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Cultură

Ficción: Cabeza de perro

Un completo desmadre por culpa de un croissant mordisqueado que parecía un mojón de caca rubia.

Conseguí un fugaz empleo de estibador en almacenes de la Wilhelm-Kabus-Straße. Por más de 15 días tomé, en hora pico, el S2 en SüdKreuz, ese impersonal bastión de Schöneberg en cuyo interior (ballena transmoderna) media humanidad habla eslovaco y hay un montón de cámaras con letreros que dicen “Te Estamos Filmando” y existe un platillo típico llamado Burger King. Cada tarde, al salir del trabajo, tenía que viajar de contrabando desde ahí hasta el extremo norte de la Hundekopf, a Pankow, donde estaba montada mi tienda de campaña; una pareja de gays me había hospedado en su patio luego de que les enseñé, en una fiesta, a prender el carbón al viejo estilo coahuilense: usando sólo una servilleta, un puñito de azúcar, un chorrito de aceite y un cerillo.

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A veces, si me tocaba hacer transbordo de plataforma, salía de los andenes hasta un estanquillo y compraba una chela de a euro. Si no, nomás aguantaba. Al menos desde Potsdamerplatz a Nordbahnhof, el trayecto era un asco: trenes llenos.

El día de mi último recorrido (todavía no me enteraba de que los gays me habían echado tras un pleito de celos), gané asiento en el mero rincón de uno de los vagones, junto a una señora que hablaba por celular en una lengua marciana; o tal vez era húngaro. Frente a nosotros quedaban dos sitios vacíos. O casi casi: justo en la colindancia de ambos yacía, muy modoso y muy propio y muuuy bonito, un croissant mordisqueado. Parecía, visto de golpe, un espléndido mojón de caca rubia.

Lo chistoso empezó en Anhalter Bahnhof. Cada nuevo pasajero ponía cara de alegría al notar, desde atrás del respaldo, junto a la puerta rinconera, dos butacas vacías entre tanto cristiano de pie. Pero luego, al venir hasta acá para sentarse frente a mí y frente a la voz de celular con guardabajos de la húngara, se topaban con el cacho de masa babeada y, evidenciando su asco, giraban la cabeza hacia otra parte o se quedaban ahí de pie, mirando fijamente el croissant, haciendo muecas medio estúpidas y sujetándose fuertemente al tubo. Luego de unos instantes de vacío referencial, se trasladaban hacia otra área del carro.

El S2 terminó de colmarse en Potsdamerplatz. La indignación también. Algunos viajeros intercambiaban monosílabos (lo cual en alemán es muy difícil) y mutuas miradas reprobatorias: ¿cómo era posible que alguien, en este perfecto mundo luterano, se atreviera a dejar su bolo alimenticio sobre la silla de El Otro?… ¿Qué acaso no se enteran de que La Gran Pesadilla es el contacto sin control con fluidos y huellas digitales ajenos (a menos, claro, que se trate de románticos y ecológicos meados de zorro invisible dejados mansamente sobre el césped de Tiergarten, o de un tierno y silvestre erizo herido al que es necesario enviar al veterinario en taxi)?…

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Mientras el tren agarraba una curva cerrada para ingresar a la estación de Friedrichstraße, sonreí para nadie imaginando el destino de ese incómodo croissant en el caso de que su domicilio hubiera sido el metro de la ciudad de México. El 70 por ciento de los pasajeros lo habría botado al piso del vagón sin pensárselo siquiera con tal de adueñarse del asiento. Y, de paso, habría derribado a tres o cuatro pasajeros que intentaban hacer lo propio. El 30 por ciento restante se las habría ingeniado para, además, echarse el pan al bolsillo.

Con tal de aislarme emocionalmente de la cabina, acudí a un truco que nunca falla: entrecerrar los ojos como quien dormita y aferrarme a la botella de Berliner Kindl a medio consumir.

Una pareja de jóvenes entró al vagón. Él era guapo y atlético. La chica tenía unas facciones extraordinariamente bellas pero era un poco gorda. Ambos vestían ropa deportiva y llevaban sendos iPods en la mano. Ella no paraba de hablar en voz bajita. Él nunca respondió. Imaginé que el mal humor de la mujer se debía a que su novio la estaba obligando a bajar algunos kilos a punta de dieta, discursos de autoestima y jogging por el Mitte en hora pico.

Pasó lo mismo que antes: los chicos estaban a punto de sentarse cuando el croissant mordido (que a estas alturas se había vuelto ya una pieza de arte conceptual) les obligó a frenar en seco. La bella gorda soltó un par de grititos dirigidos a su compañero, como si él hubiera puesto el pan ahí. Mas luego, cuando ya casi llegábamos a la Oranienburgerstraße, con una valentía que dejaba en ridículo a decadentes hombretones herederos de inhóspitas cuanto extintas tribus bárbaras, la muchacha se inclinó y, con una delicadeza que la hizo bajar automáticamente al menos dos tallas a mis ojos, empujó tantito el pan con la punta de su iPod hasta incrustarlo en la rendija que se forma entre el asiento acojinado y la pared del vagón. Luego ordenó a su hombre instalarse junto a la ventanilla mientras ella, como si nada, se dejaba caer en la butaca del pasillo. Pensé: pendejo novio. Yo en su lugar me le hubiera echado encima a la novia en ese instante.

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Luego, de golpe, la carga de pasajeros se aligeró: los últimos parados descendieron en Nordbahnhof, y con ellos la húngara —pegada todavía al celular. El chavo atlético miraba cada tanto, de reojo, el cuernito clavado a la derecha de su asiento (supuse que temería que el pan resucitara de no sé muy bien qué clase de muerte) mientras la gorda seguía quejándose de algo invisible para mí. Lo hacía otra vez en voz muy baja —aunque ahora con menos mal humor. Así salimos del túnel e ingresamos a una zona arbolada mientras la voz automática anunciaba: Nächste Station…

Para mi sorpresa, la chava choby se paró, besó a la carrera los labios de su acompañante y se bajó del S-Bahn en Humboldthain: una estación con pinta engañosamente suburbana, rodeada de abedules. Cuando cruzó la puerta del coche la seguí con la mirada y volví a pensar: pendejo novio. Yo en su lugar la dejaba caminar un poquito y luego la acechaba: la-trip-cochinita-y-el-lobo-feroz. Entonces noté que el atlético joven me miraba fijamente mientras yo hacía lo propio con su chica. Me dio pena. Entrecerré otra vez los ojos y sujeté con firmeza mi botella de Berliner (vacía ya, para entonces).

En Gesundbrunnen, el vagón terminó de vaciarse. Al otro extremo quedaban una pareja de viejitos, un ciclista malencarado y una señora pellirroja. Pero acá, de este lado, solamente el (ex) novio de la gorda y yo. Él seguía mirándome fijo. Yo aún pretendía dormitar mientras lo espiaba desde una rendija entre los párpados. El convoy volvió a ponerse en marcha. Entonces, como si se tratase de la cosa más normal del mundo, el chavo agarró el croissant mordido y, sin quitarme los ojos de encima, abrió mucho la boca, sacó toda la lengua imitando a Gene Simmons y comenzó a darle largos y lentos lengüetazos al pedazo de pan hasta empaparlo de saliva. Dejó de verme un momento para comprobar que ninguno de los pasajeros al otro lado del vagón había notado lo que él estaba haciendo. Luego fijó su vista nuevamente en mí mientras, metiendo la mano dentro de sus pants, se limpiaba con los restos de croissant el sudor y las bacterias del culo, los huevos y las ingles. Terminada esta labor, se levantó, reacomodó el croissant entre los dos asientos con una diligencia digna de un museógrafo y, haciéndome un guiño (que yo fingí no ver), descendió del S-Bahn en la estación de Bornholmer Straße.

Yo continué hacia al norte, a Pankow, hasta la casa de los gays. Ahí encontré mi ropa y mi tienda de campaña tiradas sobre la banqueta. Toqué y toqué a la puerta y nadie abrió: acabé durmiendo junto a las escaleras del U-Bahn.

Al menos era primavera.