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Cultură

PIELES SILVESTRES

¿Sigue estando mal si lo atrapas, desuellas y coses tú mismo?

Cara a cara, más bien cara a pierna despellejada, con un zorro a medio desollar. Ése es Larry en el fondo, riéndose.

H

ace algunos años, trabajé para un diseñador de modas a quien le gustaban las pieles teñidas con colores exóticos como verde ácido y ciruela. La mayoría era para chamarras muy caras que parecían hechas de piel de Muppet. Sólo la piel de zorro, específicamente la de zorro rojo americano, se usaba en su estado natural. Era perfecta por sí sola. Aunque debo admitir que soy un tanto vanidosa (me gusta la moda y a veces logro soportar prendas incómodas si la ocasión lo amerita), la piel me puede llegar a incomodar bastante. Es difícil sacarse de la cabeza la idea de animales criados en granjas industriales para ser electrocutados por el culo. Estaba segura que debían existir alternativas.

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Aproximadamente una quinta parte de las pieles son de animales silvestres, y los proveedores son cazadores y tramperos. Estas pieles pertenecen a animales que vivieron libres y (con suerte) felices antes de convertirse en prendas de marca. Recientemente, los precios de las pieles de granja en las subastas alcanzaron niveles récord, lo que ha hecho que el pelaje salvaje—mucho más barato pero no tan suave—, sea una alternativa atractiva y viable. De la noche a la mañana, los estantes de las tiendas de lujo Neiman Marcus y Barneys están repletos de abrigos de coyotes y mapaches salvajes. Pero mientras los activistas continúan en su cruzada contra el resurgimiento de esta moda, muchos diseñadores parecen olvidar o ignorar la existencia del pelaje salvaje americano. Este material tiene potencial para convertirse—a manos de algún visionario—en el equivalente de la moda de la comida sustentable y orgánica.

Mi intento por explorar la literatura sobre este grisáceo terreno ético no me llevó a nada, así que decidí salir a cazar. Quería saber qué tan difícil puede ser transformar el pelaje de un animal muerto en alta costura. Resulta que es una tarea macabra pero factible, siempre y cuando tengas la ayuda de un experto.

Primero tuve que planear la logística y encontrar a alguien dispuesto a mostrarme los pasos a seguir luego de cazar y desollar. Al poco tiempo encontré a un productor de pieles dispuesto a ayudarme; su nombre es Dimitris. Igual que con todas las personas a las que entrevisté para esta historia, les expliqué que planeaba escribir un artículo para una revista sobre mi experiencia. Decidí no usar sus apellidos para evitar que sus oficinas fueran atacadas por activistas defensores de los derechos de los animales.

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Primero, Dimitris llamó a Marc, un “vestidor” que se encarga de limpiar y suavizar la piel. Marc llamó a Harry, un distribuidor y mayorista de pieles; Harry llamó a Larry, un “recolector de campo” que compra y desuella los animales muertos que le dan los cazadores y tramperos; Larry llamó a Barry, su mejor trampero; por último, Larry llamó a Eric, su socio (todos estos nombres son reales).

Poco tiempo después ya estaba en la carretera de Pensilvania, camino a una casa amarilla con un letrero que decía SE COMPRA PELAJE. Hice mi mejor esfuerzo por ignorar el cadáver despellejado, posiblemente de un zorro, que yacía en una tina de plástico en la entrada. Mientras me acercaba, la puerta del sótano se abrió y apareció un hombre con una camisa a cuadros que parecía una versión más vieja y redonda de Jeff Bridges. Tenía que ser Larry.

Señaló mis pies y me preguntó si traía botas. Durante nuestra primera conversación telefónica me recomendó comprar un par de botas de hule que me llegaran hasta la cadera, y al ver la cara que me puso, fue un alivio poder decirle que sí.

Noté que Larry quería empezar de inmediato, así que a los pocos minutos me puse mis botas. Me presentaron a Barry, quien además de ser un exitoso trampero, también es técnico veterinario. Barry, con su sudadera aqua y unos anteojos a la John Denver, parecía más un adorable maestro de matemáticas que un feroz cazador.

Comenzaba a atardecer y estábamos perdiendo la preciada luz del día. Barry me guió rápidamente por el camino, a través de una colina boscosa, hasta llegar a un riachuelo. Caminamos a la orilla del río y nos sumergimos hasta las rodillas. Aprendí que la mayoría de los animales que atrapa son nocturnos, especialmente zorros, visones y mapaches. Los mapaches, me explicó Barry, buscan comida entre las grietas junto al río. Para atraerlos, lo mejor es construir una especie de set, un escenario atractivo que los haga acercarse. Para mi primer set, cavé un hoyo, aplané el lodo y puse algo de pasto en el fondo. En cuanto terminé, Barry sacó un frasco con carnada que parecía mermelada de uva, me dijo que metiera un palo en la mezcla y que untara una buena cantidad en el fondo de mi set. Después me dio una botella con la etiqueta MAPACHE #1, cuyo contenido rocié alrededor de mi set. Olía a tocino. Por último, regué unos cuantos bombones (que funcionaban más como atractivo visual). Era momento de poner la trampa.

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Barry usa trampas con resortes, diseñadas para atrapar la pata del animal hasta que lo puedan “despachar” (i.e. disparar y matar) a la mañana siguiente. Barry me entregó una trampa: un círculo metálico negro, un poco más pequeño que un disco, con dos mandíbulas. Elegí un lugar, sujeté la base de la trampa con fuerza (cuidando no tocar las mandíbulas), y la sumergí en la orilla del rio. Eso era todo; mi primera trampa estaba lista.

El sol se metió mientras bajábamos por el río, colocando más trampas en el lodo, cavando hoyos y regando malvaviscos. Traté de imaginar cómo sería hacer esto todos los días, lo que me llevó a preguntarle a Barry qué era lo que más le gustaba de usar trampas. —Ser tan astuto como el animal y lograr atraparlo —dijo.

También le pregunté a Barry qué tantos animales atrapan cada vez. Me contó que suele colocar cincuenta trampas por noche y que, si logran caer cinco animales, es un buen resultado. Ese día colocamos únicamente quince.

Regresamos a casa de Larry después del anochecer, justo a tiempo para que abriera su negocio donde vende equipo para cazadores y tramperos, quienes a su vez le venden los cuerpos de animales que atraparon. Lo seguí hasta el sótano, el cual usa como taller.

Adentro, la muerte estaba presente en todos lados. Había cartones con manchas cafés en todo el piso. El lugar estaba repleto de herramientas y utensilios: cargadores para las lámparas de cacería, cuchillos de precisión, toallas manchadas y frascos con algo que, según yo, eran órganos.

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Había llaves ensangrentadas y ganchos para colgar los cadáveres y desollarlos pendían de las vigas. Había una cuchilla de doble mango sobre una caja de madera que me llegaba hasta la cintura y que contenía el pelo y las pieles que no servían. Larry me explicó que era una estación de limpieza, donde separaba la grasa de la piel. Y claro, había cientos de pieles, secándose estiradas sobre marcos en forma de U. Había otras con el pelo por fuera, y en tamaños que iban desde algunos centímetros hasta casi metro y medio. En el suelo, junto a un mapache muerto, había tres cadáveres de zorro. Estaban congelados. Larry me explicó que cuando los cazadores saben que pasarán varios días antes de que los puedan vender, los meten en hielo. Esos que había en el suelo apenas se empezaban a descongelar.

Me acostumbré al lugar en poco tiempo, probablemente porque cada que movía la cabeza mi cola de caballo tocaba una piel de zorro o una cola de mapache. Pero hubo un cadáver en particular que llamó mi atención: un pequeño zorro rojo que estaba tirado de lado. Excepto por algunas manchas de sangre y los dientes de fuera, parecía una caricatura, como todas esas que tanto me habían gustado de pequeña. Sentí que se me sumía el corazón y poco tiempo después, me fui de casa de Larry. Esa noche me fui a la cama preguntándome si habría un mapache llorando bajo la luna, con su pata atorada en una de mis trampas.

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Ala mañana siguiente regresé a casa de Larry, y salimos a buscar las trampas. No atrapamos nada; el nivel del agua había bajado más de lo que esperábamos y las trampas habían quedado expuestas. Incluso los malvaviscos estaban intactos. Pero las trampas vacías no implicaban que mi día con Larry hubiera terminado. Había trabajo que hacer. El pequeño zorro rojo en el piso se había descongelado durante la noche y estaba listo para ser desollado. Me di cuenta de que sería mi última oportunidad en la vida para desollar mi propia piel y, temblando, dije que yo lo haría.

Larry me entregó un delantal amarillo de hule y guantes de látex, y hasta ahí terminó su trabajo conmigo. Eric, el socio de Larry, que acababa de terminar su turno matutino como sargento en la prisión del condado de Lebanon, era el que se encargaba de desollar. Mientras Eric me guiaba en el proceso, Larry acercó una silla. Estaba concentrada pero tenía náuseas. Eric se estiró y tomó un soporte metálico que pendía del techo con una cuerda. Colgando frente a mí pude ver dos enormes ganchos plateados, sujetados por unas cadenas. Levantó al zorro y atravesó una pata con uno de los ganchos. Era mi turno.

Siempre me han gustado esos colchoncitos de las patas de los perros y las huellas que dejan. La pata de este zorro era muy parecida. Mientras Eric sujetaba el cuerpo, tomé con fuerza su huesuda pata entre mis dedos forrados en látex y presioné la pata contra el gancho, pero no podía hacer que la atravesara. Eric me dijo que empujara con más fuerza. Sentí cómo el gancho atravesaba los huesos y salía por el otro lado. Eric giró lentamente el cuerpo del animal, ahora colgaba de sus patas traseras y había una cubeta azul de plástico en el suelo debajo de su hocico. Ya habían caído algunas gotas de sangre. Me entregó un cepillo con dientes metálicos y comencé a peinar ese pelo cobrizo y enredado con una mano, mientras con la otra sujetaba su estómago helado para evitar que se moviera.

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Después, Eric me entregó un pequeño cuchillo de precisión con mango de plástico. Usando sólo la punta hice un corte en la parte trasera de las patas y alrededor de los tobillos. Metí los dedos por los cortes y jalé la piel por encima de unos músculos brillantes hasta que quedó colgando justo debajo de la cola. Después metí mis dedos por una pequeña abertura entre la piel y el músculo, y jalé con toda mi fuerza para despellejarlo hasta la base de la cola.

Eric me pasó algo que parecía un broche de plástico rojo, unas pinzas que se usan para pelar la cola, que sujeté alrededor de su coxis. Agarré la herramienta con las dos manos, y jalé con todas mis fuerzas para desprender el anillo de pelo en la cola, mientras empujaba su helado trasero. El plástico duro se sumía entre mis dedos, pero no se movía. Después comenzó a desprenderse, me comencé a marear y creo que grité. —¡Eso es! —dijo Eric. —¡Jala, jala! ¡Sigue jalando!

Antes de darme cuenta, la cola se me resbaló rápidamente entre los dedos y el cuerpo del zorro se columpiaba lejos de mí. Tenía un hueso largo y delgado frente a mí. Fue horripilante. —Esa fue la parte fácil —dijo Eric. —Espera a que lleguemos a lo más difícil.

Toda la parte trasera del zorro colgaba desnuda y despellejada, roja y violeta, con rastros blancos bordeando sus músculos.

Eric me siguió guiando hasta que la piel, con un tono rosa grisáceo y muy alargada, colgaba de la patas delanteras. Eric me pasó una toalla café para que la envolviera y, una vez más, me dijo que jalara. Poco a poco la piel comenzó a desprenderse, hasta la parte más ancha del torso. Entonces, Eric sujetó al zorro y con su mano hizo un hoyo circular entre la piel y el cuerpo, como una especie de agarradera. Anatómicamente, no tenía sentido, pero entonces pensé en la ropa. Estábamos sacándole las mangas.—Así es—dijo Eric. Sujetó la axila con fuerza y arrancó los últimos pedazos de piel. Eric recortó la piel que quedaba por encima de las patas, y dejó al zorro con dos peludas patas delanteras.

Para el siguiente paso había que trabajar más cerca del suelo, así que metí el delantal entre mis piernas, coloqué entre mis muslos la piel de zorro envuelta en la toalla, y me eché hacia atrás, jalando de forma casi paralela al suelo. Mientras jalaba, usaba mi cuchillo alrededor del cuello del zorro, para despegar delicadamente la piel del cuerpo. Cuando llegué a la cabeza, Eric me ayudó a cortar algunos centímetros alrededor de una oreja. Mientras me abría paso hasta la frente descubrí un pequeño mechón plateado, y justo debajo, el diminuto cráneo del zorro, como un gigante moretón. Me empecé a sentir mal por unos segundos, pero Eric se apresuró a distraerme, indicándome que metiera mi dedo por el oído del zorro.

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—¿Adentro? —pregunté.

—Sí, mete tu dedo—dijo Eric. —Ahora jala—. Metí mi dedo en la oreja y me eché hacia atrás, jalando con todo el cuerpo para arrancar otros cuantos centímetros de piel. Eric me explicó que la idea era estirar la piel para tener más espacio alrededor de los ojos. —Hay que cuidar los párpados —me dijo, mientras me mostraba cómo. Metió su pulgar en el oído del zorro, arrancó la piel hasta uno de sus grisáceos ojos, y una vez ahí hizo un corte para removerla.

—A ti te toca hacer el otro lado.
—Genial —dije, tomando el cuchillo.
—Mantén la presión constante con tus piernas, así como estás. Casi había olvidado que la piel del zorro estaba entre mis

piernas. Me distraje con las instrucciones de Eric, que me indicaba que cortara hasta el hueso, poco a poco.

—No tengas miedo —dijo Larry. Expuse el otro ojo y jalé hasta que sólo quedó el hocico bajo la piel. Eric se encargó de la zona de los labios y los bigotes, dejando expuestos todos los dientes y la mandíbula. La cara desollada del zorro que me miraba parecía la de un alienígena. Sólo quedaba la punta de la nariz. Eric me aconsejó jalar y cortar.

Momentos más tarde tenía el pellejo completo entre mis brazos. Estaba atónita. Miré el reloj. El proceso había durado unos cuarenta minutos.

—Ahora agarra el pellejo —dijo Larry,—dale vuelta para que el pelo esté por fuera, y admira el trabajo que hiciste—. Para esto tuve que meter mi brazo completo en el pellejo helado y resbaladizo del zorro, que para ese momento no era más que un calcetín de carne. Encontré la punta y la jalé. —¿Ves cómo todo sigue ahí? —dijo Eric. —Los bigotes están ahí, la nariz, las orejas. Todo está bien.

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Toqué su pequeña nariz negra y sus bigotes, la curva de su mandíbula sobre mi mano. Me atacó una extraña mezcla de gratitud y remordimiento. Algo dentro de mí quería apretarlo contra mi pecho, como un osito de peluche o un bebé. Sentí cómo mi cara se arrugaba y me esforcé por controlarme, no fueran Larry y Eric a pensar que era una activista encubierta.

Había un pequeño hoyo entre sus ojos.
—¿Por ahí entro la bala? —pregunté.
—Sí, ése es uno de los hoyos —respondió Eric.

Empecé a llorar.

—A veces, cuando estamos cansados y de simples —dijo Larry desde su silla —jugamos a las marionetas. Alguien agarra a un zorro, el otro a un mapache, y nos sentamos a platicar—. Todos nos reímos. Instintivamente, Larry se encargó de la última parte, volvió a invertir el pellejo y lo colocó sobre un restirador para quitarle la grasa. Eric cortó las glándulas que seguían colando del cuerpo, y las metió en un frasco para utilizarlas después como carnada.

Una vez demostrada mi convicción con lo que estábamos haciendo, Eric y Larry se dieron cuenta de que una piel de zorro no me iba a alcanzar para mucho, así que me dejaron comprar cinco de sus pieles de zorro más hermosas. Las cepillé y se las entregué a Larry, quien desenganchó la barra inferior de un soporte de acero, ensartó las pieles por entre los párpados, y las puso en una bolsa negra de ropa extragrande. Después me dio un recibo por 150 dólares, toda una ganga.

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Aunque no todos los animales para pieles se crían o matan, igual, PETA (People for the Ethical Traetment to Animals) no hace distinción entre las que vienen de animales silvestres y las de granja. —Las pieles son simple y sencillamente un negocio violento y sangriento, lo veas como lo veas —me dijo la vocera, Lindsay Wright.

Quería escuchar otras opiniones, así que llamé a Steven Wise, autor del libro que critica las granjas de cerdos, An American Trilogy, y un académico en derecho que ha impartido clases sobre los derechos de los animales en la Escuela de Leyes de Harvard. Él opina que las pieles deberían ser completamente ilegales, pero dice que también se puede hablar de diferentes niveles éticos. —Las pieles de granja son quizá peores que la cacería de animales salvajes —dijo. —Hasta que el animal es ejecutado, ha llevado una vida normal y silvestre. Un animal criado por su piel tiene una vida y una muerte terribles—. Le pregunté si pensaba que matar y procesar mis propias prendas hacía alguna diferencia. —No —me dijo. — Sólo hace que te preguntes si no es una locura—. Podrán decir que estoy loca, pero no me convenció.

Llegó el fin de semana, y durante tres días no pude llevarle las pieles a Marc, el “vestidor” (o costurero). Mientras tanto, la bolsa de ropa estaba colgada en mi baño con la puerta cerrada y la ventana abierta. Primero fue como tener un vestido nuevo; me emocionada cuando pensaba en ellas. Después comenzó a apestar, un mezcla de olores entre una carnicería de mercado, una tienda de pieles y un plato de Cheetos. La bolsa de ropa comenzó a sentirse más como una bolsa del servicio forense. La abrí una última vez la mañana del lunes. El pelo estaba hermoso, pero la piel estaba tiesa y acartonada, y había adquirido un tono magenta. Digamos que el jamón serrano no ha vuelto a ser lo mismo para mí. Para cuando llegué al taller de Marc en Nueva Jersey, tenía la piel chinita de nervios, no podía esperar para deshacerme de todo ese pellejo.

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—¿Desollaste a un zorro rojo? —preguntó Marc, cuando le conté mi historia. —¿Es en serio?—. Marc entró al negocio de las pieles manejando un camión de pieles en los setentas, después de dejar la escuela de música a los 19 años. Me pareció bastante delicado, especialmente para ser dueño de una de las fábricas procesadoras de pieles más grande en Estados Unidos. Se retorció con el olor cuando abrió mi bolsa, pero dijo: — Creo que vamos a poder hacer unas lindas prendas.

Como demostración, me enseñó unas pieles que estaban remojándose en tinas con jabón, químicos y sal para quitarles el exceso de carne, humedecerlas y meterlas en unos enormes barriles de madera.—Convierto pellejos en pieles comerciales—dijo.

Marc me contó que hasta hace algunos años, sólo una quinta parte de su negocio eran animales silvestres. Pero recientemente, conforme se han disparado los precios en las subastas de pieles de granja, estima que ese número ha alcanzado el cincuenta por ciento. Atribuye el aumento en la demanda a los mercados ruso y chino. También cree que los norteamericanos han comenzado a disminuir su demanda por las pieles de granja, pero dice que la alternativa puede ser complicada. —La piel salvaje es muy lanuda —afirmó. —Tiende a enredarse.

No me pareció que mis pieles que había traído de Pensilvania fueran particularmente lanudas, hasta que Marc me mostró unas pieles de zorro de granjas finlandesas: un nivel de esponjosidad imposible, tres veces el tamaño de las mías y unos tonos “platino” y “azul esmerilado”.

Los zorros rojos americanos vienen en un solo color. Pero aun así me parecieron más bonitas que esas esponjas finlandesas, y estaba impaciente por ver el trabajo de Marc. Me dijo que en cuenta las terminara, las mandaría en su camión para llevarlas al distrito de pieles en Manhattan.

Dos semanas después, caminé por la 30th Street, hacia el taller de Dimitris. En 1985, cuando llegó a Nueva York de Grecia, era una de las quinientas personas en el nego

cio de pieles en la ciudad. Hoy, sólo quedan unas cuarenta. El taller estaba lleno de bolsas, cajas y montones de pieles por todos lados, y una mesa de madera en el centro de la habitación donde extendimos mis pieles de zorro. Ahora ya eran flexibles y suaves, con un tono acaramelado arriba, gris debajo, y cuellos y costados plateados. Las pieles tenían orejas, narices y bigotes, pero era como si sus espíritus animales hubieran sido exorcizados.

Combinamos dos de las pieles más claras y las pusimos lado a lado. Dimitris cortó los pálidos bordes interiores con un cuchillo de mango dorado, y coció las pieles hasta crear una piel de zorro mutante con dos cabezas y una espalda muy ancha. —¿Ves? —me dijo. —Es como cirugía plástica—. Después, sin muchos rodeos, cortó los cuellos. Así de simple, mis zorros se habían convertido en un chaleco.

Durante cuatro días, fui la aprendiz de Dimitris, recortando alrededor de hoyos de bala y rasguños, cociendo pieles y estirándolas al tamaño adecuado. Hicimos un marco de cartón para un chaleco y lo calcamos sobre cuatro pieles, dejando la quinta piel para otro proyecto. Recortamos a lo largo de las líneas, cocimos las figuras, y les aplicamos un chorro de vapor. Cuando llegó la hora de cerrar el cuello, me dejó usar la máquina.

Llevaba días viendo cómo Dimitris cocía las pieles, moviendo el pelo con sus pulgares mientras lo hacía. Pero cuando fue mi turno al pedal, sentí el mismo miedo que cuando usé el cuchillo en el taller de Larry. Eventualmente, pisé a fondo y las ruedas de acero de la máquina comenzaron a girar mientras la aguja se movía de un lado a otro sobre el cuello.

Una vez que terminamos de armar el chaleco, fui a una tienda de telas a buscar un forro. Elegí una de color gris y se la entregué a María, la costurera que se encarga de hacer los terminados. Hizo el forro y con una aguja muy afilada, y a mano, lo coció al chaleco. Estaba casi terminado, sólo le faltaba un pequeño detalle.

Llevé el chaleco a una tienda de bordados en la 30th Street, para que le pusieran mi nombre en la parte de adentro. En realidad debí haber pedido que bordaran un par de nombre más: María, Dimitris, Marc, Barry, Eric y Larry. Además de cuatro pequeños zorros rojos que me han mantenido muy, pero muy calientita durante todo el invierno; y los amo por ello.