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Desastre hecho a mano
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La cosa se quedó ahí un tiempo, hasta el 29 de febrero, concretamente. Era un domingo por la tarde y mi novia me invitó a un taller para hacer pulseras al que asistía. Cuando llegué al sitio, un taller lleno de mujeres de mediana edad y de cuentas de colores, vi a mi novia haciendo una de esas pulseras. Me senté frente a ella y me pasó una caja llena de cosas para que hiciera la mía. En la caja había unas cuantas letras pequeñas que debía introducir por el hilo. Me puse a mirar las letras y me di cuenta de que las letras componían la frase "¿Quieres casarte conmigo?".Se me pusieron los ojos como platos de inmediato. No quería avergonzarla delante de un grupo de mujeres ataviadas con vestidos anchos y hasta el suelo, así que empecé a poner las letras en el orden equivocado a propósito, formando palabras como "arte" o "queso", pero llegó un punto en que me detuvo y empezó a llorar histéricamente. Se había dado cuenta de que estaba intentando evitar el momento.
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Decepción olímpica
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Cuando llegué a la catedral de Canterbury, Tom me esperaba en la puerta con una botella de champaña y un ramo de flores. Antes de que pudiera decir nada, apoyó una rodilla en el suelo y me pidió matrimonio. Me regaló un collar —no un anillo, no; un collar—. De repente empezaron a arremolinarse los turistas para hacer fotos de la escena: él con una rodilla en el suelo y yo con cara de vomitar todo lo que había consumido la noche anterior. Me quería morir. Le pedí que se pusiera de pie y le expliqué, delante de un grupo de japoneses curiosos, que si ni siquiera estábamos juntos, mucho menos íbamos a casarnos. Tom estaba convencido de que pidiéndome matrimonio todos nuestros problemas se arreglarían.Nos fuimos de allí y le acompañé a la estación, pero ese día no había trenes, así que tuvo que volver a casa en un autobús.Emma, 25
El dilema del gato muerto
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Mientras Claire estuvo fuera, hablábamos muy de vez en cuando por Skype, porque casi siempre estaba en medio de la nada, en el mar. Cada vez que hablábamos, parecía menos interesada en volver. Aquello me llevó a pensar que casándome con ella conseguiría recuperarla. Aquel pensamiento me obsesionó por completo, hasta el punto de que tomé un vuelo a Tahití para encontrarme con ella.El gato que Claire había tenido desde la infancia se puso muy malo justo semanas antes de mi viaje. "¡Chingado, si el gato se muere mientras ella está fuera, nunca se casará conmigo!", pensaba. Durante un tiempo gasté un dineral medicando al gato, porque no tenía seguro médico. Al final el veterinario me dijo que me costaría 1.800 euros [35 mil pesos] salvar al gato. Pero yo no tenía ese dinero: me lo había gastado todo en los viajes. Así que llevé al gato a sacrificar —lo cual, por cierto, también cuesta dinero— y dije que lo enterraran en una fosa común porque era gratis. Fue horrible.El día después de que muriera el gato, tomé un avión a Tahití, pero el vuelo llevaba un retraso enorme. Empezaron a salirme unos sarpullidos por el estrés que acabaron en una urticaria. En París perdí el vuelo de conexión y tuve que quedarme en un hotel Ibis muy feo.Finalmente llegué a mi destino y vi a Claire en la sala de llegadas. Se veía increíble, con la piel bronceada y pequeñas conchas anudadas al pelo. Yo, en cambio, estaba traslúcido, con la piel llena de sarpullidos y cinco kilos menos de peso por todo el estrés que había sufrido. Aquella noche me convencí de que tenía que proponerle matrimonio. Como nos conocimos en un rave con luces de neón, compré unas 2.000 barras fluorescentes —gracias a las cuales me pararon en la aduana— para hacer un corazón gigante sobre la arena.Llevé a Claire afuera para que leyera mi carta de amor de neón, pero ella ya se había percatado de mis intenciones y me detuvo antes de que pudiera decir nada. A continuación inició un monólogo sobre cómo estaban las cosas entre nosotros y me dijo que no estaba segura de lo nuestro. Yo me tragué la pena. En ese momento me sentía totalmente devastado.Estaba en Tahití llorando desconsoladamente y entonces pesé: "A la mierda, voy a pasármelo bien". Pero dio la casualidad de que debido a una huelga en el aeropuerto, tendría que pasar otras dos semanas en aquella isla. Fue todo muy violento. Nos quedamos sin dinero, así que los dos tuvimos que quedarnos a dormir en el diminuto camarote del puto barco con el que había estado viajando. Para colmo, la primera semana me confesó que había estado acostándose con alguien en el barco todos los días.Ben, 29 añosSigue a Amelia en Twitter.