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Hijo de la ira

Ayotzi y yo

Mi relación con Ayotzinapa nunca ha sido buena. Con 14 años en el periodismo, siempre he sido crítico de algunos de sus usos y costumbres. Sin embargo, con la noche del 26 de septiembre todo cambió.

Foto por Hans-Maximo Musielik. De la serie "La escuela normal de Ayotzinapa antes y después de la desaparición de los 43 estudiantes".

Mi relación con Ayotzinapa nunca ha sido buena.

Con 14 años en el periodismo (al menos cinco de ellos ejercidos en Chilpancingo, la ciudad que más resiente la influencia de esta escuela normal), siempre he sido crítico de algunos de sus usos y costumbres; de cierta rebeldía que se esfuma al salir del plantel (varios de sus egresados son ahora prominentes priístas, funcionarios del SNTE o defensores del sistema contra el que lucharon de jóvenes) y de su coto de poder que mantenían dentro de la escuela.

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Leí con ternura, cuando un periódico extranjero aseguró que todos los chicos en esa normal leen ávidamente y afirmó que es una de las escuelas que más leen. Conozco a muchos egresados cuyo hábito lector es tan enclenque, como el de cualquier mexicano promedio.

Sin embargo, con la noche del 26 de septiembre todo cambió. Absolutamente todo.

Para los guerrerenses, Ayotzinapa es la punta del iceberg. Un iceberg de hartazgo, injusticias, pobreza, masacres, corrupción, nepotismo y de muchos malos políticos.

La historia reciente de Guerrero está plagada de despojos a campesinos, de abusos contra indígenas, de pobreza extrema, de desastres naturales, de matanzas impunes, de asesinatos sin responsables, de daños ambientales sin resarcir, de inocentes encarcelados, de saqueos a las arcas públicas, de muchos políticos enriquecidos de forma sospechosa y más recientemente, narcos, muchos narcos.

Todo eso me hizo guardar mis taras y salir a las calles.

Fue la primera vez en mi vida que participé en una marcha. Lo hice de manera voluntaria. Junto con mi familia, participamos en cada una de las movilizaciones de nuestra ciudad. Me tocó constatar que en las protestas había amas de casa, médicos, comerciantes, taxistas, obreros, pescadores, además de docentes y estudiantes. Vi a gente llorar, como si los desaparecidos fueran sus familiares. Jamás habría imaginado que un día yo saldría a protestar por Ayotzinapa.

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Pero como dice Borges, "la muerte es una vida que viene". La muerte de las seis personas en Iguala (hay dos normalistas heridos, de los que poco se habla) más la desaparición de los 43, nos metió en una vorágine de la que no sabemos cuándo vamos a salir. Nos hizo plantearnos la pregunta de cómo y por qué seguimos viviendo aquí, en esta entidad desbarrancada. Atenazada por el narco, la miseria y la corrupción. Pero además, nos hizo ver que nosotros, los que no somos deudos directos de esa infamia, también perdimos algo.

Perdimos la solidaridad que volcamos hacia a los padres de los 43, la cual disminuyó cuando otras "organizaciones sociales" tomaron el control de las movilizaciones. Perdimos la brújula, y cuando nos dimos cuenta, el PRI había regresado a la gubernatura, al Congreso local, a la mayoría de las alcaldías. Perdimos la capacidad de enojo: tan solo en Iguala, van 124 cuerpos que se han encontrado en 60 fosas clandestinas; mientras que Acapulco es la ciudad más violenta del país, con poco más de 600 ejecutados solo en 2015.

Perdimos la oportunidad de jalar la rienda de esa bola de vividores que se decían alcaldes, pues a las pocas semanas de la noche del 26 de septiembre, notamos la presencia de algunos grupos que desvirtuaron la exigencia principal del movimiento de los 43 y comenzaron a llevar agua para su molino. Eso alejó a mucha gente, la toma de alcaldías se diluyó. En diciembre de 2014, la mitad de alcaldías de Guerrero (sobre todo, las más importantes) estaban tomadas. Ahora no hay una sola.

Perdimos el sentido de justicia: de los 111 procesados por los hechos de Iguala, a ninguno se le ha dictado sentencia. Todos están señalados por delitos menores, ninguno por desaparición forzada. Perdimos el asco: Sebastián de la Rosa, el protector público de José Luis Abarca, fue nombrado coordinador del PRD en el Congreso de Guerrero. Y también la capacidad de vomitar: De la Rosa se ve como el siguiente candidato a gobernador.

También perdimos la confianza en la policía, en el Ejército y hasta en el procurador general de la república. Perdimos la fe en los medios de comunicación, ya no sabemos quién idealiza, quién miente y quien difama. Perdimos la Izquierda, o lo que creímos que era, aunque resultó más diestra que la derecha. Incluso, apenas va el primer aniversario de aquella noche infausta y hasta la indignación comienza a perderse en el olvido, como lo hicimos con Aguas Blancas y El Charco.

Ganó Ángel Aguirre, cuyo equipo parece fortalecido con la llegada del nuevo gobernador priísta: Héctor Astudillo. Ganaron Los Chuchos y su botín de curules a nivel federal y estatal, desde donde se erigen como los adalides de la justicia. Ganó el narco, que nos dejó ver su verdadero poder y saña, atemorizándonos más cada día. Ganó el hartazgo de ver que todo es una maraña inescrutable. Ganó la apatía, que seguro volverá a despertar cuando ocurra una vileza semejante.

@balapodrida