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El purgatorio de los deportados

Miles de migrantes adictos a la heroína viven en tiendas de campaña y cuevas en la canalización del Río Tijuana.

Avimael, El Cocho, y su novia Marta Gómez, de 42, dentro del ñongo, que Cocho cavó. Fotos por David Maung.

Cada año, más de 30 millones de personas cruzan la frontera entre Estados Unidos y México a través de la garita de San Ysidro. Es el cruce migratorio terrestre con más tráfico en el mundo y, en algún momento, la zona entre San Diego y Tijuana fue también el lugar más popular para cruzar la frontera ilegalmente. Sin embargo, con la implementación de la Operación Guardián en 1994, se amplió el muro y se instalaron más puntos de control y patrullas fronterizas. Recientemente, la implementación de sensores de movimiento y aviones no tripulados han convertido a Tijuana en una de las fronteras más vigiladas de todo el continente. Ahora los migrantes que no tienen papeles tienen que buscar otras vías para cruzar, como el desierto de Sonora, donde los riesgos son mucho más altos y cientos de personas mueren cada año.

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Actualmente, cuarenta por ciento de los migrantes mexicanos que son deportados de Estados Unidos, entran por Tijuana, sin importar en dónde los hayan atrapado ni su lugar de origen. Un buen número de ellos se ha asentado en la canalización del Río Tijuana en el norte de la ciudad, en una zona conocida como el Bordo, donde viven en condiciones de extrema pobreza.

Hace algunos años, diversos albergues y ONGs que operan en la ciudad, se enfocaban en ayudar a migrantes en su camino hacia Estados Unidos, pero hoy, su trabajo principal es apoyar a los recién deportados. Según el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), 409,849 migrantes fueron deportados en 2012, y un reporte reciente de la organización Social Scientists On Inmigration Policy asegura que de seguir el mismo ritmo, más de dos millones de personas habrán sido deportadas por el gobierno de Obama para 2014, más que durante ningún otro presidente norteamericano.

Micaela Saucedo dirige el albergue Casa Refugio Elvira, ubicado a unas cuadras de el Bordo, y ha trabajado con migrantes desde hace más de 30 años. “Antes la frontera no estaba tan vigilada, cruzabas rápidamente. En aquellos años, en el ‘65, ‘66 era otro mundo” nos dijo mientras caminábamos hacia el Mapa, una plaza pública donde deportados e indigentes se congregan para recibir comida de las diferentes ONG que trabajan en la zona. “Lo deportados llegan con la idea de que es muy fácil cruzar otra vez”, nos explica Micaela, “pero no saben que la frontera ya está blindada, es muy difícil cruzar”.

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Seguimos caminando hasta el Bordo, un lugar inhóspito, donde el agua sucia de la ciudad se queda estancada en el concreto del canal y riega los pocos arbustos que esconden las improvisadas tiendas de campaña hechas con palos y plásticos. Del otro lado del Bordo está el muro fronterizo, y justo atrás, ya en San Diego, se puede ver el lujoso mall Las Americas.

¡Gallo!” grita Micaela. De un hoyo en el suelo sale un hombre y nos saluda cacareando. Delfino López, mejor conocido como el Gallo, tiene alrededor de 30 años y nunca se quita su gorra con un gallo de pelea bordado. Él es una de las tres mil personas que, se estima, viven en el Bordo. Como muchos de sus vecinos, Gallo vivía en Estados Unidos. Cruzó la frontera ilegalmente en 2005 y trabajó en la construcción durante seis años para enviar dinero a su esposa e hijos en Puebla.

Hace dos años, tuvo un problema con su casero, quien en venganza lo denunció con la ICE y fue deportado. Desde entonces no ha visto a su familia y se niega a buscarlos hasta que no consiga un buen trabajo para poder mantenerlos. Para él, trabajar en “el otro lado” es la única forma de ganar dinero. “No queda otra que seguir pa’ adelante con las ilusiones, no quiero regresar como una persona derrotada”, nos dijo.

Gallo nos invitó a pasar a su casa improvisada, una especie de cueva que cavó hace tiempo, de no más de un metro y medio por dos. Estas cuevas, a las que les llaman “ñongos” empezaron a aparecer hace algunos meses. Hoy existen aproximadamente 300 ñongos en el Bordo, mientras que el resto de los deportados siguen viviendo en tiendas de campaña de palos y plástico o dentro de las compuertas del drenaje. La entrada estaba hecha con el marco de una televisión vieja que sirve como puerta. Según Gallo, su casa era muy resistente, la había reforzado con materiales que había encontrado tirados como madera, plásticos y costales de arena. También nos presumió orgulloso que cuando llueve no entra agua y que la gente puede caminar por encima de su casa sin que se colapse.

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Gallo guarda objetos que encuentra en la calle: una calavera de Halloween, un hacha de plástico, el volante de un triciclo cuyo claxon usa como timbre, una cobija de Campanita y un montón de juguetes rotos que utiliza como decoración. Ahí duerme y se protege del frío y también de la policía. “Le tengo miedo a la placa, que viene y nos quema nuestra casas” nos dijo Gallo, “nos tachan de drogadictos y de rateros”.

“La primera vez les quemaron todo, llegó la policía, con la máquina destruyendo todas sus casitas y pues les prendieron fuego”, agregó Micaela. “La segunda vez llegaron y aventaron unos botes con gasolina, no veían si había gente o no, y varias personas resultaron quemadas. La tercera vez, lo mismo. Yo he estado ahí varias veces que han quemado”.

Seguimos caminando por la orilla del canal hasta encontrar una hielera que cubría la entrada a otra construcción subterránea. Micaela tocó y del pequeño hoyo salió Avimael el Cocho Martínez, quien también nos invitó a conocer su ñongo. El Cochotúnel, como él lo llama, era mucho más amplio que el del Gallo, y según Cocho, hasta 16 personas han llagado a dormir ahí. Al igual que Gallo, Cocho llegó al Bordo hace dos años, después de ser deportado y extraña brutalmente su vida en EU.

“Estuve un buen tiempo en Estados Unidos” nos contó. “Mi meta era el sueño americano. Mi familia está bien pero la mayoría de mi patrimonio se quedó allá. Dejé una familia y mi trabajo, allá tenía mi propio negocio, un taller de coches”. Cuando le pregunté cómo se comparaba su vida en el Bordo a la que tenía en Estados Unidos, sus ojos se empezaron a llenar de lágrimas. “Comíamos como la gente normal, este lugar es terrible en realidad, no se puede comparar con nada. Allá se disfruta la felicidad, tengo muchos gratos recuerdos y ahí es de donde viene la tristeza; éste es un lugar de vicio, aunque tratamos de no meternos en eso”.

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Las historias de Gallo y Cocho no son excepciones en el Bordo, la mayoría de los que viven ahí tenían trabajos en Estados Unidos y dejaron una familia e incluso hijos con nacionalidad norteamericana del otro lado. La mayoría fueron deportados por infracciones como manejar con aliento alcohólico o denuncias de violencia intrafamiliar.

Según nos explicó Víctor Clark Alfaro, director del Centro Binacional de Derechos Humanos, en Tijuana, los mexicanos que son deportados de EU, se pueden dividir en tres categorías generales: “estimamos que un treinta por ciento son mexicanos que vienen de prisiones o que pertenecen a pandillas. Otro treinta por ciento se trata de mexicanos que trataron de cruzar ayer, la semana pasada o hace un mes y fueron arrestados y los deportaron. Ellos van a intentar volver a cruzar. Y el resto se trata de mexicanos que han vivido largas temporadas en Estados Unidos y aquí nadie los contrata, no tienen identificaciones y son discriminados. Son mexicanos, pero son como indocumentados en Tijuana”.

Los mexicanos indocumentados son una parte fundamental de la economía de Estados Unidos, ofreciendo mano de obra barata para el campo, fábricas, restaurantes y muchas otras industrias. Al mismo tiempo, son una parte esencial de la economía mexicana. Las remesas que envían los migrantes representan el segundo lugar en captación de divisas, sólo después del petróleo.

Uno de los habitantes del Bordo se baña, con el muro fronterizo de fondo.

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“El estado [mexicano] tiene una enorme responsabilidad en proporcionarle a los migrantes alimentación gratuita, hospedaje gratuito, identificaciones inmediatas, una bolsa de trabajo”, nos dijo Víctor. “Debe orientarles de manera precisa con relación a todos los servicios que se ofrecen en la ciudad. El año pasado los migrantes enviaron a México más de 24 mil millones de dólares así que nos parece justo que cuando son deportados, el estado les regrese algo a cambio”.

Para la mayoría de las personas que viven en el Bordo es prácticamente imposible encontrar trabajo, por eso terminan dependiendo de las ONGs y grupos religiosos para cubrir sus necesidades básicas. Una de las organizaciones más importantes es el Desayunador del Padre Chava, ubicado a sólo una cuadra del Bordo. Ahí todos los días sirven comida para más de mil personas.

El Padre Ernesto Hernández, quien dirige el desayunador, nos explicó cómo una persona deportada puede ir de tener una vida digna, cómoda y productiva en Estados Unidos, a convertirse en un indigente en tan sólo diez días. Una vez que regresan a México, se gastan el poco dinero que traen en hoteles baratos o albergues, donde sólo los pueden recibir por un par de días, mientras buscan trabajo. La mayoría no encuentra y terminan viviendo en las calles, en donde son hostigados por la policía. Así terminan en el Bordo.

“Mucha de la gente que es deportada, tenía ya muchos años en Estados Unidos”, nos confirmó el Padre Ernesto. “Tienen una familia, su esposa, sus hijos, y que al ser deportados se quedan en esta ciudad con la idea de sentirse más cerca de los suyos. Tijuana ya no es una ciudad de migrantes en tránsito, sino de migrantes que se estabilizan aquí”.

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El Padre Ernesto nos presentó a Joaquín, un hombre originario de Michoacán, de casi 40 años, que vivió como indocumentado durante 22 en EU antes de ser deportado, en 2012. Lo deportaron “por no pagar el sticker de la troca”, según nos dijo. Su esposa, ocho hermanos, sus papás y cuatro hijos (dos de ellos con nacionalidad norteamericana) viven aún en Perris, California. Joaquín espera que una vez que haga su declaración de impuestos (usando un número de Seguro Social que le presta un amigo) de su taller de soldadura en California, le regresen por lo menos tres mil dólares para poder pagarle a un coyote que lo ayude a cruzar. Mientras tanto, trabaja como voluntario en el desayunador, donde le dan hospedaje y comida.

La economía de Tijuana ha cambiado drásticamente durante la última década. A principios del 2000, la Avenida Revolución estaba llena de gringos borrachos que viajaban a México para destruirse el fin de semana y comprar Xanax y Viagra en cualquier farmacia. Pero, en 2006, cuando el cártel de Sinaloa empezó a luchar por el territorio contra el cártel de Tijuana, todo cambió. En 2008 se registraron por lo menos 844 asesinatos, y durante los siguientes dos años la violencia continuó con índices similares. Los asesinatos y la violencia han disminuido recientemente, en parte por el trabajo de la policía y el ejército y en parte porque el cártel de Sinaloa se impuso en la ciudad. Actualmente, se vive un ambiente muy distinto, la Avenida Revolución ha sido tomada por la gente local y los restaurantes y bares han vuelto a abrir. Las escena musical, con el ruidosón y otras propuestas empiezan a sonar en el resto del país y la prensa internacional empieza a hablar de la cocina Baja Med. Hoy Tijuana es divertida, movida y, en general, se siente más o menos segura.

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Para entender mejor la situación del Bordo, acompañamos al subdirector de la Policía Municipal, Armando Rascón, mientras patrullaba la zona norte de la ciudad, ubicada entre el río y la zona turística. En la zona norte es donde se encuentran la mayoría de los albergues, casas que funcionan como picaderos de heroína y la zona de tolerancia, llena de hoteles de paso, burdeles y strip clubs de hasta cinco pisos.

“El problema del canal es muy serio y está creciendo”, nos explicó Rascón. “La gente que vive en el canal no se preocupa por comer. En la mañana se forman con el Padre Chava para desayunar. A las cuatro de la tarde un grupo cristiano les trae de comer. Por la noche llega un grupo de americanos que vienen a hacer labor social y les traen otra vez pan, chocolate, café. Esta gente se preocupa por obtener dinero para la droga que consume, porque la mayoría ya son adictos. Y es cuando salen del canal a arrebatarle la bolsa a una persona, o una cadena, a robarse lo que encuentran a la mano”.

Armando continuó explicándonos la estrategia de la policía: “Nosotros vamos y desbaratamos todo lo que tienen ahí construido. Pero más tardamos nosotros en desbaratarlo que ellos en volverlo a construir. Es como un juego”. Cuando le pregunté sobre lo que nos contó Micaela sobre la policía quemando ñongos y tiendas de campaña en el Bordo, nos aseguró que sus oficiales jamás harían algo así y argumentó que los residentes del Bordo han causado los incendios de forma accidental, mientras cocinan o queman llantas en invierno. Sin embargo, la mayoría de las personas del Bordo con las que hablamos le tienen pavor a la policía, y aseguran que han sufrido abusos e incluso han sido golpeados por ellos.

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Bajamos con la patrulla hasta el fondo del canal, donde Rascón señaló unas compuertas gigantes de drenaje, y nos contó que en su interior vive mucha gente en completa oscuridad. “Una manera de tenerlos controlados es aquí dentro del canal” nos dijo. “Que el problema no nos lo lleven allá a la calle, que no vayan a robar, que no nos asalten al turismo. Tenemos que cuidar a la gente que cruza a Estados Unidos y la que viene de allá. A nosotros lo que nos compete es la seguridad de los ciudadanos de Tijuana, del turismo y del comercio. ¿Cómo damos seguridad? Dando presencia, haciendo operativos, retirando a la gente de la calle”.

Cocho saliendo del Cochotúnel.

Cuando le preguntamos su opinión sobre posibles soluciones para este problema, nos dijo: “Tendríamos que empezar porque las deportaciones las hicieran al interior de la república, vía aérea, que no los estén sacando aquí. En la zona centro, el 86% de los delitos son por esta situación. El día que no tengamos esto, va a bajar el índice de delincuencia. Este es un problema que tenemos que resolver de manera social, no es estarlos levantando, estarlos reprimiendo, así no lo vamos a resolver”.

El gobierno mexicano tiene un programa de apoyo para personas repatriadas, pero no es ni medianamente suficiente. El programa consiste en ofrecerles una llamada gratuita, un poco de alimentación, atención médica y una identificación provisional (que muchas veces no es reconocida ni por los policías ni por potenciales empleadores), pera más allá de eso, no hay un programa integral que los ayude a restablecerse en México.

Después de pasar un tiempo en el Bordo, es fácil darse cuenta de que la mayoría de la gente que vive ahí son adictos a la heroína y a otras drogas duras como el cristal, lo cual no ayuda a la percepción que la policía y la población en general tiene de los habitantes del canal. Una dosis de heroína se puede conseguir hasta por 25 pesos, y la mayoría de las personas con las que hablamos nos dijeron que se inyectan entre tres y cuatro veces al día. Mucha de esta gente consigue el dinero para pagar su dosis recolectando metal o lavando vidrios de coches, y la policía asegura que muchos de ellos también cometen robos menores para sostener sus adicciones.

La doctora Remedios Lozada, coordinadora estatal del programa de VIH Sida de la Secretaria de Salud, ha establecido un programa de intercambio de jeringas dentro del Bordo, uno de los pocos que existen en el país, con la finalidad de reducir el riesgo de contagio de VIH y hepatitis. “Dentro del canal, más del 90 por ciento son usuarios de drogas inyectables. Pero el cien por ciento consume algún tipo de drogas”.

Acompañamos a la doctora Lozada y a un grupo de voluntarios a uno de estos intercambios. Manejamos hasta un campamento en una zona del canal donde había más vegetación. Estacionamos las camionetas e inmediatamente vimos cómo más de 30 hombres salieron de los arbustos para acercarse a la mesa que habían instalado los voluntarios. Cada persona llevaba más de una docena de jeringas usadas en las manos, algunos de ellos las llevaban puestas detrás de su oreja como si fuera un lápiz. En cuanto recibieron las jeringas nuevas, empezaron a cocinar la heroína o “chiva”, como le dicen, en cucharas de plástico. Muchos de ellos tienen ya dificultad para encontrarse las venas así que se pican donde pueden: en el cuello, las piernas o entre los dedos.

Me acerqué a un hombre, una vez que terminó de inyectarse con una de las jeringas nuevas, y me contó que a él lo habían deportado directamente desde una prisión en California. Cuando le pregunté si prefería vivir en la cárcel en Estados Unidos o ahí en el Bordo, me contestó que en la cárcel por lo menos tenía comida y un lugar con techo donde dormir.

Nuestra siguiente parada fue debajo de un puente donde estaban reunidas unas cien personas. Nuevamente los voluntarios instalaron la mesa para realizar el intercambio de jeringas y también repartir condones. Nos dimos cuenta de que un joven con una sudadera nueva y tenis de marca no dejaba de mirarnos, era evidente que no pertenecía ahí y pronto dedujimos que era el “tirador” mayorista que estaba ahí para entregar mercancía a un dealer local. Decidimos que era momento de irnos.

Busca nuestro nuevo documental sobre deportados que viven en el Bordo, El purgatorio de los deportados.