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Cultură

¿Está mal que me alegre la muerte de mi abuela?

“Era una persona despreciable”, me contestó mi mamá cuando le envié un mensaje en el que le avisaba sobre la muerte de mi abuela.

Foto vía Wikimedia Commons.

El lunes a las 8AM recibí un correo de mi padre con el título “La abuela murió”. No tiene idea de lo poco que me importa. Otro mensaje, que recibí al mismo tiempo, me informó que mi “influencia en los medios sociales” me hacía candidata para recibir beneficios de Klout. El beneficio que obtuve fue tener acceso ilimitado al primer episodio de la serie Selfie de la cadena de televisión ABC antes de que otros usuarios, menos influyentes que yo, pudieran verla. Abrí primero el correo de Klout, aunque en realidad no tenía ganas de ver el primer episodio de Selfie. Simplemente me pareció más interesante que el correo de mi padre.

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Un rato después abrí el correo —había un recuento preciso del lugar de nacimiento de mi abuela, del lugar y la fecha de deceso y una fotografía de ella con una expresión de incomodidad junto a mi media hermana— y de inmediato respondí: “ No tienes idea de lo poco que me importa”, empecé a escribir, luego lo borré, no por falta de tacto sino porque no quería darle el gusto a mi padre de saber que había leído el correo. Porque estar emparentado a regañadientes con alguien no significa que le debes algo a esa persona, y mucho menos que tienes que lamentar su “partida”.

Nunca he sido cercana a la familia de mi padre y el tiempo sólo ha hecho que nos distanciemos más. La gente siempre asume que la falta de intimidad y amor que siento hacia ellos es un defecto en mi personalidad, una señal de un trastorno de personalidad antisocial o narcisismo. No obstante, no soy ni sociópata ni narcisista —bueno, tal vez soy un poco narcisista, pero no es nada extraño, después de todo, ésta es la era de las selfies—. Más bien soy una persona pragmática que no encuentra ninguna alegría en azotar un caballo, ya sea de la familia o no, cuando el cadáver de dicho caballo ha apestado por décadas en mi establo emocional.

A pesar de nuestros lazos de sangre, no siento la necesidad de hablar con mi padre ni con su —ya fallecida— madre, ni con su hermana, ni con mi media hermana, porque hacerlo siempre me ha parecido una odisea dolorosa que consume mi alma. Son unos individuos muy dañados, cuya presencia deprime infinitamente mi vida. No creo ser la única que piensa de esa manera. Sin embargo, me sentí muy mal gracias a la combinación de confusión y repulsión con la que reaccionaron los afectados con la muerte de mi abuela cuando les dije que me sentía indiferente al respecto. No obstante, este sentimiento no es nada nuevo y no debería sentirme mal por eso. Es lógico.

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Cuando era niña, el único motivo que tenía para rezar era para pedir que mi abuela muriera. El odio que sentía por esa mujer era tan intenso que, aunque nadie era religioso en mi familia, sentía la necesidad de rogarle a un dios en quien no creía para pedirle que la aniquilara. El lunes pasado, su muerte demostró que a veces las plegarias sí se cumplen, siempre y cuando estés dispuesta a esperar 20 años para que se vuelvan realidad. ¿Creo que debería sentirme mal por las plegarias que hice cuando era una puberta frustrada? Por supuesto. ¿En realidad me siento mal por hacerlas? Claro que no.

“Era una persona despreciable”, me contestó mi mamá cuando le envié un mensaje en el que le avisaba sobre la muerte de mi abuela. No cabe duda de que era una persona miserable. De cierta forma, ser miserable era lo único que tenía. Era esa clase de persona que no desaprovechaba ninguna oportunidad para hacer que cualquiera a su alrededor se sintiera tan infeliz como ella se sentía. Se quejaba constantemente de achaques físicos, le encantaba gritarle a los empleados en las tiendas (un incidente digno de recordar es una discusión a gritos que tuvo porque le cobraron 10 centavos más), y amenazaba con suicidarse cuando no conseguía lo que quería. La mujer era infantil, una niña vieja con quien tuve la desgracia de crecer siendo su nieta biológica.

El primer recuerdo que tengo de ella es de cuando fuimos al mar. La corriente me arrastró, después mi abuela me sacó —también arrastrándome— y me pegó porque se mojó el cabello por mi culpa. Yo tenía tres años. Su solución infantil iba de acuerdo con la manera infantil en la que interactuaba con el mundo. Tenía diez años cuando me pidieron que cuidara a mi hermana. Cuando lloraba, lo que hacía era sacudir su cabello para que se callara. Sin embargo, la diferencia entre mi abuela y yo es que mi niñez era verdadera y la suya era emocional.

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Foto vía Wikimedia Commons.

Conozco a muchas personas que han perdonado o han decidido ignorar los errores imperdonables e imposibles de ignorar que cometió algún miembro de su familia porque “la sangre es más fuerte que cualquier cosa”, “la familia es primero” o “inserta aquí cualquier otro dicho trillado”. Conozco a una chica que aún pasa la Navidad en casa de su madre que la golpeaba. También a otra chica que es amable con su hermano, quien la agredió sexualmente. Y otros casos similares.

Mi abuela nunca me golpeó, excepto aquella vez en la playa. Nunca me encerró en un closet. Ella era alguien que habría preferido encerrarse sola. En realidad nunca hizo algo tan despreciable como para merecer mis plegarias en las que pedía su muerte y aún así la odiaba.

Mi padre tampoco me golpeó, ni me tocó, ni nada de lo que hacen otros padres para ganarse el odio de sus hijos. Sólo me colgó desde el balcón de un tercer piso, aunque le rogué que se detuviera, simplemente porque le pareció divertido. Lo que sí hizo fue un hoyo en la pared del pasillo, el cual mi madre cubrió de inmediato con un retrato de mi hermana (quien ya falleció) y yo. También escribió frases como “dinero sucio” y “jódete” en la línea de asunto de los cheques de indemnización de me daba para que se los entregara a mi madre cuando se terminaba el fin de semana que me tocaba pasar con él. Y embarazó a una mujer llamada Prandy. Prandy, con P. Entre otras cosas.

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Estas acciones, al igual que las de mi abuela, son imperdonables. Sin embargo, las críticas constructivas que hice después —las súplicas para que admitieran lo que habían hecho, por qué lo habían hecho (por supuesto, porque estaban enfermos), y para que buscaran ayuda profesional— siempre entraban en saco roto. Siempre fui yo contra el mundo. Estabas de su parte o en su contra. Me rendí después de pasar años dándome topes en la cabeza. Tiempo después, cuando me dijeron que había muerto una octava parte de mi ADN, no sentí nada.

Cuando entiendes que la persona es una causa perdida, siempre se llega a un límite y después te alejas. ¿Es egoísta? Tal vez. Pero hacer que pierdas tu tiempo con sus pendejadas también es egoísta, ¿no? Si alguien tiene que ser el egoísta, bien puede ser el que no tiene problemas.

Por más adolescente que suene esto, yo no pedí nacer. Y hasta donde yo sé, mi padre tampoco tenía intenciones de procrear. Más bien, lo consideraba algo necesario como el hombre viril y casado que era. Claro, me dio la vida, chingándose a mi mamá.

El coito es el acto más autoindulgente con en que uno crea el resultado menos autoindulgente, es decir, otra vida. Venirse adentro de alguien no es mayor compromiso que pagar una cuenta de 300 pesos en un bar, hasta podría decirse que es menor. Él me hizo, porque no tenía opción, y su madre lo hizo (en medio de sus varios intentos suicidas) por la misma causa. ¿Hay alguna razón para que estemos aquí? No. ¿Está bien que los menos dañados ignoremos a los más dañados? Sí. ¿Por qué no habríamos de hacerlo?

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