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Viajes

Fiesta en Chitral

Los musulmanes pakistaníes se divierten en secreto en los valles de Kalash.

La vista de Afganistán desde la cima del Bumboret, el más alto de los tres valles de Kalash.

"El hombre que quiso ser rey", de Rudyard Kipling, es un cuento del siglo XIX sobre imperios, locura e idolatría en torno a dos soldados británicos rebeldes que se embarcan en una peligrosa aventura a Kafiristán, una región montañosa hostil poblada de paganos que matan y roban a cualquiera suficientemente estúpido como para pisar su territorio. Kafiristán recibe su nombre de la palabra árabe kafir, significa “no creyente” o “infiel”. La región se extiende sobre lo que hoy es Afganistán y Pakistán. No es un lugar bonito para vivir pero, como descubrí, es un excelente lugar para ir de fiesta.

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Durante casi 70 años, hasta 1986, el emir de Afganistán ofreció sobornos a la gente de Kafiristán para evitar que asaltaran a los extranjeros y tiraran sus cuerpos en las montañas. Los kafires aceptaban el dinero pero se negaban a abandonar sus vicios. Abdur Rahman Khan, conocido como “el Emir de Hierro”, estaba tan furioso por esta flagrante falta de respeto a su poder que envió a sus tropas a la región kafir en Afganistán para someter a la población local. Reunieron a los kafires y les dieron dos opciones: el islam o la muerte. Naturalmente, la mayoría eligió el islam y el lado afgano de Kafiristán pronto comenzó a conocerse como Nuristán, o “Tierra de la Luz”. Estas conversiones forzadas y el cambio de nombre sirvieron de poco para cambiar la naturaleza de su gente. En su libro de 1958, A Short Walk in the Hindu Kush, Eric Newby cataloga las frases más comunes en el lenguaje nuristaní de aquellos tiempos: “Vi un cadáver en el campo esta mañana”, “tengo nueve dedos, tú tienes diez”, y “tengo la intención de matarte”.

Al final, el Emir de Hierro sólo logró convertir a la población del lado afgano. Del otro lado de las montañas del Hindú Kush, en Pakistán, persiste un estridente animismo pagano. Los descendientes de estos animistas viven en los valles de Kalash: Bumboret, Birir y Rumbur. Son la última tribu animista en Asia Central; una isla de culto a la naturaleza en un mar de islamismo que se extiende en todas direcciones.

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Los kalash rechazan la ley islámica bebiendo, consumiendo drogas y organizando fiestas. Durante décadas, los pakistaníes en busca de placeres se han aventurado a estos valles para emborracharse con vino kalash (el cual tiene sabor parecido al jerez) y un destilado local conocido como tara (que sabe a aguardiente de frutas). La droga más popular es el opio que se trae de Afganistán o, más comúnmente, el nazar, un tabaco a base de opio que se mastica, y que con frecuencia marea y enferma a quienes lo consumen. Igual que los jóvenes estadunidenses que viajan a Florida o Las Vegas para emborracharse como estúpidos y escapar de su vida cotidiana, los devotos pakistaníes se reúnen en las montañas de forma periódica para darse una probadita de la vida pagana.

El autor con su equipo de documentalistas, sus guardias de seguridad y su anfitrión kalash Wali Khan (vestido con ropa no militar y el tradicional sombrero chitralí), director de la primaria local y autoproclamado “el hombre más apuesto” en los valles de Kalash.

A diferencia del spring break en los países occidentales, este es un pasatiempo principalmente masculino. Además del deseo de emborracharse sin tener que cuidarse de Alá, los jóvenes pakistaníes llegan con la esperanza de entablar una conexión con las mujeres kalash quienes no se cubren la cabeza, se visten con colores brillantes y cuya belleza es legendaria. Hay una leyenda que dice que los kalash son los descendientes de una compañía de rebeldes del ejército de Alejandro Magno, quienes abandonaron a su rey guerrero para revolcarse con las hermosas mujeres de estos valles.

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Durante el invierno de 2011, salí de Londres para filmar un documental sobre la vida en los valles de Kalash. Un miembro de nuestro equipo había escuchado que su deporte chikik gal —una versión motañesa y tribal del golf extremo— nunca antes había sido filmado. También nos informaron que los kalash estaban luchando por conservar su identidad étnica. Quedan apenas tres mil animistas kalash en los valles, y los musulmanes ya los superan en número. Durante décadas, los imanes locales han organizado cruzadas para salvar las almas de estos infieles paganos. A pesar de los intentos del gobierno por salvaguardar sus creencias, muchos temen que la religión kalash pronto llegue a su fin.

Para llegar a Chitral, el pueblo más grande cerca de los valles de Kalash, hicimos 22 horas en Jeep desde Islamabad. Nos abrimos paso por una carretera escarpada y a través del Paso de Lowari, que básicamente es una cueva larga que atraviesa un costado de la montaña y está en completa oscuridad excepto por una que otra linterna.

Las calles de Chitral estaban sucias, con nieve derretida, y repletas de puestos que vendían de todo, desde televisores e hilo, hasta ametralladoras. Durante décadas, Chitral y los valles de Kalash fueron considerados un lugar pacífico. Pero en 2009, los talibanes secuestraron a un filántropo y empleado de una ONG griega y lo mantuvieron preso durante siete meses en Nuristán. Este secuestro, junto con otras actividades del Talibán en la zona, implican que los extranjeros que ahora visitan Chitral deben ser escoltados por un equipo de seguridad compuesto de soldados locales y policías, con la intención de restablecer la reputación de Chitral como un lugar seguro y hermoso para visitar.

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Una mujer kalash frente a su casa, con el sombrero y los collares tradicionales. Todos los miembros de las familias kalash comen y duermen juntos, en la misma habitación.

En los noventa, miles de extranjeros visitaban Chitral todos los años, pero en últimamente el turismo ha decaído y nosotros éramos los primeros extranjeros en viajar al lugar en casi un año. Los pizarrones rayoneados con gis en la oficina de turismo dejaban constancia de esto. Nosotros, los cuatro goras [“hombres blancos”] fuimos escoltados a los valles de Kalash por 14 guardias, quienes nos acompañaron en nuestra estancia de un mes. Incluso cuando uno de nosotros se despertaba a media noche para orinar, siempre estaban sentados junto a la puerta, envueltos en cobijas, cerciorándose de que el Talibán no bajara de las montañas a secuestrarnos.

Pasábamos nuestros días filmando y las noches con nuestros anfitriones. Cada noche llegaban nuevos amigos kalash y comíamos plato tras plato de arroz, daal, tomates y naan antes de intercambiar canciones: ellos cantaban unas hermosas y misteriosas arias que han sido pasadas de generación en generación de montañeses; nosotros cantábamos rolas de los Replacements.

Una noche, una semana después de nuestra llegada, nuestros guardias nos invitaron a su casa a tomar y bailar. Veinte hombres apretados en una pequeña y asfixiante habitación. Había un flautista y un tamborilero y un pequeño espacio en el centro de la habitación para bailar. El aguardiante pasaba de un lado a otro en viejas botellas Coca-Cola, junto con un poco de nazar para mantener elevados los ánimos. Al comienzo de cada canción, un guardia se acercaba y bailaba conmigo o con uno de mis amigos. Bailábamos de un lado al otro, aplaudiendo y tronando los dedos al ritmo de la flauta de una forma que no era interpretada como homoerótica, al menos no por los locales. La cultura pashtún sigue una variante del famoso aforismo de Gore Vidal: “no hay hombres homosexuales, únicamente actos homosexuales”. Para la gente del norte de Pakistán no hay personas ni actos homosexuales. Si algo erótico sucede entre dos hombres, es sólo algo que pasa.

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Estas fiestas se repitieron varias veces a lo largo del mes. Viejas botellas de plástico, flautistas y tamborileros. Los musulmanes se emborrachaban con unos cuantos tragos y se tambaleaban de un lado al otro de la habitación antes de colapsarse sobre el piso. En una ocasión estábamos bailando al ritmo de un canto particularmente intenso cuando Taj, el jefe de la policía local, me contó que había matado a 17 soldados del Talibán durante sus dos años en el valle de Swat. Sus ojos resplandecían por el alcohol mientras me contaba cómo habían atacado las casas de seguridad del Talibán por las noches; ahora temía por su vida y decía desconocer si la información que recibían era confiable. A veces abrían las puertas y sólo encontraban mujeres y niños. Sabían que su enemigo había escapado o que la información que habían recibido era incorrecta, a veces a propósito y a veces no. A veces sus objetivos les rogaban e insistían que no tenían nada que ver con el Talibán. Pero muchas veces estallaban balaceras, y los hombres de Taj mataban y morían. Siempre tenía miedo de lo que pasaría después y perdió a muchos amigos en el camino. Es la clase de vida que lleva a muchos soldados occidentales a hundirse en las drogas y el alcohol, pero para Taj, no había manera fácil de conseguir esas cosas. Así que se aventuraba a los valles de Kalash, donde podía intoxicarse y descansar durante algunas semanas. Una noche le canté canciones de los Rolling Stones mientras mi amigo Matan tocaba la armónica. Taj se paró en ese momento y comenzó a gritar: “¡Perfecto! ¡Perfecto!” Fue un parteaguas en nuestra relación.

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Uno de los viajeros occidentales baila con Taj, el jefe de la policía local.

No todos los hombres a los que conocimos en el valle eran tan interesantes como Taj. Tuve que soportar pacientemente muchas horas de lo que mi amigo Tom llamaba “tiempo borracho musulmán” (Tom es musulmán, así no tiene nada de malo si él lo dice). Esto consistía ver cómo uno de nuestros anfitriones se tambaleaba hasta mí para luego sujetarme con fuerza y decir: “Gran Bretaña… Pakistán… misma cosa… número uno” antes de pasar a: “Chicas, chicas hermosas, ¿te gustan?” o “Tú, yo, buenos amigos”. Teníamos las mismas conversaciones borrachas y estúpidas que tenemos en los bares y antros de todo el mundo, sólo que estábamos encerrados en una habitación diminuta y asfixiante en las montañas, con el aire impregnado de alcohol y opio. En sus vidas fuera de aquí estos hombres tenían responsabilidades; aquí podían enloquecer sin preocupaciones.

Por supuesto, este escapismo tiene un lado oscuro. Durante las últimas dos décadas, los valles de Kalash se han convertido en una especie de “zoológico” como señala un abogado local, con pakistaníes devotos que llegan a Hindú Kush para observar a los paganos locales y sus ropas brillantes. Había rumores de mujeres kalash que trabajaban como prostitutas, y hombres que organizaban eventos para turistas en los que las mujeres presentan cuatro temporadas completas de bailes tradicionales en una sola tarde.

Abdul Sattar, un local quien, como muchos de sus vecinos se convirtió al islam, me explicó la situación: “Antes, cuando era kalash, era muy feliz. Pero en esa época había muchos problemas. El gobierno y la gente de todo Pakistán venían aquí. Venían y nos hacían bailar y actuar. Les decíamos que no éramos payasos. Me volví musulmán porque no disfrutaba actuar para extranjeros”.

Este tipo de voyerismo ha creado un prejuicio antipakistaní que se ha arraigado en los tres valles. “Así que fuiste a ver a las chicas bonitas que no usan velos”, me preguntó un oficial del gobierno en Islamabad, con un tono repleto de indirectas. Algunas etnografías recientes mencionan cómo los jóvenes musulmanes intentan desesperadamente conquistar a las mujeres kalash.

Los kalash también pueden sacar provecho de su situación. Muchos kalash trafican alcohol y drogas dentro y fuera de los valles, y venden su mercancía ilegal a los pueblos vecinos. Cuando la policía los detiene, por lo general escapan sin ser castigados porque no están atados a la ley islámica igual que sus vecinos. Como Nabaig, “el primer abogado kalash del mundo”, me dijo: “Nada en nuestras leyes dice que no podemos beber, ¿así que por qué habríamos de ser castigados?” Es un argumento muy fuerte, y uno que usa todo el tiempo, pues la mayoría de sus casos están relacionados con el conflicto entre la ley islámica de Pakistán y la ley del pueblo kalash.

Si viajes como los de spring break sirven como una manera de escapar de la vida diaria y celebrar el hedonismo, en un destino específico, entonces los valles de Kalash son una extraña variante de esto. En esta parte del mundo, que es cada vez más peligrosa e inestable, olvidarlo todo y perder el control con extraños puede ser una experiencia profunda, aunque a veces demasiado intensa, para forjar lazos con otras personas. El estilo de vida de los kalash es único en Pakistán, pero aunque tiene sus atractivos, también tiene sus riesgos. Después de todo, nadie se toma tantas molestias para proteger a la gente con la que se divierte en secreto.

Lee nuestro Número del Spring Break aquí.