en abuso o en acoso.

A todas las ofertas dije que no, en todo caso. Hay muchas otras razones, distintas a tener novio, que explican que uno no quiera salir con un tipo, aunque aquí el cerebrito no les alcance para entenderlo. Puede ser un tema de energía, de tiempo, de química. Puede ser que, aún sin novio, el corazón ande amarrado en alguna parte y que no existan ganas de desamarrarlo. Además, la estrategia de pagar el trago para comprar un polvo es tan clásica como detestable.

Entonces, siendo fiel a mi feminismo para dummies, sobreviví a mi primer mes en Chicago sin dejarme comprar por el trago por un gringo. Hay muchas cosas en qué pensar cuando uno se va a vivir a otro país como para gastar la energía que me falta pensando en si se lo doy o no, si me llama o no, si me escribió o no.

En todas mis diligencias de adulta extranjera se me ha ido la vida durante este primer mes. No me quejo. Nunca he estado mejor. Sin embargo, hay un tema que literalmente casi me mata: manejar. Si no tengo carro aquí, estoy jodida. Las calles de los suburbios de Chicago no están diseñadas para peatones. Aquí hay que ir al supermercado en carro. Así que me compré mi Cadillac. Ya lo estrellé, ya lo arreglé, ya me morí y volví a la vida, porque manejar por primera vez y, además, en un país ajeno, es de lo más arriesgado que he hecho.

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Hasta el sábado pasado seguía sin licencia de conducir. El primer examen práctico lo reprobé. Todo lo hice mal: la reversa salió grave, me demoré mucho en las intersecciones y me comí un signo de Stop. Después de eso, todas las noches, durante media hora, por 15 días, me puse a practicar. El sábado pasado me sentí lista y volví a intentarlo.

"Yo te voy a hacer el test de manejo hoy. Mucho gusto", me dijo un tipo de unos 25 años mientras se subía a mi carro.

Me dijo por dónde cruzar y empezó a hacer mil preguntas: que qué idioma hablábamos en "Columbia", que cuándo llegué a Estados Unidos, que dónde vivo y, adivina adivinador, que si tengo novio. Luego, me dijo que estacionara mi carro y que cruzara la calle en reversa. Pero antes, se lanzó con el paso uno: "debo decir que me pareces preciosa". Yo sonreí y dije "gracias". Me pidió mi número celular. Se lo di —porque mi cerebro ya empezó a calcular en términos de costo-beneficio— y marcó de una, como para confirmar que no le hubiera mentido.

Lo que vino después se saltó todo los pasos, seguramente porque el desgraciado tenía clarísimo que yo tenía muchas ganas de sacar mi licencia, que era una extranjera y que, en caso de que quisiera quejarme de un funcionario público, para mí sería más difícil que para un ciudadano norteamericano.

"Tengo muchas ganas de besarte", me dijo ahí, en la calle solitaria, mientras yo intentaba estacionar en reversa. Siempre juré que de estar en una situación así, yo reaccionaría como se debe: poniéndolo en su sitio o quejándome con una autoridad competente. O ambas.

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Pero no lo mandé al carajo. Aún detestando lo que pasaba. Aún cuando me dan ganas de vomitar las relaciones de poder, cuando de sexualidad se trata.

"¿Besarte? ¿Cómo se te ocurre?", pregunté sonriendo, diciendo que no, pero no el "no" que se merecía, sino más bien un "no" que intentaba no malhumorarlo, que procuraba seguirle la cuerda al coqueteo.

"Entonces dame un abrazo", dijo.

Lo abracé. No puedo creerlo todavía, pero lo abracé. Y mientras lo abrazaba intentó tocarme, con esa toqueteada que no va directo a las tetas, que se queda como en las costillas y sube y baja, pero que se siente tan morbosa y despreciable como si hubiera mandado la mano a las tetas. Para rematar, intentó besarme el cuello. Pero tampoco lo mandé a la mierda. Me alejé, le dije take it easy y volví a sonreír.

"Ahora tienes que darme mi licencia de conducir", rematé con una frase de gala.

"¡Claro que sí!", respondió el hijo de puta.

Pero eso no es lo peor. Lo peor es que no estoy arrepentida. Me odio un poco. Sé lo que hice. Sé que le vendí un abrazo a un cabrón a cambio de una cosa que, para mí, en este momento, es valiosísima. Y no me digan que es una ternura decir que "vendí un abrazo". Cuando les dije a mis dos roommates, un chico de Bosnia y el otro de Ecuador, ambos dijeron: "Aww, so cute". No es tierno. Es perverso. Es abusivo. Tan naturalizado tienen los hombres que las mujeres cojamos a cambio de algún beneficio, tan normal es que un funcionario público se aproveche de estar en una posición de poder para conseguir sexo, que vender un abrazo les parece tierno.

Sé que no me dieron mi licencia porque supiera manejar. Sé que por eso voy a seguir conduciendo con desconfianza. Mi mamá me preguntó si estaba muy feo el tipo. Nada que hacer, es difícil explicarle a la mamá que ése no es el punto. Además, ni me fijé.

Ahora bien, no me malinterpreten. Con todo y el odio, no, no me arrepiento. No se confundan. Mi moral no da para tanto. Aquí viene lo peor de esta historia: cada vez que miro mi hermosa licencia, siento que habría sido peor no tenerla. En términos de costo-beneficio, sigo sintiendo que fue más el beneficio. Y eso tiene algo de atractivo. Ése es el problema. Si un par de tetas (que tampoco son las súper tetas) me alcanzan para obtener lo que quiero, ¿para qué esforzarme escribiendo y trabajando y madrugando y estudiando y etcétera etcétera? Nada que hacer. Soy, oficialmente, una puta. Recibo ofertas.

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