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La pura puntita

Cómo ser mujer

“El amor son drogas, pienso, liándome un porro a las once de la mañana. El amor son drogas. Todo lo que necesitas son drogas.”

Traemos adelantos de los libros que te van a ensartar en las mesas de novedades.

¿Cómo tienes que actuar cuando llega tu primera regla, cuando te vuelves peluda, cuando te enamoras o cuando debes decidir tener hijos, o no tenerlos? ¿Qué se espera de una mujer ante estas situaciones? Pues al carajo con todo eso. Caitlin Moran nos sumerge en los pensamientos de una morrita que camina por la vida intentando entenderse y explicarse en un mundo lleno de expectativas basura que confunden, presionan y hacen más difícil saber en lo más mínimo Cómo ser mujer.

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Te presentamos un fragmento de Cómo ser mujer (Anagrama, 2013), el segundo libro de la columnista de The Times, Caitlin Moran, quien mezcla una entretenida narrativa con sus memorias, para intentar explicar aspectos de la condición femenina.

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¡ESTOY ENAMORADA!

Ha pasado un año, y estoy enamorada. Es Él. Obviamente, pensé que el anterior a él era Él, y que el anterior a ese él también era Él. Lo cierto es que pongo tanto empeño en estar enamorada que cualquier hombre entre unos tres millones podría ser Él.

Pero no…, éste, el de ahora, sin duda es Él. El auténtico Él. Paseo de su mano por las aceras color gris Monet de Hampstead, en el mes de marzo, y estoy tan enamorada… La verdad es que me siento fatal y él es un completo gilipollas, pero estoy enamorada. Por fin. Por pura fuerza de voluntad. Tengo una persona, toda para mí.

«Andas de un modo muy gracioso», me dice, con un extraño retintín. «No andas como una chica gorda».

No tengo ni idea de a qué se refiere. Me dejo llevar de su mano. Estoy enamorada. Santo cielo, es deprimente.

Sí, es un chico que toca en un grupo: el primer chico que toca en un grupo con el que consigo ligar. Con un talento increíble, y muy guapo, pero también muy vago e indudablemente problemático. Su grupo no va a ningún lado porque él se niega a hacer «actuaciones de mierda» que considera que no están a su altura. Escribe cuatro o cinco canciones al año, pero luego se pasa meses hablando de cada una de ellas, como si hubieran sido Número Uno durante semanas y hubieran cambiado el mundo; en vez de quitar de en medio todas las casetes C90, sin mezclar e inacabadas, desperdigadas por el suelo de mi casa.

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Dice que odia a su madre; cuando le pregunto por qué, me cuenta una larga historia que acaba con una discusión en la que él le tira la tapa de una tarrina de margarina Flora y ella se desmaya. Tampoco lo entiendo, pero estoy de acuerdo con él en que ella parece horrible.

Pero ¿por qué tomarán Flora?, pienso. Si yo fuera tan rica como ellos, comería mantequilla todos los días.

Aunque salimos juntos y se ha mudado a mi piso, no creo que yo le guste. Mientras escribo, se sienta a mi lado y me explica con todo detalle que tiene más talento que yo. Cuando estamos con amigos, hace una broma y, si me río, suelta: «¿Por qué te ríes? No entiendes de lo que hablo».

Mi familia le odia: cuando mi hermano Eddie viene a pasar unos días con nosotros y derrama sin querer una botella de Yop de fresa en la chaqueta de ante de mi novio, éste se pone como una fiera con él, un niño de trece años. Eddie se echa a llorar. Tenemos que irnos de mi casa, y nos sentamos en los escalones de entrada, donde le pido una y otra vez perdón a Eddie mientras fumamos cigarrillos.

Caz no se anda con rodeos: «Ese tío es un soplapollas. Estabas mucho mejor cuando convivías sólo con los ratones de la cocina. Es un hombre bajito con nombre de mujer, y eso no promete nada bueno.»

Se llama Courtney. Y es muy bajo, y flaquísimo. Más pequeño que yo, de eso no hay duda. Me siento demasiado grande para él. Es un problema. Tengo la sensación de que, si me pusiera derecha, lo aplastaría. Empiezo a fumar mucha hierba para volverme más pequeña y silenciosa.

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El amor son drogas, pienso, liándome un porro a las once de la mañana. El amor son drogas. Todo lo que necesitas son drogas.

Además, tampoco es que yo sea ningún chollo. Una adolescente que vive en una casa con la luz cortada. Me levanto a las dos de la tarde y me acuesto al amanecer. Estoy como loca: he conseguido un trabajo increíble –presento un programa musical de madrugada llamado Naked City en Channel 4– y me he vuelto un poquito famosa; he descubierto que ser un poquito famosa consiste, por lo general, en que la gente borracha se te acerque en las actuaciones, te diga «¡Eres una mierda!» y luego se marche.

No todos dicen «¡Eres una mierda!», algunos dicen «¡Eres fantástica!»; pero, en cierto modo, eso es peor. Porque cuando mucha gente te dice «¡Eres una mierda!», te sientes obligada a comunicar a la gente que dice «¡Eres fantástica!» que mucha otra gente piensa que eres una mierda, y que quizá deberían tener ese dato en la cabeza antes de hacer su análisis final. Y si intentas explicar todo eso mientras estás medio beoda –como solía ser mi caso–, lo único que consigues es que la gente te mire desconcertada, y luego te pida disculpas y se vaya.

Así que soy bastante caótica y confusa, y unas veces me muestro beligerante («¡Soy fantástica! ¡La gente me lo dice!») y otras lloriqueo («¡Soy una mierda! ¡La gente me lo dice!»). Me caigo borracha por las escaleras a menudo. En casa de Pete, de Melody Maker, me entra la tristeza y me paso toda la noche debajo de una mesa llorando. Sobre todo, a pesar de haber deseado toda la vida irme de casa, echo de menos a mi familia. Por la noche, en la cama con Courtney –¡alguien con quien puedo tener sexo! ¡Un chico inteligente!–, recuerdo la cama doble de Wolverhampton que compartía con mi hermana Prinnie; ahora sola.

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Puede que muchas veces me despertara empapada en su orina, pero siempre me sentía a salvo, pienso en medio de la oscuridad. Ojalá estuviera Prinnie en esta cama, en vez de Courtney. La pequeña Prinnie con sus ojos redondos como caramelos, oliendo a galleta, tierra y muñecas: dulce y cálida. Cuando se despertaba por la noche, le contaba historias de Judy Garland y le acariciaba el pelo hasta que se volvía a dormir.

Cuando Courtney se despierta por la noche, se queja de lo mucho que se le cae el pelo, hasta que vuelve a dormirse de nuevo, dejándome muy desasosegada, deprimida y despierta. Nunca habría imaginado lo sola que puede sentirse una persona durmiendo acompañada.

Pero estoy completamente decidida a estar enamorada. Supongo que eso… me redimirá. Es el amor como lección, y como castigo. No creo que Courtney vaya a matarme, así que probablemente me hará más fuerte. Aprenderé de esto. Escucho mucho a Janis Joplin. Creo en sentirse mal por amor. Creo que, en cierto modo, es magnífico. Soy idiota. Soy tan idiota.

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Junto con la ropa interior, el amor es una tarea de las mujeres. Las mujeres se tienen que enamorar. Cuando hablamos de las grandes tragedias que pueden ocurrirle a una mujer, una vez descartadas la guerra y la enfermedad, la idea que más nos estremece es la de no ser amada, y por tanto que no nos necesiten. Es posible que Isabel I estableciera las bases del imperio británico, pero nunca se pudo casar: pobre y pálida reina cubierta de mercurio. Jennifer Aniston es una  hermosa y triunfadora millonaria que vive en una casa junto a la playa, en Los Ángeles, y nunca tendrá que hacer cola para devolver unas botas en Topshop resfriada; y, sin embargo, toda su treintena se describió como la década en que no fue capaz de retener primero a Brad Pitt, y luego a John Mayer. La princesa Diana, ¡con tanta mala suerte! Cheryl Cole, ¡sola! Hilary Swank y Reese Witherspoon…, bueno, ganaron un Oscar, ¡pero sus maridos las abandonaron!

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El lenguaje nos dice exactamente lo que pensamos sobre las mujeres sin pareja; todo está ahí, en la diferencia entre «solteros» y «solteronas». Para los solteros todo es un juego. Las solteronas se lo juegan todo en ello, y rápido. La ley de la demanda fija el valor de una mujer: si está soltera, nadie la quiere, por lo que, cuanto más se alargue ese estado, menos deseable se vuelve.

Así que, como las mujeres saben la importancia que se da al hecho de que tengan pareja, no es raro que se obsesionen con la idea del amor y de las relaciones. Pensamos en ello todo el tiempo. A veces, cuando explico a los hombres el modo en que las mujeres imaginan posibles relaciones, empiezan a sentirse muy, muy alarmados. Si comentas lo mismo con las mujeres, en cambio, te responderán con un ladrido avergonzado de reconocimiento.

Fíjate, por ejemplo, en la típica oficina o lugar de trabajo. Si la plantilla es mixta, habrá varios coqueteos en marcha, más o menos obvios para un observador curioso. Eso ya lo sabemos.

Pero, si existiera una especie de Casco Psíquico que permitiera leer los pensamientos de las mujeres, cualquier hombre que lo llevara se quedaría aterrorizado al descubrir el nivel oculto de locura femenina.

Mira a esa mujer de la esquina, una jefa de departamento completamente normal, nada psicótica, tranquila y agradable con todos los que trabajan con ella. Que se sepa, no le gusta nadie de la oficina. Parece estar escribiendo un largo e importante email. Pero ¿sabes lo que hace en realidad? Está pensando en ese tipo sentado cinco mesas más allá, con el que sólo ha hablado una decena de veces.

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«Si nos fuéramos un fin de semana largo juntos, no podríamos ir a París…, ha estado allí con su ex novia», piensa. «Lo sé. Lo contó una vez. Me acuerdo. No pienso andar por el Louvre para que me compare a mí, con mi gabardina de primavera, con ella, con su gabardina de primavera. No es que vayamos a ir en primavera, de todas formas; teniendo en cuenta en qué punto está nuestra relación, si él diera un primer paso HOY, podríamos irnos de puente como muy pronto en…», cuenta con los dedos, «noviembre, y entonces llueve mucho y mi pelo se quedaría todo aplastado. Necesitaría un paraguas.»

«Pero», continúa, tecleando enfadada, «entonces no podríamos ir de la mano, porque yo llevaría el paraguas en una mano y el bolso en la otra. Así que sería una mierda. ¡A MENOS QUE…! ¡A MENOS QUE… pudiera meter todo lo necesario en mis bolsillos! Entonces no tendría que llevar un bolso al Louvre. Pero entonces estaría sin medias de repuesto si me las salpican, y tendría que ir con las piernas al aire, y haría tanto frío que mis piernas se pondrían moradas, y yo estaría tan nerviosa cuando volviéramos a follar al hotel que intentaría taparlas con una toalla, y él pensaría que me estoy insinuando y yo dejaría de gustarle. ¡HAY QUE JODERSE! ¿POR QUÉ TIENE QUE LLEVARNOS A PARÍS EN NOVIEMBRE? LE ODIO.»

El tipo ni siquiera le gusta. Apenas ha hablado con él. Si la invitara a tomar algo, probablemente diría que no. No le apetece lo más mínimo tener una relación con él. Y, sin embargo, cuando vuelva a hablar con ella, se mostrará muy cortante con él, que, ni en sus fantasías más salvajes y cargadas de opio, podrá adivinar jamás ni remotamente el motivo de su cambio de humor. Supondrá quizá, encogiéndose de hombros, que le va a venir la regla o sencillamente que tiene un mal día.

Nunca llegará a saber la simple verdad: que pasaron juntos un puente imaginario en París, que fue desastroso y acabó con su ruptura por culpa de unas medias.

Anteriormente:

Bajar la guardia

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