FYI.

This story is over 5 years old.

18+

Aprende a venirte sin tocarte

Tuve que repetir tantas veces la palabra "vente" que empezó a perder su significado y empecé a sentirme ridícula, pero valió la pena: había logrado tener un orgasmo sin tocarme.

Fotos por Ahtziri Lagarde.

Estaba extendida boca abajo sobre mi cama, leyendo, mientras apretaba y relajaba las nalgas repetidamente. Me dolían los glúteos de una manera absurda porque mi instructor había enloquecido asignándome una rutina para vigoréxicos. Cada vez que relajaba los glúteos después de haberlos tenido en tensión por algunos segundos, una sensación de placer se extendía por todo mi cuerpo haciéndolo muy feliz. Era un placer casi sexual, no obstante un nexo de esa índole pareciera inexistente. No estaba rozando ni mis pezones, ni mi clítoris; tampoco estaba pensando en nada perverso o excitante. Todo era muy extraño, así que me levanté un segundo para reflexionar qué diablos estaba pasando con mi cuerpo. Cuando lo hice, tenía la entrepierna completamente mojada y en el espejo noté que mis pezones estaban erectos. O sea, mi cuerpo estaba teniendo una reacción sexual y yo, ni en cuenta.

Publicidad

Mi vida sexual siempre fue complicada. Vengo de una familia ortodoxísima —al menos en apariencia—, en la que se creía que yo debía llegar virgen al matrimonio. Sí, ya sé que esto me hace ver como de 50 años, pero de hecho, soy una chava que aún no llega a los 30.

Afortunadamente, mi vida sexual no fue como esperaban mis padres, pero debo mencionar que el tipo de entorno en el que crecí me llevó a mitificar el orgasmo. La primera vez que tuve uno, no supe ni qué pasó. Lo único que recuerdo es que tenía alrededor de doce años y en una de esas noches de pubertad, en las que ves el universo en tu techo, el roce de las sábanas sobre mi clítoris me produjo una sensación muy placentera. No sé si de niña me habré masturbado inconscientemente, pero recuerdo que esa sensación no me resultó familiar; era una sensación nueva que me relajaba y me hacía reflexionar con otro humor el curso de las cosas. En mi ignaro camino rumbo al orgasmo, ningún pensamiento de lujuria se atravesó; mi repertorio era nulo y todavía jugaba con las Polly Pocket. El orgasmo fue sólo un lugar de llegada; un rincón placentero y relajante que me ayudaba a conciliar mejor el sueño. No fue si no hasta los 15 años, cuando uno de mis mejores amigos me confesó cómo la masturbación era un vicio que lo atormentaba, cuando entendí que yo también me masturbaba. Gracias a este evento, la práctica empezó a atormentarme a mi también, dejándome con una sensación tremenda de culpabilidad cada vez que lo hacía.

Publicidad

El día que perdí mi virginidad, mi percepción del sexo comenzó a mejorar. Estaba haciendo algo prohibido y decepcionante para mi madre, pero era un precio que podía pagar tranquilamente por hacer el amor con el hombre que amaba. Vivimos una sexualidad totalmente desinhibida que me enseñó que el sexo tenía una cara muy diversa a la que me mostraba Cinema Golden Choice. Él tenía novia y yo era la amante adolescente con la que podía hacer todo lo que ella no le permitía. En resumen, fue como hacer un master antes de acabar la preparatoria.

Desde entonces he explorado mi sexualidad intermitentemente, pero digamos que cuando no estoy en pausa, me gusta tomarme en serio la cuestión. ¿Qué puedo hacer? Soy una perfeccionista.


Relacionado: Instructivo para masturbarte con un jengibre y retorcerte de placer


Mi primer logro sexual fue un orgasmo en pareja. Sí, no nos hagamos tontos. Nos hacemos expertos del tema y de mente muy abierta, pero muchos aquí nunca han tenido un orgasmo en pareja. No se preocupen, pasará. El segundo logro fue tener un orgasmo únicamente a través de la penetración. Yo ya estaba comenzando a pensar que mi vagina estaba defectuosa y que mi clítoris era la única parte funcional, cuando un día, sucedió.

Estos dos logros me sugerían insistentemente que el cerebro es el órgano sexual más importante y que al igual que la felicidad, mi plenitud sexual probablemente dependía de mí y no de factores externos, pero supongo que simplemente hay verdades a las que uno prefiere mostrarse necio y escéptico.

Publicidad

El tercer logro llegó para hacer de estas sugerencias un hecho. Empecé el año enterándome de que las mujeres eran capaces de eyacular y aunque me enseñaron videos y hasta hubo quien me afirmó personalmente que le había sucedido, no quise creerlo. Poco después, emprendí un experimento para desmentir la cuestión, encerrando en mi habitación a una pareja de amigos expertos en el tema y no dejándolos salir hasta que me probaran lo contrario. No tardaron mucho en volver a la cocina para echarme en cara su triunfo. Desde ese día, lo intenté desesperadamente por tres años, pero no sucedió hasta que precisamente dejé de intentarlo desesperadamente. Pocas semanas después de haber levantado bandera blanca, en una tarde lluviosa —valga la redundancia— logré eyacular. Ya se imaginarán, estaba tan feliz y orgullosa de mi vagina que quería casarme con ella.

No necesité esforzarme demasiado para encontrar el factor común entre estos logros: mi mente. A los doce años disfrutaba de una sexualidad que aunque inconsciente, era plena. Desde que le apliqué una —errónea— consciencia a ésta, todo empezó a complicarse. Mi vida sexual con mi primera pareja era intrigante y emocionante, pero nunca tuve un orgasmo. En mi enajenamiento, estaba tan preocupada por complacerlo y parecerle una ninfa, que me olvidé de mí. Disminuí tanto la importancia de mi orgasmo, que era yo misma la que no tenía la paciencia para siquiera intentarlo. Caí en el típico error de estar demasiado ocupada en el hacer como para preocuparme por el sentir. Aunque nunca fingí el placer que probé, sí fingí todos mis orgasmos. De hecho, el día que tuve mi primer orgasmo en pareja, así como el día que tuve uno por medio de la penetración, no estaba preocupada por nada; tenía la certeza de que esos hombres no me iban a abandonar aunque hiciera las caras más raras o me tardara cien años. Relajarme era clave. Eyacular sólo fue una prueba más de esta afirmación, sin embargo, fue la que me ayudó definitivamente a volverme más abierta y receptiva con el sexo.

Publicidad

Repasé con curiosidad todos mis fiascos sexuales, imaginándome cómo hubieran sido si los hubiera vivido con otro tipo de consciencia. En especial, pensaba mucho en un amante que tuve, fijo en una sola imagen: él hincado al lado de la cama, desnudo y concentrado, escuchándome atentamente para venirse. Aunque el sadomasoquismo nunca fue lo mío, él mantuvo mi interés con las cosas insólitas que hacía: podía venirse nada más escuchando mi voz y o que le decía; apenas rozaba de vez en cuando sus pezones con la yema de sus dedos. La situación me resultaba fascinante porque no lograba entenderla; por un lado, la experiencia ya había comenzado a sugerirme que el sexo no respeta tabúes, pero por otro, este tipo podía ser un esquizofrénico. La relación terminó y yo registré esa imagen en mi cabeza simplemente como una vivencia bizarra, no como lo que realmente era: Neurosexo.

El Neurosexo es una técnica de autoestimulación sexo-mental que tiene sus raíces en diversas prácticas tántricas de oriente pero que se dio a conocer en occidente por los pioneros estudios del ginecólogo William Masters y la sexóloga Virginia Johnson a fines de los años 60 y 70, durante la revolución hippie y el boom del sida. Algunos años después, entró en acción Barbara Carrellas, una sexóloga que se hizo famosa en Nueva York por aprender y desarrollar técnicas neurosexuales para ayudar a la gente que buscaba una alternativa al sexo convencional por temor a contagiarse. Dato curioso: un porcentaje de esas personas se volvió autómata sexual.

Publicidad

¿Tenemos idea del verdadero potencial del Neurosexo? Si pudiéramos manipular nuestra sexualidad a través de la mente, no importaría más el tamaño del pene o de los senos, no habría más eyaculaciones precoces ni orgasmos difíciles y el cáncer no tendría estragos tan trascendentales en nuestra vida sexual. ¡Qué revolución!

Definitivamente, el Neurosexo no es una propuesta para sustituir nuestra vida sexual, si no para enriquecerla y por eso, ninguno de nosotros debería continuar perdiéndoselo. Digo, si lo ha hecho Lady Gaga, todos podemos lograrlo. ¿Qué esperan? ¡Pongamos manos —pero sin manos— a la obra!


Relacionado: La ciencia del orgasmo femenino


Para empezar, hay que relajarse. Entre más tensos estemos, más propensos seremos a tener un orgasmo mediocre. Después, hay que poner MUCHA atención a las conexiones en nuestro cuerpo y ver qué es lo que mejor funciona para cada quien. Por ejemplo, a mí me funcionaron unas contracciones.

Después de haberme visto al espejo, aparentemente excitada, regresé a la cama y decidí repetir la operación; necesitaba averiguar qué estaba pasando en mi cuerpo. Poniendo atención y consciencia a cada detalle, descubrí que el movimiento de mis nalgas, en cierto modo, provocaba una sensación tan placentera en mi cuerpo que éste mandaba una señal a mi cerebro y éste, a su vez, provocaba una contracción vaginal. Era como si mi cerebro y mi cuerpo se estuvieran engañando mutuamente por una buena causa. De pronto, me pregunté: Si pudiera ordenarle a mi cuerpo que reproduzca todas las sensaciones que prueba en un encuentro sexual, ¿podría llegar a tener un orgasmo?

Lo volví a intentar, pero esta vez no hice nada más que ordenarle a mi mente que reprodujera sensaciones placenteras. Probé con diversos tipos de contracciones, las combiné entre ellas, jugué con los ritmos, y todo, aparentemente inmóvil. Al inicio, era torpe y no lograba mantener una cadencia, pero poco a poco, mi respiración comenzó a cambiar, algunas gotas de sudor empezaron a humedecerme el rostro y hasta podía escuchar latir a mi corazón. Los síntomas de un orgasmo eran bastante evidentes, aunque, ¡un momento!, también podían ser síntomas de un paro cardíaco. ¿Y si por andar de caliente me estaba provocando un infarto? Empecé a despedirme mentalmente de mis seres queridos; había llegado muy lejos como para detenerme. Era o todo o nada. Podía sentir cómo mis calzones se me pegaban de lo mojados que estaban. "Vente", me dije, "Vente, vente, vente". Ok, no les voy a mentir: me lo tuve que repetir tantas veces que la palabra empezó a perder su significado y empecé a sentirme ridícula, pero valió la pena. De un momento a otro, una ola de placer estaba arrasando con todo mi cuerpo haciendo que todos mis músculos vibraran simultáneamente. Fue increíble. Naturalmente, no veía la hora de repetirlo, pero la experiencia había sido demasiado extenuante como para hacerlo inmediatamente. Estaba cansadísima, el corazón se me iba a salir del pecho y tenía manchas rojas en el cuello, sin mencionar que traía los calzones prácticamente tatuados. Lo volví a hacer el siguiente domingo por la mañana, una que otra tarde después del gimnasio y así eventualmente.

Aunque fue algo muy innovador, no se puso de moda en mi cuarto; sólo fue una opción más en el menú. Creo que aún soy una romántica cavernícola que aprecia demasiado el olor de mi pareja y la danza de la conquista como para volverme un autómata sexual. Tal vez me sea muy útil a los setenta años, tal vez lo haga mañana, pero de ahora en adelante, cada vez que vea a alguien muy concentrado, me preguntaré: ¿Estará teniendo un orgasmo?