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Viajé gratis en un barco de mercancías de Hong Kong a Singapur

Lo que pasa en alta mar, queda en internet.

Las compañías de transporte marítimo son grandes multinacionales que no están muy por la labor de meter a un desconocido en un barco de cientos de millones de euros. Para que me aceptasen hice lo típico en estos casos: spamear a todas las compañías del tercer puerto más grande del mundo, exagerar un poco el currículo y ofrecer hacerles un vídeo promocional durante el viaje. Un mes y medio después, tras centenares de emails y llamadas, coló. Me puse mi ropa menos arrugada y me reuní con la compañía interesada en lo alto de un rascacielos sobre la bahía de Hong Kong. Estaban dispuestos a llevarme, pero tenía que firmar un contrato de confidencialidad que me hizo sentir vértigo con el alud de cláusulas: no podía sacar fotos, tenía que entregarles todo el material grabado y después borrarlo de mi ordenador, no podía publicar nada sobre la experiencia y cualquier incumplimiento me expone a un proceso judicial. Así que todo lo que viene a continuación es ficción, incluso las fotos que fingí con la ayuda de un equipo de efectos especiales. Palabrita de Dios.

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Tres días después de la reunión, merodeaba incrédulo por el puerto, un almacén de Ikea al aire libre en el que las familias histéricas han sido reemplazadas por un perfecto ballet mecánico. Entré de lleno en la segunda temporada de The Wire, esperaba cruzarme con un Frank Sobotka resacoso e imaginaba cuántos contenedores escondían prostitutas asfixiadas. Había hecho todo lo posible por parecer una persona responsable, pero la compañía desconfiaba tanto de mí que me prohibió moverme por el barco sin supervisión. Además me puso una niñera particular, un hindú con rango de ingeniero jefe que se hizo marinero para “hacer un Titanic”.

Entré en la bestia de 175 metros de eslora y 28 de manga. Un barco de tamaño medio en el que podías pasar horas deambulando sin encontrarte con ninguno de los 20 filipinos que lo tripulaban. Me llevaron a mi dependencia. Esperaba literas y goteras, pero me tocó un cuarto privado que resultó ser una habitación de rango medio. La placa a la entrada ponía que era la del dueño del barco, aunque para el seguro marino yo era un becario de prácticas. Los barcos están divididos en dos estamentos con comedores y salas de entretenimiento separadas: los oficiales y la tripulación. Nunca había pisado un buque, pero me tocó en el grupo de los que mandan.

Una de las experiencias más marcianas de mi vida es haber cumplido años en alta mar, en algún lugar de la costa de Vietnam. La primera persona en felicitarme fue un filipino que no volveré a ver. Un coro de marineros me cantó la estrofa más desalmada de ‘Happy Birthday’. Además, rompieron dos reglas por mí: realizar una barbacoa en cubierta y beber un botellín de la San Miguel filipina por marinero.

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Había logrado colarme en un barco, pero todavía tenía que hacer el vídeo promocional así que entrevisté a toda la tripulación. No son salvajes alcohólicos con una novia en cada puerto. Ya no. La frenética descarga de contenedores hace que se permanezca en puerto 8 horas en lugar de un par de días. Hace años que las prostitutas no suben a los barcos (salvo en Bangkok) y su única sorpresa son infranqueables controles de orina. Quedan 10 meses en los que es imposible discernir un día del siguiente, quemarse la retina con películas en bucle y lanzar una botella de cerveza al mar como único gesto existencialista. Y el dinero, única y generalizada justificación. Al famoso eslogan de reclutamiento “ve el mundo gratis” le ha salido letra pequeña que estipula que lo verás a través del ojo de buey de tu camarote. Por eso ya no navegan europeos, todos vienen del tercer mundo.

Cada día avanzaba un poco el vídeo promocional y cerraba otra trilogía documental titulada ‘¿Por qué se suicidan los marineros?’. Lo que contaban era tan desolador que les tuve que avanzar una lista con las preguntas y rogarles que fueran positivos. El propio capitán, al pedirle una anécdota divertida para toda la familia, contó cómo un marinero se había quitado la vida tras la negativa de la compañía de acortar su contrato para volver a casa.

Al final hice amigos en la tripulación. Hasta mantuve conversaciones que no sólo giraban sobre nuestro pasado común (la colonización filipina) y nuestro presente compartido (cerveza San Miguel e Isabel Preysler). En mi último día abordé el Jefe de Operaciones, me guiñó el ojo y me invitó a beber vodka con él. Ignoré los influjos homoeróticos y acepté. Descubrí ofendido que no estaba ligando conmigo, el encuentro era una multitudinaria fiesta de karaoke con abundante alcohol de contrabando. Pero ni en las celebraciones abandonaban su melancolía: todo el repertorio consistía en baladas ochenteras que cantaban con desgarro. Sus gorgoritos eran acompañados por vídeos de Tailandesas desnudas que torturaban a marineros que hacía meses que no veían a una mujer.

Después de cinco días en altamar, me despedí de todos y pisé (la asquerosamente limpia) tierra firme de Singapur. Había pasado menos de una semana rodeado de hombres, pero fue suficiente para que mirase a toda mujer con la lujuria de un preso recién liberado. Sin embargo, esa pulsión quedaba empequeñecida por la urgencia de conectarme a internet tras 5 días sin bytes alimentando mi cerebro.

Fernando Souza dejó su trabajo en la tele para dar la vuelta al mundo haciendo autoestop. Más historias de la carretera en su blogTambién nos explicó cómo viajó por la cara y se la partieron en Rusia y cruzó China en todoterrenos de lujo y una lechera de la policía.