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El hermano de Pablo Escobar es un tipo muy raro

Roberto Escobar era el contador del imperio de drogas de su hermano. Hoy es parte de un recorrido turístico y estudia caballos para encontrar una cura para el SIDA.

Todas las fotos por Karl Hess.

Roberto Escobar miraba fijamente a través de la ventana con un gran agujero de bala en el vidrio, cuya vista la estropeaban algunas barras pesadas de metal.

“Eso fue de cuando trataron de matarnos”, dijo el hermano de Pablo Escobar. Se veía cansado, inofensivo, con un ojo que se movía en todas direcciones tras sus lentes. Este hombre fue alguna vez uno de los criminales más buscados del mundo, una pieza clave en una organización que asesinó a miles de personas y que obtuvo miles de millones de dólares por traficar drogas. Ahora, no es más que un viejo parado torpemente en su sala.

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“Ven, vamos a tomar un café. Pregúntame lo que quieras”, murmuró y me guió hacia el patio. La ciudad de Medellín se desvanecía más abajo en el valle.

Todos saben la historia de Pablo Escobar y el cártel de Medellín, un ascenso sangriento e inexorable al poder y al dominio. A finales de la década de los 80, Escobar había acumulado miles de millones de dólares y se había establecido como un héroe del pueblo de Medellín. Para lograrlo, construyó casas y hospitales para los pobres, publicó un periódico y hasta abrió un zoológico para el público. A pesar de que miles de personas fueron brutalmente asesinadas y se desató una ola de violencia incontrolable —una vez mando a derribar una avión comercial para matar a un sólo hombre—, Pablo seguía siento un héroe para la sociedad pobre y desamparada de Medellín. Cuando murió en esa azotea en 1993, dejó atrás a miles de personas que lamentaron su muerte, una ciudad destruida por la violencia y a su contador, Roberto Escobar: su hermano.

Ahora, Roberto Escobar no es más que un anciano común.

Arrastré mi mochila hasta el hotel cerca de Parque Lleras, la zona en la ciudad donde la vida nocturna es más activa. Escobar y su legado sangriento eran lo último que pasaba por mi mente. Estaba sucio, cansado y a juzgar por los australianos bebiendo y jugando en el patio a las dos de la mañana en miércoles, no iba a disfrutar del largo sueño que tanto necesitaba. Estaba crudo por haber tomado ron y aguardiente en la costa de Colombia durante las dos semanas anteriores. También tenía quemaduras de sol en la mitad del cuerpo por la vez que subestimé cuánto alcohol le cabe a un coco y me desmayé en una mesa playera en pleno sol de mediodía.

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Mientras acomodaba mis pertenencias en el dormitorio, me di cuenta de que iba a tener que dormir en la litera de arriba, que al parecer estaba a dos metros del suelo, cuando de pronto salió del baño compartido un chico sudafricano robusto y con la cara roja vestido con un jersey de rugby. Decir que este caballero se acababa de meter coca se habría quedado corto: se veía como si hubiera tacleado a un dealer. Inhalo con fuerza, me dio una palmada en la espalda y me hizo saber claramente que había llegado al mejor lugar para “fiestear”.

“Aquí es, hermano”, me aseguró. “¿Sabías que un chico murió aquí el mes pasado? Se metió demasiado. ¡Fue legendario, hermano!"

“Sí… suena asombroso”, contesté.

En ese momento, se rió y fingió que me daba un golpe en el estómago, luego volvió a reír y se fue. También mis sueños de descanso y recuperación se fueron aún más lejos de mi alcance. La muerte y los horrores de la historia de Medellín quizá se hayan ido pero en la calle aún queda un elemento tangible de esa época: hay cocaína en todos lados. Descubrí que no sólo era algo normal, sino que la consumían con una naturalidad que nunca antes había visto. ¿En un cubículo de baño? No es necesario. Al parecer todos estaban cómodos con el nivel de discreción al darse un pericazo en un urinal.

Me quede sólo cinco días en Medellín antes de mi vuelo a Argentina. Después de pasar un rato en la costa, lo que quería era relajarme, untar aloe en la parte inferior de mi cuerpo e ir al Museo Botero (y evitar al chico sudafricano). Estaba sentado en el bar del hostal mientras tomaba poco a poco una cerveza y escuchaba los juegos de los australianos para emborracharse en los que, al parecer, tenían que golpearse en la cara de vez en cuando. De pronto, algo en cartelera de anuncios llamó mi atención: El recorrido de Pablo Escobar. La pregunté sobre la gira a una colombiana de veintitantos encargada de la recepción y sonrió.

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“Tienes que ir”, dijo ella. Cuando le pedí mas detalles, me dijo: “Te suben a una camioneta y te dan un recorrido mientras te cuentan sobre Pablo Escobar, creo”. ¿Cómo podría negarme con esa ingeniosa estrategia de ventas?

Flores sobre la tumba de Pablo Escobar.

A la mañana siguiente caía una llovizna. Me subí a una camioneta a las ocho de la mañana, aún cansado y con los ojos rojos porque dormí poco, tomé cerveza, escuché música electrónica y los gritos de frases australianas como “argey-bargey” toda la noche. Seguía sin saber lo que me esperaba el resto del día. Lo primero que noté fue que la guía, una linda colombiana, apenas sabía inglés. Se veía que le apasionaba el tema de Medellín y que estaba bien documentada sobre la vida de Pablo Escobar pero no pudo expresarlo bien y después de un rato sólo se rindió, puso un DVD y se dedicó a mandar mensajes de su celular.

El DVD resultó ser Los dos Escobar, un documental de ESPN que trata sobre Pablo Escobar y la estrella de futbol colombiana, Andrés Escobar, el crecimiento en el futbol colombiano gracias a una gran inversión de dinero proveniente de las drogas y sobre el asesinato de Andrés —quien no tenía ningún parentesco con el narcotraficante— después de haber metido un autogol durante la Copa Mundial. Es un documental fascinante y bien hecho, sin embargo, las condiciones en las que lo vi no eran las mejores: en una camioneta con poca ventilación en el tráfico de la ciudad y con turistas crudos y sin bañar.

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Aún así, el recorrido me dio la oportunidad de observar la divertida moda local de los establecimientos de comida rápida, cuyos carteles contenían ya sea mujeres con un gran busto o personajes de videojuegos. Creo que mi favorito fue Mario Bross, aunque su nombre estaba mal escrito. En el cartel de este lugar se veía la cabeza sin cuerpo de Mario sonriendo, una clara señal de calidad. No estoy seguro si es una violación a los derechos de autor pero al parecer es una estrategia de ventas muy eficaz: “¿Cómo puedes salvar a la princesa con el estómago vacío?” “¡Un plomero no sólo vive de hongos!”.

Nuestra primera parada fue la tumba de Pablo Emilio Escobar Gaviria, ubicada en las afueras de la ciudad. La tumba, aseada con meticulosidad y llena de arreglos florales coloridos, ofrecía a todos la oportunidad de formarse y pasar uno por uno a tomar fotos de la lápida y luego quedarse un rato en el cementerio. Primera parada: lista. De regreso en la camioneta, nuestro intrépido grupo presionó el botón de “play” para continuar viendo el documental. Mientras, los australianos se quejaban de su resaca, hacían planes para la noche y coqueteaban con unas francesas que estaban sentadas en la parte delantera de la camioneta.

La segunda parada (en la que ni siquiera nos bajamos de la camioneta) era una construcción que el cártel enemigo, Cali, había bombardeado una vez en un intento de asesinar a Pablo y a sus socios. Era una construcción cualquiera en una zona comercial modesta. No quedaba ninguna evidencia de los hechos emocionantes que sucedieron ahí. Incluso parecía que la guía estaba de acuerdo en que esta era la peor parte del recorrido. El ánimo del grupo iba en declive, y aunque nadie lo mencionó, estaba claro que alguien se había pedorreado en la camioneta. De nuevo presionamos “play”.

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La gloriosa culminación del recorrido de Pablo Escobar era su antigua casa, —más bien un escondite— donde vivió con su hermano sus últimos meses, almacenó dinero y vehículos, y en donde murió de forma sangrienta. La camioneta fue cuesta arriba hacia la residencia que se encontraba en la cima de la colina y se estacionó afuera de la cochera en la que aún estaba la bicicleta de Pablo y el camión azul que usó la primera vez que pasó pasta base de cocaína por la frontera.

Cuando salimos a tomar aire fresco, la guía nos dijo que íbamos a conocer a Roberto Escobar, el hermano de Pablo, quien hizo un trato con el gobierno para convertir la casa en un museo y utilizar las ganancias para financiar el recorrido y la fundación médica que estableció. Lo primero que pensé fue que podían utilizar un poco más de esos fondos para mejorar el recorrido o, al menos, usar una camioneta con aire acondicionado, pero decidí no expresar mi opinión y entré a la casa con el resto del grupo.

Las paredes estaban decoradas con fotos del joven Pablo junto con recortes de periódico, trofeos viejos y un gran póster en el que se ofrecían 10 millones de dólares al que diera información sobre Pablo o Roberto. En el mismo póster venía una lista con apodos en español y fotos de los asociados principales. Por ejemplo: El Pitufo, El Pollo y La Garra. En general, se veían como un grupo de secuaces competentes. En particular, La Garra me pareció el tipo de caballero con el que nadie querría meterse jamás.

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En la sala, entre muchos agujeros de bala que quedaron desde el ataque a la casa, por fin encontramos al mismísimo Roberto Escobar, de baja estatura y con una suave voz, parcialmente ciego y sordo por una bomba que explotó frente a su rostro años atrás. Nos ofreció café, se sentó en el patio y se dispuso a responder nuestras preguntas. Roberto sólo hablaba español, por lo que designo a un irlandés de nuestro grupo para que le tradujera las preguntas. Enseguida, uno de los australianos le hizo una pregunta.

“¿Alguna vez mataste a alguien?”, le preguntó con un gran entusiasmo.

“No mames, no le voy a preguntar eso”, respondió rápidamente el irlandés mientras miraba alternadamente al grupo y luego a Roberto. La mayoría de nosotros trataba de aguantar la risa. Imagínense un acento irlandés muy marcado mientras leen eso, así es más gracioso.

Al parecer, Escobar entendió y asintió. Probablemente le habían hecho la misma pregunta miles de veces otros veinteañeros emocionados. Nos dijo que había sido el contador del cártel y que se mantuvo alejado de los asesinatos, de los bombardeos y del tortuoso final de su arriesgado negocio. “Con frecuencia criticaba a mi hermano por la violencia que provocó”, confesó Roberto. Nunca mencionó el hecho de que usó los miles de millones de dólares que ganaron por medio de las matanzas y la destrucción para disfrutar ilegalmente de una lujosa vida con su hermano.

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Eran tantos miles de millones que, de hecho, el cártel tenía que gastar 2,500 dólares al mes en ligas para ordenar los billetes en fajos. Eran tantos miles de millones, que cada año se perdía el 10% de las ganancias porque las ratas se lo comían o se pudría en la tierra donde lo habían enterrado por falta de espacio. Aún queda mucho dinero —mohoso y masticado por las ratas— allá afuera, aseguró Roberto. Al decir esto, veía las nubes en el cielo con su ojo bueno y recordaba los viejos tiempos.

“Aunque ya todo quedó atrás; ahora soy bueno”, continuó. Después nos dio un largo discurso sobre cómo, desde que salió de la cárcel en 2003, adquirió conocimiento médico valioso cuando estaba al cuidado de caballos finos y ha usado este conocimiento para buscar una cura contra el VIH.

Todo el mundo escuchaba atentamente. A veces se miraban unos a otros para ver si había algún error en la traducción, pero no. Para ser un hombre que aseguraba haber usado su maestría equina para derrotar al SIDA, se veía que hablaba en serio. Si hay algo más extraño que escuchar al ex contador de un cártel diciendo que hizo un descubrimiento médico que cambió al mundo, es escuchar la historia traducida por un chico irlandés de 21 años, con resaca y un tanto perplejo.

La sección de preguntas y respuestas terminó después del discurso de “curé el SIDA gracias a los caballos” y de asegurarnos que “pronto saldrá a la venta la innovadora medicina que pondrá fin a todo el sufrimiento del mundo”. Roberto se puso torpemente de pie junto a la pared frente a una foto del rancho de su hermano para que pudiéramos formarnos y registrar este momento supremo con nuestra cámara digital. Tomó una pose estoica ante la cámara, nos dio la mano con una expresión seria y rígida en el rostro, igual que lo había hecho cientos de veces antes y como lo volvería a hacer. Lo último que vimos de Roberto Escobar fue su espalda mientras caminaba lentamente a través de un pasillo y se dirigía a su cuarto. En el trayecto habían fotos sonrientes de su hermano muerto y encabezados amarillentos que trataban sobre la matanza que habían originado juntos, artefactos descoloridos que representaban un imperio en ruinas.

Cuando íbamos de regreso en la camioneta, todos nos preguntábamos en silencio si la aventura en realidad valía nuestros 30 dólares. Les propuse que fuéramos a comer papas fritas y hamburguesas a Mario Bross. Lo hicimos y fue delicioso. No digo que salvé el recorrido yo solo pero tampoco lo niego.

De vuelta en el hostal, me dirigía hacía el bar cuando sentí una palmada en mi espalda. Volteé y vi que era mi amigo sudafricano, con una cerveza en la mano, un poco borracho.

 “¿Qué tal el recorrido, hermano? ¿Qué aprendiste?”

“Resulta que el plomero italiano favorito del mundo prepara unas hamburguesas deliciosas; hay millones de dólares masticados por las ratas enterrados por toda la ciudad; y el hermano de Pablo Escobar es un sujeto muy extraño”.

“Fue un paseo legendario”.

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