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Distrito Feral

Terror en la costa. El tiburón que se tragó los planes de boda de mi tía

Sus rostros cambian de alegres sonrisas a muecas de preocupación. Algunas se ponen de pie y hacen señas. Otras se llevan las manos al rostro y se tapan los ojos.

Tiburón Toro.

Advertencia: Los eventos que se narran a continuación son completamente reales. Sé que quizá podrán parecer algo exagerados, pero no es así. En todo caso, más bien se quedan cortos del horror implicado en la situación real.

Chachalacas, Golfo de México, 1940. El, ahora algo decadente, litoral veracruzano en aquel entonces era un paraíso tropical. Apenas unas cuantas enramadas salpicaban la frondosa selva oceánica. No habían nacido el parachute ni la banana y la estrepitosa fiebre del jet ski estaba todavía a décadas de interrumpir la paz. No se veían cuatrimotos desafiando las dunas y aún no se estilaba que la raza lavara sus camionetas dentro del mar. No rodaban cabezas y se podía comer tantos ostiones como uno quisiera sin el riesgo de verter las entrañas en estado líquido debido al cólera. En fin, naturaleza prístina. Playa exuberante que prometía aventura vacacional. México en todo su esplendor exótico y salvaje. Lugar idóneo para realizar un viaje prenupcial en compañía de la familia. O, al menos, así lo consideraba mi tía abuela Lucero cuando llegó a la desembocadura del río Actopan, franqueada por su flamante prometido y un grupo nutrido de hermanas y primas.

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Días antes, el galán había declarado sus intenciones. Armándose de valor se presentó en la casa de la familia y de forma atenta pidió la mano de su enamorada. Los suegros aprobaron la unión y ahora la tía Lucero presumía con orgullo un anillo de compromiso como de revista.

El viaje era su modo de celebrarlo. No obstante, de acorde al tono de la moral que imperaba en la época, se había dispuesto que varias chaperonas cortejaran a la joven pareja en su expedición. No fuera a ser que se comieran la torta antes del recreo y que su apellido quedara manchado por las hormonas. Recordemos que corrían tiempos más conservadores. Uno no le metía cuchara a la machaca hasta que el Señor diera su visto bueno. Sin el conocido: "Hasta que la muerte los separe", no había canchanchán. Así que el contingente estaba conformado por una docena de testigos potenciales para prevenir el pecado.

Playa de Chachalacas, Veracruz. Foto vía.

Los recién comprometidos ponen píe sobre la arena. Se toman de la mano y corren hasta la orilla. El agua está tibia. Se roban un par de besos furtivos. Reina una especie de alegre tensión sexual en espera de la noche de bodas. No es precisamente que los adolescentes de los años 40s fueran más ingenuos que en nuestros días, pero estamos en un marco histórico en el que los bikinis sólo existían en la pornografía y el brazilian wax habría representado una vulgaridad inimaginable.

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Dos días después todos están morenos. La estricta dieta de pescado fresco, mariscos y agua de coco parece sentarles bien. Gozan de buen ánimo. Están tumbados sobre la arena contemplando el atardecer. Platican mientras atestiguan cómo el sol se escurre en el horizonte marino. La confianza establecida entre las futuras damas de honor y el prometido es tal, que él se aventura a sugerir tomarles un retrato grupal. Dice que los rayos dorados las iluminan de modo glorioso (no hace falta mencionar el atrevimiento que representaba para las chamacas de aquel entonces aparecer en traje de baño en una fotografía). Sin esperar respuesta, el novio toma la cámara y se incorpora con un brinco. Como si no quisiera que las doncellas salieran a contra luz, se aleja caminando de espaldas hacia la orilla mientras que las anima a que se junten un poco más. Las muchachas se hacen del rogar entre risas, pero en el fondo todas se mueren por ser capturadas en paños menores.

El visor de la máquina fotográfica es de formato cuadrado, lo que obliga al novio a incrementar la distancia para obtener un mayor ángulo visual y que así todas queden comprendidas dentro del fotograma. Tiene ya el agua casi hasta la cintura y aún retrocede un poco más. Cuando por fin logra que la totalidad de las chicas aparezcan por la mirilla, se desata la conmoción.

En este momento la secuencia se parte en dos, dependiendo del lado de la cámara en que nos encontremos:

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Punto de vista del novio

En el momento justo en que, con el agua hasta el ombligo, está a punto de accionar el botón y tomar la dichosa fotografía, el grupo de mujeres comienza a gritar algo ininteligible. Sus rostros cambian de alegres sonrisas a muecas de preocupación. Algunas se ponen de pie y hacen señas. Otras se llevan las manos al rostro y se tapan los ojos. Al parecer ya no les gustó tanto la idea de ser retratadas en traje de baño. Probablemente el prometido piense: Oh, qué la chingada, ¿no que sí querían?; pinchis viejas apretadas. Sin embrago, nunca lo sabremos con exactitud, pues el pobre muchacho dejó de existir.

Punto de vista de la novia

El galán retrocede de espalda hacia las olas con la cámara entre las manos y el ojo pegado al visor. El aparato eclipsa la mayor parte de su cara, pero es obvio que está contento. Cuando el agua verdosa sobrepasa el short que lleva puesto, llega una ola. Él salta elevando la cámara con destreza para que no se moje. Después vuelve a encuadrar. La siguiente ola se avecina a la lejanía. Conforme se acerca algo comienza a divisarse entre la espuma. Poco a poco la silueta comienza a cobrar forma. Parece un tronco y rebasa los tres metros de largo. A medida que la ola gana terreno hacia la costa, la alarma de las observadoras se torna más apremiante. Hasta que ya no queda duda, la sombra que desliza con la ola va acompañada de una aleta gris. ¡Es un tiburón! Y lleva las fauces abiertas de par en par. El tiempo se detiene. Las mujeres explotan en gestos desesperados. Gritan y hacen aspavientos, pero por más que se esfuerzan el novio no parece comprender la amenaza que se avecina; se limita a sostener la camarita frente a su ojo y se muestra un tanto molesto por la actitud de las damas. Unos segundos más tarde sucede la tragedia. El gran escualo se cierne sobre su presa y engulle al desgraciado de un bocado.

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Lo que sigue a continuación depende un poco de qué miembro de la familia cuente la historia. Algunos afirman que la tía Lucero corrió hasta la orilla, entró al mar dando tumbos, pescó con decisión el brazo de su enamorado y forcejeó con la bestia acuática hasta que se quedó con la extremidad de su prometido como único recuerdo. Otros, quizás un poco más sensatos, dicen que nadie hizo nada. Que todas se quedaron congeladas observando la escena en estado se shock conforme la nube de sangre se dispersaba en el agua. Lo que es seguro es que la tía Lucero nunca se casó. Pretendientes no le hicieron falta, pero el trauma de perder a su primer novio en las entrañas de un pescado marcó sus relaciones amorosas de por vida.

Tiburón mako.

De mi parte sólo queda cuestionar qué especie de tiburón pudo haber sido la que impidió la unión. Sin duda alguna en esa época había muchos más depredadores merodeando las costas que hoy en día, pues la acción indiscriminada de nuestra parte ha erradicado las poblaciones de escualos casi por completo. Entre el mercado oriental de sopa de aleta de tiburón, la sobrepesca con métodos no selectivos y la pésima reputación que Hollywood les ha fraguado, actualmente la gran mayoría de tiburones están amenazados y muy pronto podrían confrontar su extinción. Lo cual es un crimen absoluto, siendo que los ataques mortales, a menos que uno sea surfo y se la esté buscando, siempre han sido más bien escasos.

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Haciendo un rápido análisis de que especies se encuentran presentes en el Golfo de México, tres se presentan como las más probables de haber arruinado los planes de boda de la tía Lucero. En primera instancia habría que mencionar al mako, Isurus oxyrinchus, que es un pariente cercano del tiburón blanco, sólo que un poco más pequeño (aunque pueden llegar a medir con facilidad más de cuatro metros de largo). Después habría que incluir al tiburón tigre, Galeocerdo cuvier, al que se le hace responsable de la mayoría de ataques a humanos y cuyo récord de tamaño está alrededor de los 5.5 metros de largo y más de mil 524 kilogramos de peso. Y finalmente al famoso tiburón toro, Carcharinus leucas, de comportamiento generalmente agresivo pero de talla un poco más pequeña que los otros dos y cuyas características fisiológicas le permiten penetrar en cuerpos de agua salobres, lo que muchas veces ocasiona que entre en contacto con personas.

Para concluir citemos Siguiendo mis huellas, de Alejandro Caso, libro publicado en 2013 en el que también se narra, aunque de manera más breve, este relato: "Del novio sólo se pudo recuperar un pedazo que sacó el oleaje a la playa; se supo que correspondía a la barriga, pues contenía el ombligo".

Lee más en nuestra columna Distrito Feral.

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