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La pura puntita

Manuel, el cubano loco

Este relato del escritor bosnio radicado en Alemania (y toda una sensación en varias emisiones de la FIL) nos muestra los días de un cubano a punto de ser deportado de Alemania.

Traemos adelantos de los libros que te van a ensartar las mesas de novedades.

Guadalajara se está destapando como un extraño paraíso de editoriales independientes. La más nueva de ellas es Pollo Blanco, que lleva nuestro queridísimo editor y hombre de dietas, Carlos López de Alba, junto con Ana María Petersen. Manuel, el cubano loco es la primera entrega de estos hermosos libros, diseñados por Miriam Ramos Pinto y Erick Escalante Miranda.

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Este relato del escritor bosnio radicado en Alemania (y toda una sensación en varias emisiones de la FIL) nos muestra los días de un cubano a punto de ser deportado de Alemania. La traducción es de Paula Fernández Gómez.

Enhorabuena y largo cacareo a Pollo Blanco Editorial.

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Manuel, el cubano loco, me reveló ayer un secreto. Por primera vez después de veinte años se dirigió él a mí y no, como siempre, yo a él. Me enseñó una carta, el remitente: la oficina de mi­gración. Una carta escrita con fecha del primer día del mejor mes para pasar en Baden comiendo pastel y pariendo bebés.

“Hoy es uno de septiembre”, susurró, “habrán pasado exactamente tres meses”.

Yo anoté: “septiembre”.

“¡Escucha”, dijo Manuel, “pero esta vez es­cúchame con tus oídos de mierda y no con tu mierda de lápiz!”.

Y Manuel inició un discurso. No tenía miedo a la deportación, no podía tener miedo alguno pues durante toda su vida lo había teni­do y, en algún momento, se le había acabado. “Con la sangre no es diferente”, dijo. “No tengo miedo, chico”, repitió, “pero me avergüenzo mucho. Me avergüenzo de mi vida, porque este papelucho dice lo poco que valgo y que ni si­quiera merezco un espacio. ¡Maldita vida! ¿Or­den de deportación? ¿Prohibir mi presencia en el presente? ¿Incluso determinando la hora exac­ta? Manuel ha caducado para Alemania. Mañana se cumple mi fecha de caducidad, chico, sólo me conservo hasta la medianoche”.

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¿Y qué se puede contestar a eso? ¿Qué se le aconseja a un cubano que se avergüenza de su vida? ¿Qué sabe uno de la deportación de inmi­grantes? ¿Cómo se entera uno de algo así si no es porque un negro se asfixia en un avión porque le han amordazado demasiado fuerte?

“Mañana”, dije, y mi desconsuelo fue como un bordado, como una silla de jardín, como un sombrero tirolés, como una alergia. “Empieza el mes más feo que puedes pasar en esta ciudad”, añadí, desolado e imprudente como siempre.

“Pero ¿sabes qué?”, contestó Manuel, “quiero tener el derecho de gruñir como un cerdo en este mes tan feo”.

Pasamos la noche en el restaurante griego. No sólo porque a la novia de Manuel, Ilona, le tocaba trabajar, sino porque él buscaba pelea. Pero esa noche no se podía contar ni con los tur­cos. Manuel se emborrachó con cantidades in­gentes de ron, llenó el cenicero de colillas y besó a su Ilona en las sienes. Insatisfecho y borracho, me tomó por los hombros: “ahórrate la compa­sión para las maestras de preescolar, chico. ¿No tendrás un poquito de libertad para darme?”.

A Fatih, Suleyman y a otros muchachos les entró hambre y se formaron en la fila para orde­nar algo, mientras que Manuel, desde hacía un buen rato, dormitaba sobre la mesa. Les hablé sobre la inminente deportación; maldijeron mi­rando al suelo, se abrazaron entre ellos y luego estrecharon al cubano adormilado. Cuando acabé de hablar, los turcos estaban de pie con la comida en una mano y con la otra acariciaban la cabeza de Manuel, en un gesto típico de abuela. Comieron tzatziki y cavilaron.

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Finalmente, los turcos tomaron la deter­minación de llevar al adormilado Manuel a su casa. En el jardín, bajo la única ventana intacta, Manuel se despertó y abrió la boca para cantar y vomitar. Manuel, el cubano loco, vomitó un aria de Wagner. Y ahora quiero que te imagines lo siguiente: de noche, a las dos y media de la madrugada, estás escuchando la ópera Lohengrin interpretada por una garganta alcoholizada y alquitranada por el tabaco, pero adiestrada para el canto y con un leve acento español. Estás en el mejor barrio de la ciudad, petrificado de lo maravillosa que es el aria y, de repente, Heinrich el Pajarero te saca del ensimismamiento con un eructo. Y en un inesperado lapso entre el majes­tuoso canto y la insensata política de inmigración eres consciente de que se ha puesto en marcha el coro canino del vecindario por el lamento de Manuel y sus octavas.

“¡Perros, son los peores tenores del mun­do! ¡Parásitos enfermizos, de tanto cruce con su misma raza, camuflados bajo su pelo brillante! ¡Perros mestizos de falsa modestia! ¡No sean cariñosos con criaturas tan engreídas!”. De re­pente, en ese instante de silencio, unos batines granates salen por los accesos de gravilla de las mansiones. Los nazis del squash exigen que Manuel se calle o se verán obligados a llamar a la policía. “Si no”, dicen, “nos veremos obligados”. Los turcos corren en su dirección y gritan algo en un mal alemán. Tras sus pasos se oye el ruido de la gravilla de las entradas a las mansiones, donde suelen aparcar sus BMW. Un poco de mie­do no viene mal. Expulsado, desterrado, echado de un país, de su gente, de sus conflictos vecina­les, de sus productos lácteos, de sus terminacio­nes sustantivadas, de sus interpretaciones sobre los derechos humanos, de sus responsabilidades, de sus concursos de preguntas y respuestas, de sus maquetas y de sus peculiaridades regionales.

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Manuel, el cubano loco, se echa a dormir en el tercer piso de La Bailonga. Yo voy a salvarlo y me estará agradecido de por vida. Nunca me dará las gracias, sólo me ofrecerá La Bailonga por 50 mil euros, aunque valga el doble, eso lo sabe todo el mundo. Me golpeará el hombro, me llamará “chico” y “cabrón” según le cuadre y sospecharé que no hay peor sentimiento de culpa que el de salvar a un hombre para rego­dearme con un sentimiento ficticio de coraje.

A Manuel le apesta el aliento a arenque y la camisa a salmón. Bajo su abrigo de arenque se cae hacia atrás y canta estirado Lohengrin tanto rato que uno de los turcos, con golpes bien dados, acaba por hacerle saltar las lágrimas de los ojos. Manuel cae en un sueño intranquilo de justicia.

“¿Quieres oír mi historia, cabrón? Si fueras un auténtico artista, si fueras un pintor, nunca te la contaría”.

Manuel llegó a Alemania hace veinte años desde Los Pinos, una isla cubana del archipié­lago de los Canarreos. Cuando Manuel se instaló, La Bailonga era la misma ruina de hoy. Sin embargo, Manuel tenía peor aspecto: con los ojos inyectados de sangre parecía un pes­cador al que le hubiesen retirado la licencia de embarco. La Bailonga es legado del padrastro de Manuel, un traficante de drogas alemán que hace veinticinco años se estableció en Los Pinos, donde se casó con la madre cubana de Manuel y dormía todo el año con calcetines.

Cuando Manuel habla de su padrastro, le lla­ma “El Gordo” o “El Alemán”. El gordo alemán está encarcelado desde hace veinte años en la Canaleta, la cárcel estatal de Ciego de Ávila. Está encerrado porque Manuel nunca le per­donó que su madre perdiera la memoria con la cocaína y que, como consecuencia, ella muriese en el olvido. Una llamada fue suficiente.

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