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Llamé a la puerta de una de las trabajadoras sexuales para preguntarle si me rentaba su cabina por 50 euros. Mi oferta no le impresionó lo más mínimo, así que necesitaba un plan B. Por suerte, tenía un amigo que vivía en el mismo centro del Barrio Rojo y que me ofreció encantado su ventana y una silla. Luego se fue al otro lado de la calle, abrió una cerveza y se echó unas buenas risas a mi costa.
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Aunque me pareció frustrante que la gente se fijara en todas las partes de mi cuerpo menos en la cara, una parte de mí ansiaba recibir reafirmación en forma de una mirada de deseo lanzada por alguna mujer que pasara por allí. Pero no era más que un espectáculo gracioso, un gracioso de carnes trémulas con tanga que bailaba tristemente bajo las luces rojas.