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Cultură

Cuchillazos para Alá

Los derviches iraquíes celebran a Dios apuñalándose.

Alí se emocionó y se apuñaló la frente al principio de la ceremonia.

Los místicos derviches sufíes del sur de Irak son una minoría musulmana pacífica y, generalmente, bien educada, que vive en la pobreza, con la idea de que eso les enseñe a ser humildes. Igual que muchas sectas islámicas, no son apreciados por sus hermanos religiosos (en especial los grupos extremistas como Al Qaeda), y son rechazados, atacados e, incluso, asesinados. Los constantes ataques y extremo prejuicio del que son víctimas ha funcionado: en los últimos años, un gran número de derviches han huido de su país.

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Los pocos que quedan todavía practican su versión, un tanto radical, del Islam, la cual incluye una forma especial de zikr (una ceremonia religiosa que involucra la “rememoración de Alá”), durante la cual los hombres se apuñalan repetidas veces en la cabeza y el abdomen con cuchillos y lanzas. Este ritual se remonta a los primeros días del sufismo y se realiza para demostrar la superioridad espiritual de los creyentes y, para reclutar nuevos miembros demostrándoles la existencia de Dios a través de sus milagrosos poderes curativos. Hace poco, durante una visita a Basrá, el centro petrolero en el sur de Irak, tuve la fortuna de ser invitado a una de estas filosas ceremonias.

El ritual se llevó acabo en un takia (templo derviche) en una de las zonas más marginadas en Basrá, Al Zubeir, un barrio desolado con caminos de tierra y casas austeras. Al llegar, me dieron una cálida bienvenida y me ofrecieron una modesta, pero deliciosa combinación de lentejas, pan y naranjas. Después, cinco jóvenes empezaron a tocar timbales y a cantar: “No hay otro dios mas que Alá”, mientras un círculo de hombres con los ojos cerrados asentía rítmicamente con la cabeza. Pronto descubriría que ésta era su forma de prepararse para perforar su cuerpo.

Había unos 30 hombres de varias edades, y seis de ellos se ofrecieron para ser apuñalados. El más joven parecía no tener más de 16, pero su serenidad y confianza dejaban claro que ésta no era la primera vez que se enfrentaba a un cuchillo. El califa desenrolló un paquete de cuero con lanzas y cuchillos de varios tamaños, y Alí, un joven ingeniero petrolero, tomó un martillo y se golpeó la cabeza, para después clavarse un cuchillo en la frente. Caminó hasta mí y me pidió que le tomara una foto. Me permitieron tomar fotos, pero según Alí, no dejan que les tomen video desde que un invitado anterior subió un video a YouTube con la descripción: “Los fanáticos de Al Qaeda se preparan para la Yihad”. Después me pidió que le sacara el cuchillo de la cabeza. Traté de hacerlo, más por cortesía que por otra cosa, pero por más que traté, el cuchillo estaba atorado. El califa vino al rescate, y sin ningún esfuerzo sacó el cuchillo. Poco tiempo después, un hombre llamado Aqil, a quien le acaban de clavar dos cuchillos en la cabeza, me dijo: “El milagro está en el proceso de sanación. Las mías no son heridas graves; verás cómo otras personas se perforan órganos vitales sin que esto tenga consecuencias para su salud”.

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Es muy probable que esta lanza haya perforado los riñones de Hassan, pero dice que ya está acostumbrado.

Tal y como lo había dicho, minutos más tarde un hombre llamado Hassan se perforó la parte izquierda del abdomen con una lanza. Con una expresión de dolor, Hassan me dijo: “Hoy dolió un poco porque la punta golpeó el hueso de mi cadera antes de salir”. Le pregunté si creía que la lanza había atravesado su riñón. “Es posible”, me respondió, y me dijo que no sería la primera vez que lo perfora. “Una vez, después de una perforación como ésta, un amigo tuvo un problema y tuvo que ser llevado a emergencias. Después de la operación, el doctor le dijo que nunca había visto nada parecido: tenía más de 15 hoyos en el riñón”.

La ceremonia duró tres horas, de las cuales sólo dedicaron 30 minutos a la flagelación de los asistentes. Incluso hubo un periodo de relajación en el que todos se pusieron de rodillas y empezaron a rezar. El único que parecía estar sangrando era Aqil, quien tenía un trapo para absorber la sangre que brotaba de su cabeza. No había ningún doctor ni personal médico de ningún tipo en el lugar, y nadie parecía estar preocupado. Cuando la ceremonia terminó, todos me dieron la mano, me agradecieron, y (ovbiamente) me invitaron a unirme a su religión. Sin ánimos de ofender, les dije que me sentía muy honrado por esa oferta tan generosa pero que tendría que pensarlo.

Los derviches también me dijeron que el año pasado una periodista japonesa aceptó su invitación. No pude más que sonreír ante la idea de esa pobre chica cuyas costumbres no le permitieron rechazar la oferta. Y quién sabe, quizá ahora se perfore ella sola haciendo este tipo de rituales en un departamento oscuro en Tokio. Pronto me empecé a sentir culpable de que estas personas se hubieran lastimado gravemente, al menos en parte, por el reportaje que estaba haciendo. Hassan, quien acababa de atravesarse con una lanza, me aseguró que no tenía por qué preocuparme y me sugirió que nos reuniéramos al día siguiente para que pudiera ver con mis propios ojos los poderosos milagrosos curativos de Alá.

Al siguiente día, Hassan, sano y alegre, llegó pedaleando en su bici. Se detuvo frente a mí, se desabrochó la camisa y, orgulloso, me mostró una diminuta cicatriz en su panza.