FYI.

This story is over 5 years old.

Cultură

Fui stripper en un sex shop y es una mierda

Desnudarse no es degradante, hacerlo por seis euros sí.

Los sex shop están llenos de tíos que pagan ciento cincuenta euros por hacerle la carta astral a una stripper, o por chuparle los dedos de los pies, o porque les grite que le van a dar en el culo con una bota, o porque una chica finja que es una colegiala dulce y un poco idiota que no tiene ni idea de que están a punto de violarla. Los habituales de un sex shop suelen ser raros, pero la mayoría sólo son tíos que van a hacerse una paja, y, generalmente, tienen una cara tan prescindible que es imposible recordarla.

Publicidad

Las chicas que trabajan allí tampoco son como en las fotos que cuelgan de las paredes, en las que todas tienen más pecho y cara de zorra. Trabajé durante tres meses como chica de peep show y lo que mejor recuerdo es estar un montón de tiempo sentada en el sofá de un camerino repugnante, esperando a que el contador marcase mi número y me tocara desnudarme en la cama redonda mientras sonaban los grandes clá́sicos del reguetón de ayer y hoy. No podéis imaginaros lo jodido que es intentar ser sexy mientras suena Kiko Rivera DJ.

Tampoco es fácil intentar ser sexualmente sugerente si tus compañeras de trabajo no paran de calentar comida en el microondas. Las strippers de sex shop (a partir de ahora, putarinas) comen cosas extrañísimas. Una de mis compañeras traía tuppers de arroz frito con frijoles cada día. Otras compraban latas enormes de pepinillos en vinagre y las comían con salchichas. Las más guapas llamaban al chino y pedían cosas normales. Siempre mandaban a un repartidor diferente que se perdía en la sala de las strippers de barra. Al final se ubicaba y alguna de nosotras tenía que salir en sujetador y tanga a abrirle la puerta del camerino inmundo.

Quitando el tema de la comida, he olvidado casi todas las cosas que hacía cuando era putarina. Salir en ropa interior a una cama redonda rodeada de cabinas en las que (con suerte) hay algún tío echando monedas es aburrido. En cuanto aprendes que no te compensa quitarte el sujetador hasta que el voyeur ha echado tres euros, no hace falta pensar demasiado. También puede que yo fuese una zorra muy vaga. Mis compañeras llevaban tangas con luz y vestidos de rejilla y pendientes de aro y bisutería para los pezones, mientras que yo me limitaba a un conjunto de ropa interior de Oysho, comprado en rebajas, que, con mucha suerte, era del mismo color. Ni siquiera solía molestarme en poner la cama redonda a girar ni en acercarme a las ventanillas a sobarme las tetas y poner cara de golfa.

Publicidad

No sé en qué momento decidí que sólo iba a fingir ser Sasha Grey cuando sonase mi número en la cabina privada y me tocase simular que me masturbaba con los dedos, o con un consolador o con unas bolas chinas, a dos palmos de un tío al que sólo separaba de mi un cristal. Ninguna nos masturbábamos de verdad. Ninguna éramos simpáticas de verdad. Todo lo que pasa en un sex shop es mentira. A las chicas no les caen bien los clientes ni les gusta su trabajo, pero al menos, cuando tocaba el numerito de masturbarse delante del cristal de la cabina privada, lo hacía por una cantidad de dinero decente. Creo que decidí que yo iba a ser muy cara cuando me dí cuenta de que con las monedas de las cabinas clásicas podía morirme de hambre.

He tenido compañeras de trabajo que decían que antes hacer peep show era otra cosa, que nadie esperaba que tuvieses que abrirte de piernas, que el público habitual eran señores trajeados que se dejaban cincuenta euros moneda a moneda, que todo había degenerado muchísimo. A mí me daba un poco igual la degeneración de la profesión de putarina, porque a los tres días me di cuenta de que, en general, cualquiera que vaya a ofrecerte ese trabajo te esta mintiendo. He estado domingos enteros paseándome en tanga para irme a casa con seis euros. Creo que eso es la clave de cualquier profesión en la que utilices tu cuerpo. Desnudarse no es degradante, pero hacerlo por seis euros sí.

Publicidad

Para conseguir propinas decentes había que tontear con el riesgo a ser violada, que es la forma más adecuada de llamar a los stripteases privados. Algunos sex shops tiene salas con un sofá de Ikea y una mesa muy cutre que ni siquiera es de Ikea en la que la stripper y el cliente se quedan solos el tiempo que él tenga a bien pagar. Es caro y peligroso, pero hay un momento divertidísimo, al principio, cuando, antes de hacer ninguna cosa de zorra, tienes que encargarte de poner una sábana limpia en el sofá para que no se manche de semen. El momento en el que la dejas bien colocada y pasas a bailar en la barra, o encima de la mesa, o donde quieras, esa transición de chica de la limpieza a calientapollas profesional, es maravillosa.

Las chicas de peep show no son prostitutas, pero tienen todas la posibilidad de serlo. Baile privado es la cosa más interpretable del mundo. Puede ser bailar desnuda mientras un tío se pajea mirándote, sentado en un sofá, que era lo que yo hacía, o follártelo si tiene quinientos euros en la cartera, que era lo que hacían algunas de mis compañeras. No he follado por dinero ni he tocado una polla para pagarme las facturas, pero ni eso ni que esté escribiendo este artículo implica que no me haya sentido prostituida y degradada, porque, básicamente, es un trabajo que danza con la humillación. Lo curioso es que la parte sórdida no es tanto estar ahí y hacer eso sino saber, todos los días que vas a trabajar, que lo mejor que te puede pasar es un privado, que te asegura tus facturas pagadas y tus cincuenta euros en el bolsillo.

Nunca fui la reina de los privados porque soy una zorra muy, muy vaga. Una vez, mi jefe intentó ascenderme de zorra de cabina a zorra de sala, donde el trabajo consiste en acercarte a un montón de tíos que miran como otra se quita el sujetador mientras baila en la barra, y convencerles de que te inviten a una copa porque vas llevarte la mitad de lo que cuesta esa copa. Yo estuve tres horas plantada como una idiota, sin hablar con nadie, y dejé claro que no pensaba hacer esa gilipollez nunca más.

El caso es que no me siento especialmente orgullosa de mis tres meses como stripper de sex shop pero fue algo que sucedió. Me acuerdo sobre todo de mi sorpresa al darme cuenta de que estaba trabajando con mujeres que ejercían la prostitución, con otras que eran modelos, o con chicas que estudiaban cine. Me acuerdo de los descansos para fumar y de lo gilipollas que era mi jefe, pero no recuerdo ni una sola polla ni una sola cara, porque la mitad del tiempo yo no estaba ahí. Me acuerdo de que un día pusieron a sonar Stairway to Heaven en mi pase y fuee divertido. Y me acuerdo del día en el que todo dejó de serlo y ya solo ponían música de mierda, y de cómo decidí que aquello ya no me gustaba y no volví nunca más.