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Cultură

Crónica de una fiesta de adolescentes mexicanos que sucedió hace diez años

Los días desde esa fiesta han cambiado, ya pasaron diez años, nada tiene el mismo aroma en la Ciudad.

Los días desde esa fiesta han cambiado, ya pasaron diez años, nada tiene el mismo aroma en la ciudad. Estoy de nuevo en aquella azotea de quién sabe quién, por la estación de metro Balbuena, al oriente de todo, con una garrafa de mezcal en la mano, mientras que la tarde se apodera del horizonte con tendederos. Pongo el primer disco de TelepopMusik para musicalizar el precopeo, antes de la tradicional venta de esclavos, que organizan los alumnos del Cedart Luis Spota, cada año, durante el Festival de Día de Muertos. Todavía ni es la venta y ya un par de chicas me sonríen, mientras que dos perdedores dicen que no sé de música. No les hago caso, bebo de la garrafa de mezcal, siento cómo el líquido me calienta el corazón. Miro lleno de felicidad hacia el atardecer sobre las azoteas de la ciudad, y sin pensarlo, me tiro hacia atrás. Caigo sobre el impermeabilizante, un cielo contaminado y luminoso aparece frente a mis ojos, veo cómo se deshace el día a través de las nubes. Cada vez el mezcal hace más efecto, me lo he estado tomando derecho. Mientras pienso en esto, escucho a mi lado a unos güeyes que tienen una plática sobre Dalí, que nunca volverán a tener. Del otro lado de la azotea, junto al lugar donde todos orinan, está Nahir, que se besa con su nuevo novio en curso, el antepenúltimo para ser exactos, antes de que el cáncer ataque su estómago. Me quedo congelado ante la escena, pensando en todo lo que es ahora y nunca volverá a ser. El cielo muere. Ya casi es de noche. El cambio nos destruye y yo no puedo hacer nada para evitarlo. Todo es como una postal en movimiento. Me lanzo hacia el cielo anocheciendo.

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Despierto y estoy tirado en el pasto de casa de Isaac. Ya es de noche, Abraham está a mi lado, borracho hasta la inocencia. No entiendo cómo es que llegué ahí, no sé si ya pasó la venta de esclavos. Marco llega desde los cielos, me dice con voz borracha: "Ashauri, ya valió verga, nos quieren correr de la casa". Levanto la cabeza con esfuerzo, le pregunto: "¿Y la venta de esclavos?" Me responde que no mame, que eso ya pasó hace horas. Creo que a pesar de todo lo que me he metido, aún estoy un poco lúcido, creo que puedo resolver un problema así. Me levanto del pasto. Abraham se levanta también, voltea hacia mí con los ojos cerrados, parece que sus facciones se le escurren de la cara. Le digo: "Todo está bien, Abraham, ahorita veo qué pedo". Él gime como perro borracho y se tira de nuevo en el pasto. Me acomodo un poco el abrigo, toso dos veces. Con mi voz ronca le digo a Marco que cuide a Abraham, que ahorita veo qué pedo. Él me responde que ok, aunque sabe que ando hasta el pito.

Hay demasiadas caras desconocidas en casa de Isaac, cada una de ellas se me presenta con gestos flojos y miradas perdidas. Veo fumarolas de mariguana invadir el techo antes de encontrarme a la Chihuahuas, que en ese momento todavía es mi amiga, le pregunto por Isaac y estalla en una risa deforme para después responder: "No lo sé, si lo supiera, ya lo habría resuelto". ¿Resolver qué?, me pregunto mientras camino hacia la cocina donde sirven mezcales con Tang de horchata. Todavía no entiendo qué demonios está pasando, pero sospecho algo; Marco llegó demasiado alterado a decírmelo, me confundo por la situación y me quedo ahí, parado entre todos estos jóvenes borrachos y perdidos cada fin de semana.

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Arantza me agarra de la mano suavemente como sólo lo sabe hacer ella. Me dice al oído: "No seas ñoño y vamos a bailar". Sus labios se ven más rojos esta noche. Alza mi brazo izquierdo mientras menea sus caderas, yo la amo y ella lo sabe y por eso me abraza, me grita al oído: "Estamos hasta el pito, Ashauri, estamos hasta el pito". No contesto, me quedo ahí, esperando el beso que nunca me dará, mientras ella toma a cualquier otro de la mano y grita una frase nueva. Deseo ilusamente que algún día logremos concretar nuestra relación.

Llego a la cocina, en donde encuentro a Isaac muy nervioso, frente a su madre, al parecer ella está enojada por todo el desastre en la fiesta: su alhajero favorito no aparece, y además, el jarrón chino está roto. Observo cómo los trozos de cerámica se extienden hasta la sala, donde un charco color negro hace que un profesor de música se resbale y caiga.

La madre de Isaac saca los dientes al hablar, gesticula "cuarto", "arriba", "¿qué están haciendo esos dos?" de una manera perfecta para estar tan alterada. Isaac no responde, baja la mirada y en eso se encuentra con mis tenis. Sabe de quién son, sabe que estoy ahí para ayudarlo. "Ashauri", dice con voz entrecortada, "ya valió verga, se tienen que ir". Yo hago que el tiempo pase más lento, la palabra ir suena como un coro, mi mente trabaja a la velocidad de la luz. Pero nada sale, ninguna solución, nunca la hubo.

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Tiempo antes de eso, en la misma casa, justo después de la venta de esclavos, observo cómo Michelle saca de su bolsa un alhajero de bailarina, perteneciente a la mamá de Isaac, al tiempo que suenan las palabras; "Ya chingamos, Ashauri". Yo no entiendo muy bien lo que pasa, decido tirarme en el pasto y observar el cielo oscuro, un gallo llega a mi boca, lo absorbo y me quedo estático. El humo que sale de mi cuerpo empaña un poco las estrellas. Abraham cae a mi lado bien pedo. Marco se va a conseguir chupe. Nahir está encerrada con su novio en el cuarto de Isaac, su madre le gritará por eso después y yo no voy a saber qué hacer. Al fondo suena "Smell like a teenage spirit" y Miguel, el que siempre me odió, se vuelve loco al escucharla, se quita la playera, moja a todos con la caguama de su mano, algunos ríen, otros le mientan la madre. Al final lanza la caguama hacia el techo lleno de humo de mariguana y alguien trata de agarrarla, pero en el intento la impulsa hacia la cocina. En la cocina Isaac la esquiva, la botella termina sus días en la pared que da hacia el patio. Mientras, Isaac se balancea sobre el lodo negro maldito, apoya su mano sobre la mesa que sostiene al jarrón. El jarrón cae. Todo se cae. Un minuto después estoy viendo a Isaac regañado por su mamá en la cocina. Me dice: "Ashauri, ya valió verga, se tienen que ir de la fiesta".

Veinte minutos después estamos Marco y yo parados afuera de las rejas de casa de Isaac. Mucha gente que también corrieron de la fiesta arma coches abarrotados, taxis compartidos, peregrinaciones a Insurgentes. Teocalli me ofrece irme con él, en el coche de unos amigos pero sin nadie mas. Volteo a ver a mis acompañantes, Marco está mirando al suelo, pensando en cómo resolver la situación. Nahir y su novio se besan sin darse cuenta de lo que pasa, y sin imaginar que en unos años a ella le dará cáncer en el estómago. Abraham me ve con la mirada desviada hacia mi oreja, y me pregunta con voz extremadamente arrastrada:

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"Ashauri, Ashauri, ¿qué pedo? ¿Qué vamos a hacer? ¿La vamos a seguir?"

Sé que no los puedo dejar así, soy su líder, o al menos eso creo por mi borrachera, tengo que quedarme hasta el final. Le doy las gracias a Teocalli, él se va molesto y preocupado por mi bienestar. Será la última vez que sienta eso por mí.

Isaac sale de su casa con un par de escobas. Me mira a los ojos con felicidad. Yo entiendo perfectamente y le respondo que "va". Tenemos que limpiar el desmadre que hicimos, para ganarnos nuestra estadía en la casa. Le digo a Marco que agarre una escoba.

Barro por primera vez en dos años, los restos de la fiesta se arrastran lento bajo las fibras de la escoba, observo cómo entre sus cerdas caen colillas de distintas especies y vasos medio llenos de agua loca. Es hermoso y decadente. Mientras analizo la imagen me encuentro con unos Converse morados, seguidos de unos jeans negros, pegados a unas piernas delgadas, en el torso comienza a aparecer el saco de terciopelo que nunca podré quitar, para después dar paso a su rostro, iluminado levemente por una lámpara de la calle. Ella dice "barres bien" y descubro que su cara es bellísima, me enamoro en ese instante sin conocerla, sólo porque la situación es perfecta, siento cómo mi piel se eriza y los pelitos se polarizan hasta quedar erectos. No puedo contener mi felicidad y mis dientes amarillos salen a relucir. Un sonido retumba desde la garganta y escapa de mi cuerpo por la boca, es largo, es poderoso, es un "Gracias, pero hace años que no barro" que la hace sonreír y el tiempo se detiene una vez mas.

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"Bueno, a mí me gusta cómo barres". Me río un poco y dejo de hacerle caso para gustarle más, es una técnica estúpida pero esa noche, aún no lo entiendo. Me dirijo hacia la escaleras de casa de Isaac y me siento. Marco se me une y la veo a los lejos, directamente a los ojos, le digo te amo en silencio, ella sigue sonriendo, me mira como todas aquellas mujeres me mirarán cuando noten esa pequeña magia que provoco cuando estoy dispuesto, esa pequeña magia que no aparece cuando la necesito. Es por eso que lo aprovecho al máximo; el minuto pasa y platico con Marco más pendejadas, la chica poco a poco pierde interés porque yo no le demuestro que me gusta, sin embargo, digo frases más interesantes en voz alta para mantener su atención, pero no lo logro. Ella termina caminando hacia la cocina por el patio, ya no me mira, tal vez estuvo enamorada de mi sencillez, antes de conocer el imbécil presumido que realmente soy.

En la sala, Abraham se une a dos tipos con una guitarra que también se van a quedar a dormir, juntos cantan "Kumbala" y Abraham participa haciendo sonidos de gato en lugar de la clásica trompeta nostálgica en la canción. Yo caigo en el suelo como cadáver. Marco me levanta y me acomoda en uno de los sillones de la sala. A lo lejos, un tipo acostado en un sofá se retuerce. "¿Quién es ese güey?", se preguntan todos. Abraham contesta: "Se llama Lázaro. Lázaro: levántate y anda". Doy una carcajada grotesca. Tomo un limón que no fue barrido del suelo y lo aviento hacia Lazaro. Le doy justo en la cara, más risas estallan en la sala. Poco a poco, después de la risa, mi cuerpo se fatiga más. Los ojos se me cierran, siento la tela fría del sillón y escucho a los lejos las voces secas de mis compañeros. Todo se apaga, todo, para siempre. Caigo muerto a las cuatro treinta y cinco de la mañana.

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Despierto y la luz del amanecer se abre paso por la puerta de la casa. Mi garganta está a punto de estallar. Nahir y su novio calientan el mármol del suelo, a su lado está Abraham, con la cara escurriéndosele otra vez. Marco a mi lado tose. Lazaro sigue en su sofá, roncando como perro.

Isaac baja desde las escaleras en piyama. Pregunta junto a un bostezo: "¿Durmieron bien?" Nadie responde, yo me quedo un rato mirándolo. Voltea hacia Lázaro, se le acerca y lo huele, se inclina para verle la cara. Su mirada se posa una vez mas en mis ojos. "¿Quién carajos es este güey?" Pregunta alarmado. Le cuento la historia de Lázaro y lo acuso de no haber ayudado a barrer.

Volteo a ver a Abraham, dentro de una lógica bizarra, llego a la conclusión de que seguramente ha calentado tanto el mármol, que ahora está más cómodo que mi estúpido sillón. Lo empujo con el pie y le grito: "¡Abraham ya nos vamos!" Él se para sobresaltado, responde palabras incomprensibles, y va a la puerta para cerrarla. Antes de que regrese, me aviento a su lugar y me acurruco, como si fuera un útero de mármol. Cierro los ojos de nuevo.

Siento una patada en las piernas y abro los ojos. Todos están de pie, listos para largarse, mientras que yo sigo tirado en el suelo, que ahora está mas frió que cualquier cosa que haya conocido en mi vida hasta este momento. Me paro, acomodo un poco mi abrigo, toso dos veces, y les digo que ya estoy listo.

Encuentro el limón de la noche anterior tirado a la mitad de la sala. Lázaro experimenta una vez la textura en su cara, pero no se despierta. Al ver esto, Abraham le grita: "Adiós, Lázaro". Inmediatamente después, Lázaro se levanta y dice algo que jamás olvidare: "Yo no me llamo Lázaro, Lázaro está muerto, como tú". Después cae dormido de nuevo sobre el sofá. Nunca lo volveré a ver.

Al salir de la casa volteo hacia la ventana del cuarto que seguramente corresponde a la hermana de Isaac. La chica hermosa del día anterior se encuentra ahí, vestida con una blusa blanca y unos shorts pequeños, muero por besar sus piernas pálidas mientras ella observa cómo me despido de todos, y emprendo tosiendo, el viaje hacia la estación de metro Cuauhtémoc, para llegar al Festival de Día de Muertos, en el Cedart Luis Spota Saavedra. Ya nada tiene el mismo aroma en la ciudad, desde aquella fiesta.