FYI.

This story is over 5 years old.

La pura puntita

Ciudad tomada

Un poco de horror para este nublado lunes.

Traemos adelantos de los libros que te van a ensartar en las mesas de novedades.

Traemos un fragmento del libro de relatos Ciudad tomada,del narrador tapatío Mauricio Montiel. En esta entrega, el autor hace un homenaje al cuento “Casa tomada” de Julio Cortázar, y a partir de él crea a sus personajes. Esta colección saldrá próximamente bajo el sello de Almadía.

El Coleccionista de Piel

Azufre.

            Ese, recuerda Silva mientras recorre una avenida que luce bañada en sangre bajo el atardecer, era el olor del que se quejaban los vecinos que cinco años atrás solicitaron la intervención urgente de la policía en un edificio de departamentos del centro de la ciudad.

Publicidad

            Esa fue la tarjeta olfativa, intangible, con que el Coleccionista de Piel se presentó ante el mundo.

            —Apesta a azufre —dijo la mujer que habló desde un teléfono público, la voz entrecortada por el tráfico vespertino—. Es insoportable. Y sabemos de dónde viene: del R. Ya lo comprobamos. El tipo que vive ahí lleva tres días encerrado a piedra y lodo. No contesta, no abre la puerta; sólo se oyen risas, ruido de televisión. Es un vicioso, mi hijo lo vio una vez fumando droga en las escaleras. A lo mejor se murió. ¿No es así como huelen los muertos?

            Si la memoria no le falla —vaya modo de aceptar que los recuerdos son inestables como las nubes—, Silva acudió al llamado difundido por la radio policial por dos razones: no estaba en servicio y la clave usada por el despachador en turno —209, sujeto atrincherado en vivienda— se le antojó anacrónica, parte de una época arrumbada en un archivero de cerrojos oxidados que quiso abrir con la llave de la curiosidad. O del morbo, admite al dar un volantazo para permanecer en su carril.

            En su mente se empieza a perfilar con nitidez toda la escena. Ahí está el edificio de departamentos: un decrépito sobreviviente del sismo que devastó varias zonas de la ciudad —el centro fue una de las más afectadas— a mediados de la década anterior, una construcción de cinco pisos cuya fachada parece mimetizarse con el ocaso que se desploma sobre calles y tejados con la pesadez de un paquidermo. Eso, justo eso semeja el edificio: un elefante que hubiera decidido agonizar entre viejas vitrinas pobladas de maniquíes que contemplan con añoranza el fulgor juvenil de bancos, bares y restaurantes. La gente que camina ante el inmueble absorbe su tristeza sin advertirlo, un contagio que se traduce en un enturbiamiento de la mirada y una súbita lentitud en el andar. Pero el momento pasa y el peatón recupera el lustre, alejándose a toda prisa rumbo al siguiente renglón de la agenda.

Publicidad

            Azufre, en efecto.

Como una presencia azul, el olor baja por el cubo de las escaleras y se extiende hasta el vestíbulo iluminado por bombillas tartamudas donde Silva se topa con dos agentes que interrumpen su charla con una mujer de rasgos contrahechos, la autora de la llamada, para observarlo con extrañeza.

—¿Qué hace aquí, detective? —pregunta el agente más joven—. Es un 209, todavía no hay…

—Andaba cerca —ataja Silva— y quise darme una vuelta por si algo se ofrecía. No se preocupen, ustedes continúen. Es su asunto.

—Se agradece la mano extra —dice el segundo agente, conciliador—. Incluso ahorramos tiempo si la cosa se pone fea, aunque creo que nos las arreglaremos. Nomás le pido que nos deje trabajar, sabemos qué hacer. ¿De acuerdo?

Guiados por la mujer que no para de refunfuñar entre dientes, algo sobre vecinos que uno nunca acaba de conocer, los tres policías comienzan a subir las escaleras hundidas en una penumbra oleaginosa. El olor, cada vez más intenso, serpentea como si quisiera remedar los diseños vagamente art déco que adornan el barandal, la sinuosidad del graffiti que puede vislumbrarse en los muros. En cada piso se repite el mismo panorama: corredores alumbrados por una suerte de grasa de bajo voltaje, flanqueados por puertas que se abren revelando figuras que se asoman para esfumarse con rapidez y rematados por vitrales por los que se escurre la sustancia del crepúsculo. De un sitio impreciso se desprende el llanto de un bebé, un vagido que remite a un ciervo atrapado en un cepo en el corazón de un bosque; Silva imagina el forcejeo de la criatura, las dentelladas al aire, la piel que se desgarra, el hueso reventando en astillas fosforescentes. En un rellano de la escalera una sombra gorda se separa de sus compañeras y repta pegada a la pared, pero no tarda en reincorporarse a las tinieblas.

Publicidad

En el cuarto piso el olor ya es un bozal que provoca arcadas a los dos agentes, obligándolos a llevarse una mano a la boca y la nariz. Silva los imita; siente escozor en los ojos.

—¿Qué les dije? —dice la mujer, la mitad inferior de la cara cubierta por un pañuelo sucio—. Llevamos tres días aguantando esta pestilencia, y hoy se puso peor. Así no se puede vivir. Es por aquí.

Sujeta por un solo tornillo, la R metálica que cuelga de cabeza en la puerta frente a la que los cuatro se detienen hace pensar en un jeroglífico egipcio. Debajo de la letra hay una mirilla bloqueada desde dentro por un objeto negro. Cinta aislante, se dice Silva, constatando que el olor emana en oleadas regulares del interior del departamento. Con las facciones descompuestas, el agente más joven llama a la puerta tres veces. Le responde el sonido amortiguado pero inconfundible de risas que estallan, seguidas de aplausos y el rumor de voces catódicas.

—Policía, abra ahora mismo —al tono del segundo agente se filtra un timbre nervioso, pero su puño no flaquea al aporrear la R torcida.

Al cabo de un minuto de silencio puntuado por risas apagadas, los agentes piden a la mujer que se aparte. Mientras su compañero lo cubre, el más joven se lanza a patear la puerta que termina cediendo con un crujido óseo: el chasquido de la pata que se rompe cuando el ciervo abandona el cepo para desangrarse entre los inmensos árboles de la noche.

Publicidad

Bienvenidos, recuerda haberse dicho Silva, a la fuente de la que brota todo el azufre del mundo, al manantial de la fetidez primera. Bienvenidos a la guarida de la bestia que ha preferido hibernar para no caer en ninguna trampa. Bienvenidos al imperio de la podredumbre.

Los despojos orgánicos e inorgánicos acumulados en montículos que parecen obedecer un orden premeditado, casi geométrico; el murmullo de alimañas que circulan a sus anchas entre la basura y los escasos muebles; las ventanas selladas con cinta aislante para impedir una mínima fuga de oscuridad; las paredes llenas de vocablos y nombres que comienzan con R, escritos con una caligrafía que evoca dibujos primitivos —relámpago y rubí, Rabelais y Ruanda—, y el olor, antes que nada el olor, amo y señor de la pocilga: todo, aun el burdo bosquejo de algo similar a una galaxia que se adivina en el cielo raso de la estancia principal, contribuye a crear la impresión de una tumba hermética, una cripta faraónica presidida por una butaca colocada en el centro de un círculo trazado con tiza roja en el suelo.

El círculo de Giotto, recuerda haber pensado Silva, el mensaje de perfección que recibió el papa Benedicto XI de manos de un cortesano que visitó el taller del pintor en Pisa. Un círculo sublime, exacto, poderoso, sin un solo titubeo. Un anillo para que el universo se lo calce.

Y no te pierdas la mesa en la que estará Montiel junto con Enrique Serna y nuestro amadísimo queremos-que-nos-los-eches-adentro, Peter Stamm, "Nuevas Escrituras, nuevas lecturas", en el Auditorio Dr. Pedro López, del Museo Franz Mayer, este 14 de mayo, a las 19:00 horas.

Anteriormente:

El arte nuevo de hacer libros

Lee más adelantos en nuestra columna semanal La pura puntita.