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Cultură

Yo, Atlante - Teresa filósofa

Una voz se alza, un dedo os señala: a vosotros lo que os gusta son las pollas.

Buenos días. Vengo a entregar mis palabras del mes. Medio puta y medio ronin, sigo humillándome por cincuenta pesetas. Vosotros qué, cómo va, qué os ha pasado hoy en internet. Ah, qué bien estar al tanto de lo que acontece en cualquier parte del mundo. Pero digo: si os diagnostican un mes de vida, ¿seguiríais tuiteando la agonía? ¿La compartirías en feisbuc? Bueno. Yo, cuando me asomo a internet, pienso aquello de Sócrates: ¡Hostia, qué mogollón de cosas hay aquí que no necesito! Internet sólo sirve para lo que parecía: el sexo, y las dos modalidades que propicia son el dar por culo y el comerse unas buenas pollas. Os gustan las pollas, ¿eh, campeones?

Me acuerdo de Teresita, una niña de mi primera o segunda infancia (yo qué sé cuántas infancias hay) que no bebía cocacola porque le daba asco el brebaje, y recuerdo cómo su determinación nos pasmaba al resto de los críos, vendidos sin cuestión al invento. Teresita era una inquietud, una niña feliz en sí misma. Luego, de mayor, he ido comprobando que existen posturas contrarias, me he llegado a encontrar con personas que tienen televisión en el cuarto. Quien tiene un televisor frente al lecho está mal de la cabeza o está a punto de estarlo, es mi parecer, allá cada cual, pero es por cosas así que aquella niña es hoy tan atractiva en mi memoria y la invoco cuando os veo maquinando –entregados a la máquina, quiero decir–, me conforto en Teresita porque dudo que esta rendición ciega al “progreso” sea lo que deseáis. No creo que la atención que aquí se mendiga cubra la frustración que os mueve. No creo que a nadie puedan bastarle estas cuatro peladillas.

Según Schopenhauer, los dos enemigos de la felicidad humana serían el dolor y el aburrimiento, y todos los seres oscilaríamos siempre entre esas dos opciones, sufriendo más la una cuanto más nos alejásemos de la otra. Hay que hacerse a la idea porque alternativa no hay. Las carencias y la necesidad propician el dolor; la seguridad y la abundancia conducen al aburrimiento. A partir de ahí, el hombre de genio e inteligencia escogerá la vida retirada, la soledad absoluta si es de espíritu superior, mientras el necio irá requiriendo ganancias, sociedad, reconocimiento e incluso un tanto de fama si fuera posible. Porque en su individualidad no hay nada. Lo que hace sociable al hombre es su pobreza interior.

Esto lo decía Schopenhauer, que está muerto pero con quien al menos se puede hablar. Yo lo he hecho esta mañana, esperando turno en una oficina de la Agencia Tributaria, vórtice infernal al que he acudido como un berserker o un caballo loco, empeñado en la línea recta tan difícil en la ciudad, dos o tres kilómetros dando manotazos a los coches, arrasando esquinas y tumbando árboles a mi paso, ofuscado por lo inaplazable del trámite y asqueado ante la idea de manejarme siquiera un momento entre sellos gubernamentales y personajes marchitos, a los que luego instrumentalizaré para escribirlos aquí o en cualquier otra parte. ¡Ay, miasma! Veo a estos hombres y digo sí al aborto retroactivo. Internet, mátalos, digo también. Antes de entrar al lugar me he santiguado para encomendarme, como una monjita durante el despegue, y cuando en la ventanilla de impresos me han agotado la paciencia he pedido un ron, he sacado el mechero y le he escupido una llamarada a una sierva miserable, le he incendiado la cabeza y he salido de allí dispuesto a olvidarlo todo, con la certeza de que la auténtica clave de la felicidad está en aquello que se dice de una buena salud y una mala memoria.

Como veis, hoy me está siendo imposible adiestrar esto en literatura y periodismo no es, así que apago, tengo cosas que hacer, me recojo, ya he cumplido aquí, ¿no es verdad? A mis lectores, os envío abrazos como convenciones. Al resto, decirles que no, que esto no se ha terminado.