Especial de narrativa: Recuerdo fantasma

FYI.

This story is over 5 years old.

Especial de narrativa 2015

Especial de narrativa: Recuerdo fantasma

"Ahora sé, claro, lo que era, pero entonces sabía otra cosa, que era el fantasma del cadete, encerrado aún en el cuarto de las calderas, intentando comunicarse golpeando una tubería, desesperado por salir".

Me llamaron al desayunador. Mis padres me llamaron. Me mostraron un panfleto. Con fotografías, el panfleto. Me preguntaron qué pensaba sobre estudiar fuera, del país, como lo habían hecho mis hermanas antes de mí. No tenía más de doce años, estaba viendo televisión. Cuando me llamaron, al desayunador, no desayunaban, mis padres. Era tarde, o tal vez estaba terminando alguna tarea, no recuerdo, sólo eso, que me llamaron y me preguntaron qué opinaba sobre pasar un año fuera de casa, en un internado, como lo hicieron mis hermanas, antes de mí. Quizá había otras personas en la mesa, sentadas, esperando, platicando con ellos, cuando me hablaron, es una posibilidad, una especie de reclutador, un mediador, un vendedor, platicando con mis padres sobre enviarme lejos, durante un año, para aprender inglés, eso dijeron. Para independizarme, dijeron también, pero no era precisamente lo que querían decir pues sólo estaba en primaria o en secundaria, no era posible que me independizara, no aún, hasta más tarde, eso, décadas han pasado, desde entonces, en todo caso alguien que se encargaría de los detalles, los papeles, convenciéndolos de la idea, un representante fantasmagórico de la institución, fantasmagórico ahora, que apenas lo recuerdo. Dije que me gustaría, creo, debí haberlo dicho, pues me enviaron. Un detalle: yo iría solo, a diferencia de mis hermanas, que fueron juntas. Una experiencia distinta, lejos de casa, sin amigos ni conocidos, para independizarme y hacerme hombrecito, pero no dijeron eso, no es el tipo de cosas que dirían, "hacerse hombrecito", por eso la tolerancia a las llamadas, después, las llamadas donde lloraba y les decía que quería regresar, que era el más chaparro de todos, una mentira, que estaba bien pero que ya no quería pasar más tiempo allá; aunque me acostumbraría, eso lo sabían ellos, en eso consiste, independizarse, que quiere decir, en realidad, desapegarse de mamá y papá, aunque había llamadas y cartas —a mano, entonces, no existía aún el correo electrónico—. O sí existía pero yo no sabía usarlo. Todo México estaba por modernizarse, como siempre. Me llevaron, mis padres, a la escuela, en el otro país, y en los dormitorios una plaquita adornaba una habitación, era parte del recorrido, nos paseaban por los dormitorios, oscuros, y el comedor, a mis padres y a mí, y las instalaciones nuevas y el gimnasio y las jardineras. La plaquita indicaba que uno de los hijos de Salinas, el ex presidente, había estado en la misma escuela, un par de años antes, pero no, más bien eso se deducía, lo que la plaquita decía era que Salinas había donado dinero a la escuela. No suficiente para impedir que años más tarde clausurara definitivamente, bajo el peso de los costos que exigía el cuidado de los miembros más débiles y ancianos de la Hermandad de la Cruz, la congregación católica, pues era una escuela católica, que se ocupaba del cuidado de los cadetes —pues era, también, una escuela militar— pero sí bastante dinero como para que pusieran la plaquita, pequeña, discreta, en el marco superior de una puerta. Recuerdo también la comida del internado, condimentada, me causaba gases, mi cuerpo cambiaba, la violencia de la fuerza sexual, pelos de pronto, en el ano (dificultaban más la limpieza, descubrí), malos olores, malos hábitos. No tienen mucho tiempo para malos pensamientos, ¿verdad?, dijo mi madre durante el recorrido, recuerdo de pronto. Se lo preguntó a uno de los prefectos cuando nos mostraba el gimnasio. ¿Qué se contesta a algo así? Que no, por supuesto. Pero siempre había tiempo para pensar, esa es la verdad, incluso para los malos pensamientos. Pero, ¿qué quiso decir mi madre por malos pensamientos? ¿Pasiones tristes? ¿Impurezas sexuales? ¿Silogismos erróneos? Impurezas sexuales, claro. Estaba al tanto del fantasma, el espíritu que se había introducido en su hogar, en mi cuerpo, el tiempo que pasaba en el baño habiéndose incrementado. Así que: un internado, lejos. Una temporada de vieja disciplina católica y militar. Uniformado, siempre. Para hacer deporte: uniformado. Para ir a clases: uniformado. Para celebraciones especiales: el uniforme de lujo. Había un fantasma, eso se decía, en la escuela. Hacía sus apariciones durante el invierno.Recuerdo al Chiquilín, el cadete más alto de toda la escuela, la estrella del equipo de basquetbol (Los Espartanos), brincando de gusto al ver, por primera vez, cómo nevaba afuera, desde una ventana; la incongruencia de su volumen corporal y los saltitos infantiles. Cuando nevaba se encendían las calderas, en un piso subterráneo. Décadas antes, se cuchicheaba en los comedores, unos cadetes se habían retado a entrar al cuarto de las calderas, una vez que todos hubieran dormido (el peligro: ser descubierto y castigado). Hubo un accidente: el cadete entró pero no pudo salir, la puerta atrancada, imposible de abrir, el calor incrementando, las fuerzas menguando, la muerte segura. Toda la noche golpeando contra la puerta metálica, para llamar la atención, hasta deshidratarse, por el calor, descubierto al amanecer, decía el cuento, la leyenda que se compartía, para evitar, tal vez, que nos aventuráramos fuera de nuestras habitaciones, por la noche. Era un edificio de dos alas, cada una con tres pisos, donde se distribuían los dormitorios para los pelotones, el comedor, la capilla, el salón donde se realizaban las ceremonias de ascenso en los rangos, vestidores, regaderas comunales; en lo alto, un ático con cachivaches (me ordenaron subir, en una ocasión, para limpiar); un cuarto oscuro, para revelar fotografías; un cuarto donde un prefecto había montado un tren miniatura (era un fanático). El edificio principal se unía por un túnel con la escuela: salones y un gimnasio. El túnel era importante pues evitaba que saliéramos al exterior cuando hacía mal clima, como era común. Era una zona sin montañas y de vientos poderosos. En una ocasión nos refugiamos en el auditorio, pues se acercaba un tornado. Lluvia, un golpe, un apagón, gritos, algunos cadetes aún estaban afuera, entraron de pronto empapados y alterados y guardamos silencio hasta que pasó. Junto al auditorio se encontraban los baños más solitarios, el fantasma del despertar sexual, las masturbaciones, el olor a cloro, mientras el resto de los cadetes veía una película de James Bond o Jurassic Park, las bocinas retumbando, comiendo pizza de Papa Johns para quienes se habían comportado lo suficientemente bien (camas tendidas, tareas entregadas, disciplina demostrada en el comedor, puntualidad; todo registrado y contabilizado a través de un sistema preciso de tarjetas, donde se anotaban los deméritos y los méritos; quienes se comportaban mejor podían salir, cada tanto, a distintas actividades; parques de diversiones, la ocasional ida al cine, a un baile con escuelas de niñas, cercanas). Por las noches, puntualmente a las 21:00 horas, se daba la orden de apagar las luces (las tareas ya debían estar terminadas, los dientes cepillados, el cuerpo lavado). Dormíamos. La escuela callaba. Repasaba el día, mentalmente, y me preguntaba sobre lo que hacían mis amigos y familiares, en casa, sobre lo que hacían los prefectos, a esas horas. ¿Se reunían en el comedor para conversar? ¿En una de sus habitaciones? Uno de ellos tenía una tortuga, Mr Tarp. Otro tenía una víbora y le daba de comer ratones (nos la mostró en una ocasión, a los más disciplinados), pero he olvidado su nombre. El cansancio se apoderaba. Pero ruido entonces, golpes metálicos. Despierto de pronto, nadie más, a solas en la vigilia, afuera las extensas planicies cubiertas de nieve, el cielo estrellado, el lago, había un lago, congelado (era posible caminar sobre él, cruzarlo para llegar a la otra orilla, a un bosque, en cuyo corazón se encontraban las ruinas de un antiguo hospital para tuberculosos, que se había incendiado un siglo antes). De nuevo el tac, tac, tac, tac metálico insistente dentro de la habitación. La respiración acelerada, el temor. Ahora sé, claro, lo que era, pero entonces sabía otra cosa, que era el fantasma del cadete, encerrado aún en el cuarto de las calderas, intentando comunicarse golpeando una tubería, que se escuchaba ahora a través del calentador de gas instalado en la habitación, desesperado por salir, cada tanto, como un recuerdo al que volvemos obsesivamente.

Busca a Guillermo y Óscar en Twitter.