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Photo Issue 2013: Colaboraciones

Al estilo inglés

Kate Fox escribe sobre lo mismo que fotografía Martin Parr, fascinaciones por lo inglés.

Fotos de Martin Parr y texto de Kate Fox.

No leo muchos libros. Prefiero que la inspiración me llegue en forma de películas, arte y fotografía. Pero me topé con un libro que leí de cabo a rabo en pocos días, Observando a los ingleses: Las normas ocultas del comportamiento inglés, de Kate Fox. En su interior hallé todas las observaciones que yo mismo he hecho en torno a mis compatriotas ingleses a lo largo de muchos años, pero articuladas con una prosa muy aguda e inteligente. Es realmente divertido. ¡La clase de humor que hace que te rías a carcajadas de ti mismo!

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Me puse en contacto con Kate. Me dijo que su editor estaba pensando en hacer una nueva edición del libro con fotografías, y que estaban sopesando algunas de las mías. Tristemente el proyecto nunca cristalizó, de modo que cuando VICE me pidió que nombrara a una persona con la que colaborar para el Photo Issue de este año, inmediatamente pensé en Kate y le envié una selección de imágenes descaradamente inglesas que había tomado en los últimos años. Ella eligió unos cuantos temas explícitamente ingleses sobre los que escribir, y eso es lo podéis ver aquí. _— _Martin Parr

UNA NACIÓN DE PATRIOTAS EN EL ARMARIO

Mirando estas imágenes patrióticas, lo que me deja perpleja de inmediato es lo poco habituales que son. Para capturarlas, Martin debe haber esperado armado de paciencia –como un fotógrafo naturalista confiando en que emerja alguna tímida criatura nocturna– ya que demostraciones patrióticas como esta son raras de ver entre los ingleses. Sólo una minúscula minoría de nosotros indulge en semejantes demostraciones de orgullo nacional, e incluso esta minoría lo hace únicamente en ocasiones muy especiales. De hecho, a menudo se dice que los ingleses sufren de falta de sentimiento patriótico. Y hay algunas pruebas de demuestran esta afirmación: la gente inglesa, como media general, califica su grado de patriotismo con un 5,8 en una escala de 10, de acuerdo a una encuesta europea, muy por debajo de la autovaloración que hacen de sí mismos escoceses, galeses e irlandeses y el más bajo de todas las naciones europeas. Nuestro día nacional, el Día de San Jorge, se celebra el 23 de abril, pero los sondeos muestran con regularidad que al menos dos terceras partes de nosotros se muestran totalmente inconscientes de este acontecimiento. ¿Podéis imaginar un número similar de americanos pasando del 4 de julio, o de irlandeses ignorando el Día de San Patricio?

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Sin embargo, basándome en mis investigaciones etnográficas, tuve la corazonada de que nuestra reluctancia a participar en demostraciones públicas de patriotismo puede tener relación con lo que yo llamaría “las reglas ocultas de lo inglés” antes que con una ausencia de orgullo nacional. Así pues, justo antes del Día de San Jorge llevé a cabo mi propio sondeo nacional, preguntando lo que a mí me parecían cuestiones más sutiles en torno a los sentimientos patrióticos. Los resultados confirmaron mi impresión de que, en realidad, somos una nación de “patriotas en el armario”. Mis hallazgos mostraron que una vasta mayoría (83 por ciento) de ingleses sienten al menos algo de orgullo patriótico: un 22 por ciento “siempre”, un 23 por ciento “a menudo” y un 38 por ciento al menos “a veces” se sienten orgullosos de ser ingleses. Tres cuartas partes de mis entrevistados pensaban que se debería hacer más para celebrar nuestro día nacional, y de estos, a un 63 por ciento les gustaría que “abrazáramos” el Día de San Jorge como los irlandeses hacen con el Día de San Patricio. A casi la mitad les gustaría al menos ver a más gente ondeando la bandera inglesa durante el Día de San Jorge. Sólo a un 11 por ciento, no obstante, iría tan lejos como para ondearla ellos mismos, y un 72 por ciento dijeron que no celebrarían de ningún modo o no tenían plan alguno de celebrar el Día de San Jorge aunque cayera en sábado el año en que hice mi investigación. Incluso los pocos que admitieron abiertamente sus planes de “celebrar” dijeron que consistiría, como mucho, en tomarse una cerveza o dos en su pub local. Imposible comparar esto con las extravagancias del 4 de julio o el Día de San Patricio.

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Pero, ¿por qué? Si tantos de nosotros están orgullosos de ser ingleses y tienen la sensación de que debería hacerse más para celebrar nuestra bandera y día nacional, ¿por qué no hacerlo de forma activa y ondear nosotros mismos la bandera? En primer lugar, hay una pista en la cualidad inglesa de la que más orgullosos nos sentimos: un elemento clave en nuestra mayor fuente de orgullo, el famoso sentido del humor inglés, es algo a lo que yo llamo “la importancia de no ser sincero”. Una de las reglas no escritas de Lo Inglés es una prohibición de la sinceridad o el excesivo fervor, y desaprobamos y nos hace sentir incomodidad y embarazo el patriotismo sensiblero, jactancioso, a corazón abierto y bandera al viento que muestran otras naciones. Puede que nos sintamos orgullosos de ser ingleses, pero tenemos demasiadas inhibiciones, o quizá cinismo, para demostrarlo con efusivo alboroto patriotero. Irónicamente, la cualidad inglesa de la que más nos enorgullecemos, nuestro sentido del humor, es la que evita que la mayoría de nosotros demuestre cualquier orgullo patriótico en público. En segundo lugar, echando un vistazo a lo desvelado por mi sondeo es posible que no os hayáis dado cuenta de que el alto porcentaje de encuestados que creen que se debería hacer más para celebrar el Día de San Jorge (75 por ciento) es casi exactamente el mismo que el de aquellos que no tienen intención de celebrar nuestro día nacional (72 por ciento). Esta contradicción también es típicamente inglesa. Refleja dos de las “características definitorias de Lo Inglés” que ya había identificado anteriormente en Observando a los ingleses: Las normas ocultas del comportamiento inglés: moderación y “tristonidad”. Nuestro sentido de la moderación significa que tendemos a ser bastante apáticos. Evitamos los extremos, el exceso y la intensidad. Se ha dicho que los ingleses tienen sátira en lugar de revoluciones, y me da la impresión de que una auténtica marcha de protesta inglesa nos vería cantando, “¿Qué es lo que queremos? ¡CAMBIO GRADUAL! ¿Cuándo lo queremos? ¡A SU DEBIDO TIEMPO!” Nuestra Tristonidad significa que tendemos a complacernos en un montón de terapéuticas quejas a un problema en vez de enfrentarnos a él o hacer algo al respecto. Nos quejamos y lamentamos de que “debería hacerse más” para celebrar nuestro día nacional, pero luego no organizamos una celebración o ni siquiera ondeamos una bandera.

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Para ser justos, nuestras razones para no ondear la bandera inglesa están sólo en parte enraizadas en esas cualidades. Aunque ahora ha sido “reclamada”, al menos en cierta medida, la bandera ha sido en el pasado un símbolo de política de extrema derecha y racismo, pero aún está contaminada por esas asociaciones. En años recientes se ha ido asociando gradualmente con los hinchas del fútbol, pero esto en sí mismo echa para atrás a muchos que creen que ahora se encuentra mancillada por una imagen de garrulismo y clase baja. Algunos de nosotros salimos de nuestro armario patriótico de vez en cuando, como muestran las imágenes de Martin, en grandes ocasiones como el Jubileo de Diamante de la Reina en 2012 o la boda real de 2011. Para esta minoría, los acontecimientos reales son breves episodios de lo que los antropólogos llaman “remisión cultural” o “inversión festiva”, como los carnavales o los festivales tribales, donde unas cuantas de nuestras normas sociales y reglas no escritas se suspenden temporalmente y hacemos cosas que normalmente nunca haríamos: ondear banderas nacionales, regocijarnos y bailar en las calles, y hasta hablar con desconocidos. Pero aquellos que Martin ha capturado participando en celebraciones representan un minúsculo porcentaje de la población (un 6 por ciento como mucho), y los sondeos muestran, por ejemplo, que los americanos se ilusionaron con la boda real considerablemente más que los ingleses, que en su mayoría se entusiasmaron más bien poco a pesar de todo el bombo mediático. Al menos a dos terceras partes de nosotros “no podría importarle menos” o sintieron “gran indiferencia” por el acontecimiento, y sólo un 10 por ciento admitiría “enorme entusiasmo”. Escribo “admitiría” porque sé que incluso en los sondeos anónimos tenemos que estar al tanto de lo que los investigadores llaman “el sesgo de la deseabilidad social”, que se define como un error estándar en las medidas de autocalificación producido por los intentos de los participantes de presentarse a sí mismos bajo una luz aceptable y socialmente deseable (lo que en otros contextos se conoce como “mentir”). Pero responder de esta forma socialmente deseable puede ser de por sí muy revelador: el hecho de que tan pocos participantes ingleses a la encuesta admitieran sentir enorme entusiasmo por una boda real tal vez no revele nuestros verdaderos sentimientos, pero nos informa de que las normas sociales que prohíben el entusiasmo por estas cosas pueden ser muy poderosas. Las imágenes de Martin han capturado un sentido del patriotismo que muchas personas inglesas al menos a veces sienten en secreto, pero que únicamente unas cuantas están dispuestas a mostrar en público, y sólo durante ocasionales episodios de remisión cultural. Así pues, para mí estas imágenes son como un eclipse completo de sol, o un inusual cometa, o algún tipo de elusiva flor que florece una vez cada varios años.

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EN LA COLA

¿Qué ves cuando miras estas imágenes de ingleses haciendo cola? Para el ojo desnudo y desentrenado, estas colas pueden parecer casi cómicamente sosas y faltas de interés: sólo filas ordenadas de gente, esperando pacientemente su turno. De hecho, muchos comentaristas han bromeado de forma algo desdeñosa con el talento inglés para hacer cola, implicando que sólo una nación predecible, pesada y ovejuna puede ser tan buena sufriendo largo tiempo sin hacer nada en ordenadas líneas. Pero esto es porque no han mirado desde bastante cerca de las colas inglesas. Cuando se examina tan ordenado comportamiento con un microscopio de antropólogo, una descubre que cada cola supone un mini drama a escala microcósmica; no tan sólo una divertida “comedia de costumbres” sino una vívida historia de interés humano, llena de tramas e intrigas, dilemas morales, culpa, compromiso, alianzas cambiantes, rabia y reconciliación.

Como parte de la investigación sobre el terreno para Observando a los ingleses: Las normas ocultas del comportamiento inglés, pasé muchos cientos de horas observando colas inglesas. Y para poner a prueba las normas de etiqueta de las colas, me obligué a mí misma a llevar a cabo experimentos en los que mediaba un pecado mortal: saltarme la cola. Yo soy muy inglesa, así que esta fue una ordalía verdaderamente terrible para mí, tal vez lo más duro que jamás haya tenido que hacer en nombre de la investigación. Sin embargo, para poner a prueba las normas sociales de una nación, a veces hay que romperlas. Mi método preferido en estos casos es hacer que sea un desprevenido ayudante de investigación el que quebrante la sagrada norma social mientras yo observo el resultado desde una distancia segura. Pero esta vez decidí que yo debía ser mi propio conejillo de indias. Como esos valientes científicos y médicos que prueban drogas o virus en sus propios cuerpos; con la salvedad, claro está, de que en este caso yo no corría ningún verdadero peligro. Y ese fue el extraño descubrimiento que hice: la ironía de las colas inglesas es que en este país es mucho más sencillo salirte con la tuya saltándotela que en prácticamente cualquier otro país del mundo. Aunque saltarse la cola es un gran tabú en Inglaterra, tenemos en funcionamiento otras normas sociales, como no montar una escena, no atraer atención sobre ti en público, no encararse con desconocidos y siempre quejarse de un problema antes que fijarse en la raíz del problema. Esto significa que lo peor que te puede pasar si intentas saltarte una cola inglesa es un montón de cruel lenguaje corporal: cejas fruncidas, miradas, cejas enarcadas, profundos suspiros, tosecitas, chasquidos de lenguas y murmullos y críticas por lo bajini. Los ingleses que se encuentran ante la amenaza de un potencial “saltacolas” incluso romperán su regla habitual de no hablar con desconocidos para murmurar entre ellos su indignación. Pero muy raramente los verás enfrentándose directamente al infractor. Esto sucede a veces –si el salto de cola es especialmente flagrante– pero es bastante infrecuente. Así pues, es de lo más fácil saltarse una cola en Inglaterra, donde esta práctica es un pecado mortal, que en otros países donde se trata como una falta menor. Pero sólo si puedes soportar la humillación de todas esas cejas y toses y chasquidos y murmullos. En otras palabras, sólo si no eres inglés. Creo que quizás tienes que ser inglés para saber lo profundamente hiriente que puede ser una ceja enarcada.

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Y sólo porque la gente que aparece en estas imágenes haciendo cola dé la impresión de ser paciente y no quejarse, no asumas, como han hecho muchos comentaristas, que los ingleses, por alguna razón, disfrutamos haciéndola. No lo hacemos. Lo detestamos, como cualquier otro. Nos pone de mal humor, resentidos e irritables, puede que incluso más que a los de otras naciones, porque nos tomamos las normas y principios de hacer cola más en serio. Y nuestra constante vigilancia y disuasión de potenciales “saltacolas” con cejas y toses y el resto del repertorio “corporal inglés” es un trabajo más que duro. Puede que no nos quejemos en voz alta de que nos tengan esperando en una cola –o al menos es improbable que dirijamos nuestras quejas al cajero o al que coge los tickets o a quien sea que nos tenga esperando– pero no confundáis nuestro silencio con satisfacción o incluso paciencia. Observad más de cerca y veréis que transmitimos nuestro intenso disgusto y frustración por hacer cola mediante más micro señales no verbales: profundos suspiros, exasperado rodar de ojos, labios fruncidos, movimientos nerviosos, chasquidos de lenguas, toses, tamborileos con los dedos y miradas al reloj cada pocos segundos. Rezongamos para nuestros adentros al aspirar aire, y puede que hasta rompamos nuestra propia regla de evitar el contacto intercambiando enarcares de cejas y muecas con nuestros compañeros sufridores (y, si estamos verdaderamente furiosos, puede que hasta hablemos calmadamente entre nosotros). Como con muchas de las imágenes de Martin, no puedo evitar imaginarme lo que la gente de estas colas puede estar diciendo. Y, de nuevo, es predecible. La palabra con más posibilidades de que escuchéis –la palabra que más probable es que se esté musitando entre las, en apariencia, calmadas personas haciendo cola– es “¡Típico!” Con esta palabra quintaesencialmente inglesa, acompañada casi siempre por un rodar de ojos, de alguna manera nos las arreglaremos para parecer simultáneamente irritados, estoicamente resignados y, de un modo petulante, omniscientes. Y todo esto en conjunto conjuga la actitud inglesa antes las colas, la lluvia, la comida mediocre, el servicio lento y la mayoría de nuestras otras frustraciones y desilusiones.
Cuando murmuramos “¡Típico!” estamos expresando fastidio y resentimiento, pero también una especie de humorística indulgencia a regañadientes, e incluso hay un elemento de perversa satisfacción: puede que la lluvia y las interminables colas nos hayan supuesto una inconveniencia, pero no nos ha cogido desprevenidos. Sabíamos que esto iba a ocurrir, “te podríamos haber dicho” que iba a llover (siempre lo hace en fin de semana, días festivos y ocasiones especiales), y que habrían largas y tediosas colas para la exposición, el mostrador de la cafetería, la tienda de tes, el bar y los lavabos, pues nosotros, en nuestra infinita sabiduría, sabemos que así son las cosas: siempre hay colas, siempre eliges la cola más lenta, siempre esperas una eternidad a que llegue el autobús y entonces se presentan tres de golpe. Nunca funciona nada correctamente, siempre hay algo que va mal y, encima, amenaza lluvia. Empezamos a aprender estos mantras ya en la cuna, así que para cuando somos adultos, esta resignada visión del mundo forma parte de nuestra naturaleza. Por tanto, la gente que en estas imágenes está haciendo cola está, de una extraña manera, pasándolo bien. Están experimentando un placer que es una peculiaridad inglesa: el de ver cumplidas tus funestas predicciones.

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PERROS

Estas imágenes capturan una relación muy compleja y especial. Cierto, también en otras naciones hay mascotas –sobre todo perros– pero el desmesurado amor por los animales que muestran los ingleses sigue siendo uno de los rasgos característicos que nos dan fama; uno que muchos extranjeros encuentran desconcertante. Se ha dicho a menudo que los ingleses tratan a los perros como a personas, pero esto no es verdad. ¿Habéis visto cómo tratan a las personas? Una jamás soñaría siquiera con mostrarse tan fría y poco amistosa con un perro. De acuerdo, estoy exagerando, pero sólo un poco. El hecho es que nosotros, los ingleses, somos mucho más abiertos, comunicativos y afectuosos en nuestras relaciones con los animales que con nuestros congéneres humanos.

Padecemos una dolencia que yo llamo la Enfermedad Social Inglesa, mi particular atajo para definir nuestras crónicas inhibiciones sociales, nuestra insularidad, nuestro estreñimiento emocional, nuestra incapacidad para relacionarnos con otros seres humanos de una manera normal y directa. Tanto la famosa “reserva inglesa” como el infame “hooliganismo inglés” son síntomas de este mal: cuando nos sentimos incómodos en situaciones sociales (p.e. en casi todas las ocasiones) tendemos ya al exceso de cortesía, al estiramiento y a una embarazosa contención, ya al comportamiento ruidoso, basto, bruto, violento y generalmente escandaloso. Parecemos incapaces de la clase de sociabilidad espontánea, amistosa, relajada, que tan natural es en la mayoría de las demás naciones. La mayoría de los ingleses acostumbra a evitar cualquier interacción social con desconocidos; incluso mantener contacto visual durante más de una fracción de segundo se interpreta como un intento de flirteo o una agresión. Sin embargo, no tenemos ninguna dificultad en entablar vivas, amistosas conversaciones con los perros. Incluso con perros desconocidos, a los que nadie nos ha presentado. Los ingleses, de hecho, son capaces de mostrar una calidez, entusiasmo y sociabilidad del tipo latino-mediterráneo; podemos ser tan directos, accesibles, emotivos y táctiles como cualquiera de las llamadas culturas “de contacto”. Pero estas cualidades solo se expresan de forma consistente en nuestras interacciones con los animales. Y a diferencia de los ingleses humanos, nuestros perros no sienten embarazo o desazón alguna por estas muestras tan poco inglesas de efusión en público. No es extraño que los perros sean tan importantes para los ingleses: para muchos de nosotros, representan nuestra única experiencia significativa de implicación emocional abierta y sin barreras con otro ser sentiente.

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Puede que para un inglés su casa sea su castillo, pero el perro es su verdadero rey. Tal vez en otros países la gente les compre a sus perros cestitas con revestimientos de seda y los alojen en habitáculos caninos de cinco estrellas, pero los ingleses permiten que tomen posesión de toda la casa. Dejamos que se tumben en nuestros sofás, sillas y camas, y reciben mucha más atención, afecto, aprecio y “tiempo de calidad” que nuestros hijos. (Quizá no sea casualidad que la Sociedad Real para la Prevención de la Crueldad Animal llevase establecida más de medio siglo antes que la Sociedad Nacional para la Prevención de la Crueldad Infantil, que da la impresión de haberse fundado como una idea derivada nacida a posteriori). Un típico hogar inglés está a menudo gobernado por uno o más perros revoltosos, ruidosos y crónicamente desobedientes, cuyos poco firmes dueños les permiten todos los caprichos y se ríen afectuosamente ante su mal comportamiento. Y hay una regla no escrita que prohíbe de forma terminante cualquier crítica a los perros de otra persona. No importa lo mal que se comporte el perro de alguien –y da igual lo mucho que te disguste que se te echen encima, trepen, arañen con las uñas, olisqueen, monten la pierna o incluso te muerdan–, no debes decir nada malo de la bestia: esto representaría una metedura de pata mayor que la de criticar a los hijos de esa persona. Sí que criticamos, por supuesto, a nuestros propios perros, pero siempre con un tono tierno e indulgente: “Es que es tan travieso, es el tercer par de zapatos que me destroza este mes, ¡ay bendito!” Hay algo más que una huella de orgullo en esta clase de quejas onda, “¿No es terrible?”, como si secretamente estuviéramos hechizados por sus fallos y defectos. Sospecho que los ingleses obtienen un gran placer culpable del mal comportamiento de sus chuchos. Les otorgamos todas las libertades que nos negamos a nosotros mismos: la gente más inhibida del planeta tienen las mascotas más flagrantemente desinhibidas. Nuestros perros son nuestros alter ego, puede que hasta la encarnación simbólica de lo que un sicoterapeuta llamaría nuestro “niño interior” (ya sabes, ese con el que supuestamente has de “estar en contacto” y abrazar, o curar, o lo que sea). Lo que pasa es que los perros representan algo más que nuestro malcriado, maleducado, exigente mocoso interior. Nuestros perros encarnan nuestro lado salvaje: a través de ellos podemos expresar nuestros sentimientos y deseos menos ingleses; podemos romper todas las reglas, aunque sea de forma vicaria.

Este factor puede también tener efectos beneficiosos en nuestras relaciones con otros humanos. Una persona inglesa puede incluso lograr mantener una conversación con un desconocido, por ejemplo, si uno de ellos va acompañado de un perro (si bien ambas partes se sentirán inclinadas a hablar con el acompañante canino antes que entre ellas). Tanto las señales verbales como no verbales se intercambian a través del perro ajeno a todo, que la mar de contento absorbe el contacto visual y los saludos amistosos y los toques que serían considerados demasiado atrevidos y directos entre los dos recién conocidos ingleses. Yo siempre le explico a los visitantes y a los inmigrantes extranjeros que si quieren hacer amigos entre la gente nativa de aquí, deberían intentar comprar o pedir prestado un perro que les haga de pasaporte para la conversación y facilitador de la interacción social. Pero aunque los perros son populares a niveles universales, la clase de perro que escoges es un indicador de clase social, y en el que George Orwell se refirió con toda la razón como “el país más dividido en clases que exista bajo el sol”, esta no es una cuestión trivial. Las clases sociales más altas tienden a preferir a los perros labradores, perdigueros y de aguas, mientras que las clases bajas son más proclives a tener rottweilers, alsacianos, caniches, afganos, chihuahuas, pitbulls y cocker spaniels. Por supuesto, es muy improbable que los ingleses propietarios de perros admitan que la elección de su mascota tenga algo que ver con su clase social. Insistirán en que les gustan los labradores (o los perros de aguas, o el que sea) por el carácter tranquilo de su raza. Y muy posiblemente estén diciendo la verdad, ya que el elemento clasista de su elección puede ser, en gran medida, algo inconsciente. Pero las clases altas verán a los perros y propietarios de las imágenes de Martin con cierto aire de diversión condescendiente. También juzgarán la clase social de los propietarios en función de lo que los perros lleven puesto. Los perros de clase alta y media-alta llevan sencillos collares de cuero marrón, mientras que las clases medias y bajas se inclinan a ponerles a sus perros collares de muchos colores, lacitos y otros accesorios cursis. Y sólo un determinado tipo de varón de clase obrera inseguro se decanta por los perros guardianes de aspecto atemorizador y agresivo con grandes collares negros con remaches. Por lo general, solo las clases medio-media y baja se muestran realmente dispuestas a enseñar a sus perros en las ferias caninas, y únicamente estas clases pondrían una pegatina en el parabrisas trasero de sus coches proclamando su pasión por una determinada raza, o avisando a los demás conductores de que en su vehículo puede ir un perro en tránsito. Las clases más altas consideran vulgar enseñar a sus perros y gatos, aunque les encanta enseñar caballos y ponies. No hay lógica en nada de esto, pero digámoslo de nuevo, las clases altas levantarían las cejas y pondrían una sonrisita ante las imágenes de Martin de “ferias de perros”. Los propietarios de los perros, sin embargo, ni se percatarían de estas remilgadas micro señales. Como todos los ingleses propietarios de perros, se están poniendo felizmente en contacto con su mocoso interior.

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