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La pura puntita

Ciudad fantasma

Una antología de relato fantástico de la Ciudad de México.

Almadía estrena el primer tomo de la antología de relato fantástico de la Ciudad de México, coordinado por Bernardo Esquinca y Vicente Quirarte. Para quienes se queden picados, pueden asistir a la presentación del libro hoy en la librería del FCE, Rosario Castellanos. Aquí les dejamos la invitación y un fragmento del relato “La mujer que camina para atrás” de Alberto Chimal.

Poco después de que Celia terminara su historia, pagamos la cuenta, salimos y la acompañé hasta su oficina. En la en­trada del edificio tuvimos una discusión: le propuse buscar un cuarto de hotel para que pasáramos la noche cerca y ella se negó. No teníamos dinero, me dijo, y además no quería quedarse en ese rumbo. Por ningún motivo, dijo. Yo cometí la tontería de decirle que se calmara: que no se dejara llevar por la historia que me había contado, que no era para tanto. Ella dio media vuelta y entró sin despedirse.

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        Yo no quise seguirla. Me alejé, caminando, por la calle de Donceles. Llegué hasta Palma. Hacía frío, apenas había gente y coches en la calle y todos los comercios estaban cerrados.

        A pesar de lo que yo mismo había dicho, no podía dejar de pensar en la historia que Celia me había contado, y sobre todo en el final:

        –Y entonces que la mujer se voltea –me había dicho ella.

En la calle de Palma di vuelta, pero me detuve al ver que un coche de policía estaba detenido sobre la acera con las luces encendidas. Dos agentes vestidos de civil, con placas colgadas de sus cinturones, alejaban a unos pocos curiosos. Alguien más tendía un cordón para que nadie se acercara al cuerpo tirado en la calle. No vi sangre pero, de todas for­mas, supe: no era el primer muerto que veía, aunque sí el primero en una calle, el primero tirado en esa posición.

        –Que la mujer se voltea y que pone una cara… –me había dicho Celia.

        Pensé que esa persona había estado viva tal vez mientras Celia y yo caminábamos cerca, discutíamos, nos separába­mos. Me alejé del cuerpo y de los policías. Avancé hasta Tacu­ba, di vuelta al llegar y seguí por esa calle hasta Isabel la Católica, donde di vuelta una vez más hacia Madero. Empe­cé a escuchar, muy distante, la música de lugares animados y todavía abiertos: bares, antros, taquerías…

        –Te juro –me había dicho Celia– que es la cara más ho­rrible que he visto en la vida. Los ojos rojos, los dientes podridos, negros, la boca torcida, la nariz como rota…

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        Como algunos otros transeúntes, crucé la calle para no pasar cerca del hombre que duerme en una silla de ruedas, cubierto por una lona amarilla, afuera de la iglesia de San Agustín. Lleva años allí, siempre en el mismo sitio, siempre con un bote de plástico a sus pies para limosnas. Siempre lo evito. Debe tener a alguien que lo mantenga porque nunca he visto a nadie darle ni una sola moneda.

        –No, no nada más rota –me había dicho Celia, con cara de horror–, es decir la nariz… sino abierta, como reventada… Y entonces se me quedó viendo y me gritó…

        Y había juntado las manos como debe haberlas juntado de niña, como para rezar, temblorosa.

        Y entonces yo, ahí, en la esquina de Isabel y Madero, me la encontré de frente.

        De pie.

        Firme.

        Vieja, muy vieja, con la vista fija en ningún lugar como si yo no estuviera allí.

        Ahora pienso que no había nadie alrededor: que de pron­to la ciudad parecía abandonada, como si se hubiera dado una orden de evacuación y todos la hubieran obedecido. Ya no se oía ninguna música. Ya no había nadie cerca. Ni si­quiera se veía al hombre de la lona amarilla. Sólo quedaban las luces encendidas, las cortinas de metal que cerraban los locales y las fachadas de los edificios.

        Sólo quedaba la mujer. Su suéter era aún más negro de lo que había imaginado. Sus piernas se veían retorcidas y sucias. Una luz justo detrás de la cabeza hacía que su cabello brillara. Parecía una nube con un rayo adentro.

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        Y olía… Esto Celia no lo había dicho: olía a carne podri­da, a cloaca. Olía a más aún. De niño viví detrás de una fá­brica de telas que arrojaba al aire no sé qué cosa, invisible, que se pegaba al paladar y a la garganta y tenía un aroma o un sabor indescriptible, terrible, porque no era un resto de nada vivo. A eso olía la vieja también: a algo que no debía existir y, sin embargo, existía.

        Ella me miró, de pronto, y me gritó.

        A Celia le había gritado:

        –¡Sigues viva! –lo que mi esposa interpretaba, según me había dicho, como un aviso: que estaba destinada a salir ilesa pese a que el temblor destruyó buena parte de la zona donde vivía con su familia. Según ella, la vieja es algo parecido a la Llorona, al Niño del Diablo y a otros personajes de esas leyendas de antes, pero hace algo distinto: da advertencias. Dice profecías.

Y entonces, ahora que yo la tenía enfrente, su cara era más horrible de lo que yo había imaginado, y su nariz esta­ba abierta como una herida roja, y no voy a decir, no quiero decir, a qué sonaba su voz.

Anteriormente: 

Lados B. Narrativa de alto riesgo 2012

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