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cuatro veinte

La primera vez que fumé hidropónica

Me pregunto cómo se disfrutaría la mota fuera de la ilegalidad.

Recientemente asistí al cine junto con un par de colegas a ver la última cinta de Martin Scorsese. Al igual que un amplio espectro de jóvenes que están remotamente cerca de nuestro grupo demográfico, hicimos lo que cualquiera en nuestra situación haría: antes de la película nos dimos un toque.

“Es hidropónica de Cali, está muy correcta”, exclama uno de ellos cuando enciendo la pipa de vidrio en la intimidad de mi coche, mientras que suena “Danger Zone”, el tema de Top Gun. No sabía si por “Cali” se refería a que la mota era de calidad o de California. Resultó ser de las dos.

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El amigo de un amigo viajó a Los Ángeles y regresó con muestras de hidropónica que al llegar a mis manos ya había perdido su nombre. Kush, sativa, índica… nunca lo supe. La “hidropónica de Cali”, al parecer dejó su nombre en un dispensario de cannabis en California. La simple idea de esos lugares me parece ajena.

Qué toque. Señor Toque, mucho gusto. “Kenny Loggins, Zona de peligro”, me dice al oído Adolfo Fernández Zepeda, la voz de Universal, mientras exhalo la fresca nube sabor a fin de semana.

Diez minutos para que empiece la película. De la mano de Don Toque llegamos los tres al mostrador del complejo cinematográfico. Algo que escapa de mi control cuando me encuentro bajo los efectos de psicoactivos son las transacciones monetarias. Me parecen aterradoras.

Y ahí estamos, tres adultos comportándose como simios tratando de comprender el monolito de 2001: Odisea del espacio en que se ha convertido la acción de pagar tres entradas generales; el muchacho que atiende el mostrador se ríe contenidamente de nuestra desventura, casi en complicidad. Y es ahí que uno de mis acompañantes ve una válvula de escape; con una mezcla entre cinismo y fraternidad exclama, “Perdón, es que estamos bien pachecos”. Reímos nerviosamente, hasta que el cajero repite la palabra “estamos” y estalla la carcajada.

Estamos pachecos

Era obvio. Tienes veintitantos años y trabajas atendiendo un cine a las diez de la noche del domingo; claro que estás pacheco.

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Yo estoy hasta el cepillo. Hacía años que no me ponía tan pacheco. Supongo que ya estaba acostumbrado a fumar la típica mota oaxaqueña que fácilmente se consigue en la Ciudad de México, que no es tan fuerte pero sí muy económica, misma que dejé de consumir cuando me vendieron un guato que contenía pedazos de chicharrón de cerdo. Viva México.

Cuando te das un toque fuera de casa siempre existe el temor de que te vayan a cachar, de que el sobrio mundo exterior te mire con sus ojos blancos y te juzgue como el criminal que eres. Pero, ¿qué tan sobrio está el mundo? ¿Qué tan sobrio está el taxista que lleva a una señora a su clase de pilates? ¿Y el maestro que da la clase? ¿Y la señora? ¿Cuántos de nosotros estamos pachecos?

La Encuesta Nacional de Adicciones dicta que 4.7 millones de mexicanos se las truenan. Esto es casi cinco millones de pelados —más que la población de países como Irlanda, Croacia y Uruguay—. Según cifras del Centro de Integración Juvenil, en los últimos cinco años el número de mariguanos creció 25 por ciento, casi cinco por ciento al año. Ya quisiéramos esas cifras para el PIB.

Se estima que en la Ciudad de México, seis de cada diez operadores de transporte público saldrían positivos en cannabis en un examen antidoping, y que por lo menos diez por ciento de los choferes en estados como Puebla, Yucatán y Sinaloa operan o han operado bajo los efectos de la caquita de chango. De cualquier forma esto es una cantidad menor que la que se estima en la capital, aunque según Juan Cruz, supervisor de la SCT de Puebla, “el consumo común es más bien de lo que se conoce popularmente como perico”. En Jalisco, según la Encuesta Estatal Escolar de Adicciones 2012, ocho de cada diez alumnos consumen o han consumido cannabis desde la secundaria y se estima que la cifra ha aumentado en 13 por ciento en el último año. Ocho de cada diez, el ochenta por ciento de los jóvenes de uno de los estados más históricamente conservadores del país se dan las tres.

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Lo que quiere decir que hay casi cinco millones de “criminales” rondando por las calles de nuestro país, culpables de una atroz fechoría: el consumo de mota. Mientras, las verdaderas drogas duras están al alcance de todos.

Es perfectamente legal que vaya a la ferretería y me arme un arsenal de solventes, pegamentos y pinturas, y me ponga verdaderamente como un simio. Y lo peor de todo —como evidencian tantos monosos en la calle— es muy fácil. ¿Por qué nos interesa refundir en el frescobote al que porta una bolsa de hierba, y no ayudar a un niño de la calle con los dedos chuecos y el cerebro seco por la mona? Porque si el problema es el narcotráfico, con todo gusto sembraría lo de mi consumo personal en casa si no tuviera que preocuparme de que el vecino se espante al ver mis macetas en la jaula de tender que compartimos en la azotea.

Me alegra estar cobijado por la negrura del cine; de ninguna manera podría desenvolverme dignamente en una situación que requiriera de interacción social directa. No siento mis brazos. Creo que estoy cerca de la pálida.

Pálida.

1. f. coloq. Méx. Estado excesivo de efectos canábicos que produce síntomas como sudoración, náusea, palidez, ansiedad, paranoia y/o inmovilidad.

Cae el primer chiste de la comedia El Lobo de Wall Street y estoy salvado, la película me aleja de ese estado de ansiedad introspectiva que no sentía desde la universidad. Estuvo cerca. Desde aquí, todo es placidez.

Sólo me he malviajado un puñado de veces en más de diez años, la hierba puede ser una herramienta que agudiza los sentidos, despierta la creatividad y acentúa el placer, pero cuando es culera, es culera, y la presión de estar delinquiendo en un lugar público puede ser abrumadora.

Me pregunto cómo sería mi relación con la mariguana si su consumo estuviera permitido en México como en Colorado, si no tuviera ese sabor clandestino y adolescente de disfrutar de algo prohibido.

En Estados Unidos, los dispensarios son lugares en los que se puede consumir sin la incertidumbre de estar comprando un producto adulterado, de baja calidad o “lleno de sangre” como dicen algunos. Inaudito. Los estadounidenses están encontrando la manera de estandarizar una práctica que sucede en todo el mundo aunque no esté amparada por la ley, cuidando la salud del consumidor y haciendo enormes cantidades de dinero en el proceso. ¿Cómo es que le copiamos a los gringos tantas reformas fallidas y no esta medida que tan exitosamente está floreciendo en Colorado, Washington, California y Alaska? Qué insensatez. Qué falta de criterio. ¿Acaso estamos pachecos?

@franquestain