Historias del muro que divide Israel y Palestina

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Conflicto en Oriente Medio

Historias del muro que divide Israel y Palestina

Una mirada diferente sobre el conflicto en Oriente Próximo.

Todas las fotos por el autor.

Para unos una barrera de seguridad, para otros un elemento marginador, el muro que divide Israel y Palestina se ha convertido en el símbolo del conflicto de Oriente Próximo. Su construcción se inició durante la Segunda Intifada, en 2003 y, según datos de la ONU, cuando se haya completado tendrá una longitud de 700 kilómetros. Aproximadamente un 10 por ciento del muro está compuesto por bloques de hormigón que se alzan hasta nueve metros, y el resto está formado por vallas, zanjas y alambre de espinos. Según las autoridades israelíes, desde que se levantara el muro, ningún asesino suicida palestino ha sido capaz de cruzar a su territorio. Para los palestinos, en cambio, los controles diarios suponen un calvario y una humillación.

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Las siguientes historias no tratan sobre el denominado conflicto de Oriente Próximo, sino sobre las personas que deben sufrirlo a diario. Hablé con cada una de ellas en encuentros, a veces planificados y otros casuales, en varios puntos de la Ribera Occidental y de Israel sobre cómo es vivir con la ominosa presencia de un muro. Casi ninguno de ellos habló de política, sino más bien de lo que sentían. Muchos de ellos temían expresarse abiertamente debido al tenso clima de odio que reina en la zona. Se han cambiado los nombres de los entrevistados, pero su edad, origen, lugar de residencia y ocupación son verídicos.

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Control de seguridad Qalandia, octubre de 2016: hasta el año 2000 no existía ningún control en este punto; en 2001 las autoridades de Israel construyeron las primeras barricadas, a las que siguió una torre de control dos años después y el propio muro, en 2005

Noor, 39 años

Contable. Campamento de refugiados de Qalandia, en la Ribera Occidental

"En una semana se cumplirá un año de la muerte de mi hermano pequeño. Ocurrió una noche en 2003. Llegaron montados en jeeps y en un tanque; al principio se oyeron gritos y sirenas, y luego disparos y granadas de gas lacrimógeno. Corrimos a escondernos en un callejón. '¡Murad, agáchate, idiota!', le grité. Nos echamos a reír. Mi hermano siguió bromeando y en un instante en se incorporó, ¡psiiiiiiii! Una bala le atravesó la garganta. Jadeando, emitió varios gorjeos, tosió y puso los ojos en blanco. Había mucha sangre por todas partes. Ya no recuerdo nada más; lo siguiente que sé es que desperté en una celda. Habría preferido estar muerto. 18 meses. Luego los israelíes me liberaron. En casa, mi madre me recibió con un abrazo y celebraron mi regreso; fui feliz al menos durante dos días.

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No hablé sobre las torturas. Nadie quiere oír hablar de eso si no lo ha vivido en su propia piel, ¿verdad? A veces pienso que este muro ha conseguido callarnos y que ya va siendo hora de alzar la voz y expresar nuestras preocupaciones, nuestras esperanzas. Pero, ¿cómo? Una vez, estando en Hebrón, un anciano se dirigió a mí hablando en hebreo. Parecía amable y no dejaba de sonreír, y sin embargo empecé a temblar. Mi mujer, Dana, se dio cuenta y me preguntó: 'Habibi, ¿qué te pasa?'. Por toda respuesta, eché a correr. Yo, Noor Abdallah, un hombre adulto, eché a correr como un niño.

El otro día, en el punto de control, le dije a mi hermana: 'Por muchos muros que levanten, no conseguirán quebrantar nuestra voluntad'. 'Hermano, tus ojos reflejan tanta desdicha que me asusta', repuso ella. Y yo le dije: 'La muerte debe de ser horrible cuando eres feliz'. Los dos nos echamos a reír".

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Qalandia, septiembre de 2015: para la población palestina, los controles diarios no solo resultan incómodos, sino humillantes

Micha, 34 años

Comerciante y exsoldado de infantería. Jerusalén occidental.

"Técnicamente, no debería hablar contigo, pero voy a serte sincero: no me importa matar. Una vez, el teniente nos dio un estudio que decía que acabar con la vida de alguien duele solo al principio. Luego se convierte en una especie de frenesí, una pasión. Cada vez que disparabas a alguien, te evadías. Es como si te desvincularas de tus sentidos y te conectaras a una nueva sensación de la que siempre quieres más. ¿Es lo correcto? ¿Tiene algún sentido? No hay tiempo para esas preguntas porque estás demasiado tenso o agotado. Un soldado que empiece a filosofar no es un buen soldado. Las dudas llegan después, cuando ya es demasiado tarde.

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A menudo, cuando echo la vista atrás, me sorprende recordar todo lo que he hecho y vivido. Veo el miedo en los ojos de ese muchacho palestino en el punto de control de Qalandia. Oigo los gritos desgarrados de mi amigo Schmuel cuando perdió las piernas. Hay muchas cosas que no llego a comprender. El pasado es el pasado, y en cambio mis recuerdos persisten. Yo sigo aquí. Una lástima. Y lo peor es que sigo siendo la misma persona. Alguien que huyó. No quiero hablar de ello, pero ya te puedes hacer una idea de cómo me afecta todo esto".

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Septiembre de 2016: niños jugando en la ciudad de Nablus, de 130.000 habitantes. La ciudad está rodeada por 7 puntos de control, 26 puestos fronterizos y 14 asentamientos conectados por las llamadas "calles exclusivas para judíos".

Fatima, 58 años

Agricultora. Nablus, en la Ribera Occidental.

"Llegaron una tarde de la primavera de 2003, mientras los niños jugaban en las calles. Derribaron la puerta de casa, nos encerraron en una habitación, rajaron el colchón, destrozaron el sofá, tiraron al suelo las fotos de la pared, revolvieron el armario e hicieron añicos la vajilla. Uno no paraba de gritar 'Allahu akbar' mientras los otros reían y se mofaban.

Quizá en tu país sea distinto y no llegues a entenderlo, pero una casa para nosotros significa protección, ofrece seguridad a tu familia y a tus amigos, ¿verdad? Y yo pregunto: ¿cuánto tienes que odiar a una persona para llegar a destruir su casa? ¿Cuánto desprecio has de sentir para hacer algo semejante? ¿Qué te ha hecho esa persona? En aquel momento temía tanto por mis hijos que me quedé paralizada. Dejé que me gritaran y me abofetearan. Si volvieran hoy, no sé cómo reaccionaría. Mi casa lo es todo y me la arrebataron".

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Octubre de 2015: el campamento de refugiados al-Am'ari, a dos kilómetros al sur de al-Bireh, se estableció en 1949, un año después de fundarse el estado de Israel, y actualmente alberga a más de 10.000 refugiados registrados

Ehud, 32 años

Ingeniero y exsoldado de infantería. Tel Aviv.

"Los campos de refugiados de Jalazone, al-Amari y Balata se encuentran todos a menos de una hora de Tel Aviv. A veces estábamos de guardia en la Ribera Occidental hasta mediodía y, por la tarde, nos reuníamos en los bares de Jaffa, bebíamos cerveza, comíamos falafel y hablábamos de lo que haríamos cuando acabáramos el servicio militar. Vivíamos en dos mundos y nos convencimos de que era lo correcto. Y lo era. ¿Qué esperas? Todo el mundo se ensucia las manos en tiempos de guerra. Todo el mundo. Para mí lo peor eran las redadas en las casas. Me sentía primitivo. Fuerzas una puerta, entras con diez compañeros más en la vivienda, lo pones todo patas arriba, destrozas los muebles y las camas… Las mujeres te gritan y tú las empujas o las golpeas en la boca; los niños tiemblan, aterrorizados, acurrucados en algún rincón o debajo de la mesa, mientras te miran con sus grandes y oscuros ojos anegados en lágrimas. Es una imagen que jamás puedes borrar de la memoria.

A veces, cuando encontrábamos algún alijo de armas, sentía un gran alivio, porque consideraba que saquear 99 casas estaba justificado si al menos en la que hacía 100 hallábamos armas. Me habría gustado ser más amable, ¿pero cómo es eso posible? A fin de cuentas, para ellos no somos más que soldados. No nos ven como personas, sino como a monstruos cuyo único objetivo es apresarlos, someterlos y darles órdenes. Cualquier signo de humanidad, cualquier resquicio de amabilidad deben de interpretarlo como una humillación, como si pretendiéramos hacerles ver lo patéticos que son".

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Septiembre de 2015: los restos de la notoria prisión de al-Fara'a, en la que se interrogaba y torturaba a prisioneros palestinos entre 1982 y 1995. El campamento de al-Fara'a, que fue creado en 1949 y cuenta con más de 7.000 refugiados, se encuentra en las inmediaciones de la penitenciaría

Sead, 34 años

Trabajador social. Campamento de refugiados de al-Fara'a, Ribera Occidental

"Los obligaron a pasarse horas sentados sobre estos bloques de piedra, de apenas 60 por 60 centímetros, con las piernas dobladas y la cabeza cubierta con bolsas de plástico que previamente habían impregnado con abono líquido o vómito. Estaban mis primos, mi hermano Motasem y mi tío Abu Helal, quien regresó de su estancia en prisión con fracturas en las costillas y la espalda. Sin embargo, cuando regresó besó el suelo y exclamó: '¡Esta tierra me proporciona fuerzas!'. Pero días después, las fuerzas lo abandonaron cuando una noche los israelíes se llevaron a mi madre. Tres eternos días después la liberaron. Volvió a casa, nos hizo de comer y dijo con voz firme: 'No lloréis, estoy bien'. No dijo nada más y nadie se atrevió a preguntar.

¿Venganza? No pienso en ello. Solo conseguiría ensombrecerme el alma y consumir mis fuerzas, como hizo con mi tío. Pero, ¿tender una mano a un israelí? Jamás. ¡Podría ser uno de los que torturó a mi madre! Puedo aprender a convivir cerca de ellos, eso sí, pero no con ellos. ¿Puedes entender mi postura?".

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La Trade Tower de Tel Aviv, en octubre de 2015; construida a finales de los noventa, tiene casi 80 metros de altura y 18.000 metros cuadrados de espacio de oficinas. Distancia hasta Ramala, en la Ribera Occidental: 44 kilómetros, una hora y 19 minutos en coche

Rahel, 31 años

Comercial en Tel Aviv

"La primera vez que vi un palestino fue en otoño de 2003, en la zona norte de Cisjordania, durante una inspección de las carreteras. Acababa de ser reclutada y estábamos construyendo el muro. Unos meses antes, el padre de una amiga del colegio había sido víctima de un atentado suicida en Tel Aviv. Fue horrible. La explosión le había destrozado por completo el brazo izquierdo y parte de la pierna izquierda, y le había quemado una oreja. Me planté delante del palestino y pensé: 'Pedazo de mierda'. Me sentía segura: éramos cuatro y él estaba solo. Créeme, no me gusta recordar aquello.

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Cuando terminé el servicio militar, mis compañeros se trasladaron a EUA o a la India para desconectar. Yo me mudé a un asentamiento cerca de Ramala, en la Ribera Occidental, donde la vivienda está a mitad de precio que en Tel Aviv y es de nueva construcción. Desde la ventana de la cocina veía el pueblo palestino. Veía a los niños jugando, a las madres trabajando en los campos y a los hombres ancianos hablar y fumar junto a la carretera. Solía pasar muchos momentos mirando por la ventana de la cocina. Una vez me puse a llorar, sin más. No, nunca hablé con ellos; ¿cómo podría hacerlo? Había una valla entre nosotros. Nosotros teníamos nuestras propias calles, nuestra línea de autobús, nuestros taxis, supermercados, escuelas y el ejército. Aquello empezó a pasarme factura y no podía dormir por la noche. Fue entonces cuando decidí hablar con Dori, mi marido: 'Vayámonos de aquí; es nuestra tierra, ¿no?'. Por aquel entonces estaba embarazada, y Dori me respondió: 'Mujer, estás sensiblona'.

Hoy, gracias a Dios, vivimos en Tel Aviv. Cuando hace buen día, después del trabajo, me llevo a mis hijos a la playa o a pasear por la playa. Esta zona es muy bonita, limpia y tranquila. No pienso mucho en el muro, pero sé que está ahí, y por idiota que suene, sigo temiendo la ira de los palestinos. No puedo evitarlo".

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Febrero de 2015, zona de acceso prohibido a los palestinos: la calle Shuhada, en su día una de las más importantes que cruzaban Hebrón, está ubicada en el distrito H2, en el que 800 colonos israelíes nacionales religiosos viven entre 30.000 palestinos.

Bassam, 24

Hebrón, en la Ribera Occidental, diseñador gráfico

"Quiero irme de este asqueroso país, estoy harto de él. Ya sé que no se puede decir en voz alta, pero si vas en coche hasta Hebrón verás lo mala que es la situación. Crecí allí, créeme, sé de lo que estoy hablando. ¿Qué efecto tiene el muro en nosotros? Nos vuelve medio tontos, ese es el efecto que tiene en nosotros. Nos repetimos a nosotros mismos que nunca nos vencerán, que no nos expulsarán, que un día nuestra tierra será libre. Y lo convertimos en un culto, cuando en realidad estamos completamente confundidos. Desde que era pequeño he oído a mi padre decir: 'Bassam, ten paciencia, el momento llegará'. Pero nunca llega. Porque el muro nos roba nuestro tiempo, a todos nosotros, también a los israelíes. Mientras tanto, no hay progreso. Los almendros florecen, las olivas caen de los árboles, después los almendros regresan y antes de que te hayas dado cuenta las olivas han vuelto a caer. No pasa nada más. Nada cambia".

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Octubre de 2015, campamento de refugiados Balata, cerca de Nablus: más de 20.000 personas viven en el campamento de refugiados más densamente poblado de la Ribera Occidental

Benjamin, 38

Chadera, en Israel, banquero y antiguo artillero de carros de combate 

"A nuestro paso íbamos derribando edificios, los tejados de uralita salían volando, las losas del pavimento se rompían como porcelana. Como en una película, solo que era real: era una respuesta al cobarde ataque terrorista de Netanya, en marzo de 2002. Nos dijeron: partid hacia la Ribera Occidental, tanto si es Sabbath como si no. Así que allí estábamos, en el taque, cruzando a través de Nablus hacia Balata. Imagínatelo: entrar en un campo de refugiados dentro de un carro de combate. ¿Sabes lo estrecho que es eso? ¡Es un laberinto! Un nido de terroristas, nos dijeron, vienen de todas partes, desde la izquierda, desde la derecha, desde arriba… Y salen de sus agujeros como ratas, pero llevando granadas. Quería cagarme en los pantalones, así de asustado estaba. Abrimos fuego tres veces aquel día, pero con toda nuestra artillería. Después de todo, habían bombardeado a nuestra gente. Es decir, solo nos estábamos defendiendo. Cualquiera habría hecho lo mismo.

Actualmente vivo en Chadera, me gano bien la vida, salgo con mis amigos, paso las vacaciones en España o Portugal. A veces pienso en Nablus. Me imagino cómo es la vida allí. Solo estuve allí una vez, dentro de un tanque".

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Febrero de 2016: enfrentamiento entre adolescentes palestinos y soldados israelíes en el exterior del campamento de refugiados Jalazone

Meir, 40

Tel Aviv, en Israel, profesor universitario y antiguo soldado de infantería 

"¿Una guerra? Estuve de servicio durante toda la segunda intifada, pero nunca estuve en una guerra. ¿Quién era el otro ejército? ¿Aquellos críos con piedras, cócteles molotov y neumáticos ardiendo? ¿Aquellos tipos duros con sus armas rotas, viejos como las granadas y bombas que arrojaban o utilizaban para inmolarse? Mira: nosotros éramos miles, con carros de combate, helicópteros, los mejores rifles del mundo, con cascos, chalecos antibalas, emisoras de radio y dispositivos de visión nocturna, todo lo que quieras. ¿Nos convierte eso en héroes? ¿O a los mártires palestinos? Qué cantidad de mierda. Yo lo veo así: ellos juegan con nosotros y nosotros jugamos con ellos. Un juego, nada más. Con la mera adición de personas muertas. Y todavía más personas heridas, asustadas y rabiosas. Este conflicto me importa una mierda, no quiero volver a oír ni una palabra sobre él".

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Febrero de 2016: control en uno de los más de 200 puestos de control que hay en la Ribera Occidental

Leah, 72

Jerusalén Este, granjera 

"¿De verdad queremos esto? ¿La lucha durante todos estos años, las humillaciones diarias, el odio por ambas partes? ¿El muro? Quizá deberíamos dejar de ondear banderas y, en lugar de ello, expulsar a nuestros políticos del país. ¡Que se ocupen de sí mismos! Yo al menos sé lo que quiero: que los niños puedan jugar y no tengan que temer a todo y a todos. Una casa abierta donde nadie desconfíe del otro. Una buena cosecha. Volver a ver el mar una vez más. Una antena en mi tejado que funcione por una vez. Y poder tener algún día tranquilo con Mahmoud, mi marido. Porque pronto morirá y yo estaré sola".