El triste mundo del bolerama

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El triste mundo del bolerama

Éste es un "pasatiempo" en el sentido más verdadero de la palabra como para que sólo una especie con tanto tiempo libre lo haya descubierto y nombrado.

Éste es un "pasatiempo" en el sentido más verdadero de la palabra como para que sólo una especie con tanto tiempo libre lo haya descubierto y nombrado. Es un deporte/juego/actividad tan simple que siempre me da un poco de pena tener que explicarlo en voz alta: —Bueno, mmm… se trata de derribar pinos con una bola. —Y como tema probablemente no merezca reflexiones profundas o, más afín a lo que tienes frente a ti, una exploración de su universo por medio de palabras y fotografías.

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Sin embargo, hace algunos veranos empecé a jugar boliche y empecé a darme cuenta de que siempre que entraba a los bolerama, ya fuera a esos vestigios de una era diferente o aquellos intentos de modernizar el deporte, empezaba a sentirme un poco mal. No físicamente mal, sino que me convertía en una especie de Humpty Dumpty existencial: sentado en una barda, vulnerable. En cuanto me llegaba la primera bocanada del desinfectante de zapatos o en cuanto escuchaba el sonido caricaturesco de una buena chuza, perdía la cabeza.

Mi hipótesis era que estos edificios tamaño hangar parecían el purgatorio. Había algo en el juego y en el espacio en el que se juega que de cierta forma subrayaba o incluso exageraba el sinsentido de la vida y lo terriblemente aburridos que somos. Lo único que sabía es que nada me había hecho sentir tan atraído y repelido al mismo tiempo. Era como si tuviera una hambre eterna y un terrible dolor de estómago.

Es por eso que este verano el fotógrafo Eli Durst y yo pasamos tiempo jugando bolos y pensando en el boliche en el estado de Connecticut. Él tomaba fotos; yo escribía palabras. Platicamos con muchos jugadores. Lo que queríamos era entender mejor cómo era que algo tan liviano se sintiera tan pesado —o cómo algo tan benigno podía tener dientes tan filosos.

—GIDEON JACOBS