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Violenta CDMX

Me asaltaron en plena clase de inglés

"Buenas tardes, vinimos a asaltarlos. No queremos matarlos ni secuestrarlos, por eso van a tener que cooperar para que nuestro operativo salga bien", dijo el hombre que entró al salón justo a la mitad de mi clase.

"Buenas tardes, vinimos a asaltarlos. No queremos matarlos ni secuestrarlos, por eso van a tener que cooperar para que nuestro operativo salga bien", dijo el hombre dientón —cuya camisa estaba a punto de dar un botonazo debido a su abultada panza—, que entró al salón justo a la mitad de mi clase de inglés.

Hace unas semanas me ofrecieron un trabajo en el que viajaré un mes a África y uno de los requisitos es que tengo que llegar con un inglés pasado de lanza, o sea que esas confusiones que a veces tengo cuando digo el pasado en futuro y el futuro en presente no son aceptables. Tampoco puedo darme el lujo de hablar con esa pronunciación tipo Salma Hayek que luego me cargo. En fin, el punto es que me tengo que lucir si quiero seguir viajando por el mundo en este nuevo trabajo. Por eso decidí meterme a clases de inglés a unas cuadras de mi casa.

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La escuela está en Benjamin Franklin, esa línea fronteriza entre la colonia Condesa y la Escandón, en la delegación Cuauhtémoc, que cuenta con la mayor tasa delictiva del Distrito Federal. En un arranque de creatividad, el dueño de la escuela decidió que los salones de clases serían temáticos. Por ejemplo, el Rockstar tiene guitarras, cassettes y micrófonos pegados en la pared. El New York tiene a la Estatua de la Libertad en distintas versiones. El salón Tíbet, dizque el más zen, tiene cuadros con budas, sillones a nivel de piso y el pizarrón tiene un marco de piedritas de río, de ésas que usan los que creen en el feng shui.

El jueves pasado tuve clase a las cuatro y media de la tarde en el Tíbet. Sólo éramos cuatro alumnos: Una chica que trabaja para el gobierno de Enrique Peña Nieto y lo ama (siempre nos peleamos por asuntos de política); otro chico, el clásico nerd que se sabe todas las reglas ortográficas y habla como señor de 70 años, que se sorprendió porque un día hablé de hongos alucinógenos en la clase y se le hizo "muy loco"; y otro tipo que en mi vida había visto: 18 años, muy nalgón —de esos hombres que tienen como cadera de mujer—, lleno de barritos y con una revista sobre videojuegos en la mano. Cuando vi el cuadrito completo pensé irónicamente: "Uta, hoy se va a poner bueno". Y madres, sí que se puso.


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"Hoy vamos a jugar Jeopardy para practicar vocabulario", dijo nuestro maestro —originario de Jersey— en un intento de hacer una dinámica distinta. Formó dos equipos. A mí me tocó con el adicto a los videojuegos y al nerd y a la Peña Nieta en otro.

Soy la mujer menos competitiva del mundo cuando se trata de este tipo de juegos. Me vale perder. En cambio, parecía que la vida de mi compañero de equipo dependía de la victoria. Es el típico teto que reclama puntos y reglas del juego. Lo estaba odiando, sobre todo cuando sacó su revista de videojuegos, rompió el empaque de plástico, la olió y dijo: "Amo este olor, vivo por los videojuegos". Además, no le bastó con lucirse con la fregada revista, se atrevió a nombrar a nuestro equipo Los Illuminati.

Justo cuando estábamos jugando entraron tres hombres vestidos como oficinistas: camisa amarilla de rayas, pantalones caqui y zapatos de pico. El líder, muy parecido a Nelson Muntz de los Simpsons, hizo pública su intención de asaltarnos —por supuesto, sin secuestrarnos o matarnos—. Yo no pude hacer nada más que mirarlo de los pies a la cabeza y pensar: "¿Será cierto?" Nadie se espera que suceda algo así en plena clase y de día.

'¡Qué broma ni que nada, pendejo!', dijo el asaltante y madres, le dio un cachazo en la cabeza que le abrió una herida.

Su mano, justo a la altura del cinturón, sostenía una pistola medio descarapelada que se veía bastante vieja, aunque real. En cuanto vi el arma entendí que sí estaba sucediendo y que no era mi imaginación. Mi compañero de equipo reaccionó y dijo que obviamente se trataba de una broma broma. "¡Qué broma ni qué nada, pendejo!", dijo el asaltante y madres, le dio un cachazo en la cabeza que le abrió una herida. La sangre saltó sobre mí.

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Mientras el puberto adicto a los videojuegos sangraba de la cabeza cual Carrie en la escena del prom, las demás personas del salón comenzaron a esconder sus cosas discretamente, pero yo los caché. En vez de pensar en su seguridad, su primera reacción fue proteger sus celulares. Es irónico cómo funciona nuestra escala de valores bajo estas circunstancias.

El maestro se pegó al pizarrón y le dijo al asaltante: "Tranquilo, tranquilo, te vamos a dar todo", mientras escondía su mochila debajo de la mesa. La Peña Nieta comenzó a llorar y el ratero le quitó sus dos celulares, el personal y el de la oficina; en cuestión de segundos tenía el rímel corrido por toda la cara. Se veía muy dramática. El nerd me echó una mirada de complicidad como diciendo: "Estamos juntos en esto".


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Durante esos minutos el asaltante comenzó a enfurecer porque no estaba recibiendo lo esperado. Así que le pidió su celular a mi compañero de equipo aunque se estaba desangrando. El pobre puberto estaba tan asustado y tan lleno de sangre que era incapaz de reaccionar. Sólo temblaba como maraca y veía su sangre correr. De hecho tenía el celular en la mano, pero era tan fuerte el estado de shock en el que estaba que no podía entregarlo. Ante la situación decidí sacar mi celular de la bolsa y dárselo al asaltante para tranquilizarlo. No quería que mi vida corriera ni el más mínimo riesgo.

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A punta de pistola y después de agarrar algunas cosas de valor, el hombre panzón nos llevó al salon New York: "camínenle, camínenle, métanse a este salón y cuidadito y hacen una pendejada. Uno de sus compañeros ya se está desangrando, así que más vale que nos dejen apurarnos o se les va a morir aquí mismo".

La escena era fuerte: señoras, chavitos y personal de la escuela se encontraban tirados en el piso amenazados. Éramos cerca de veinte personas. La administradora era la que estaba reaccionando más loca. "Mi laptop, mi laptop, ¡me costó 14 mil pesos, por favor no me la quiten!", gritaba. Sin más, me tiré al piso como todos, me hice bolita y me cubrí la cabeza por si se armaba una balacera. Hasta ese momento comencé a pensar en lo peligrosa que era la situación. No me había caído el veinte: mi vida dependía de la reacción de otros veinte desconocidos. Los asaltantes hablaban entre ellos y se decían "perro" de cariño. Su objetivo principal era la caja de pagos de la escuela, pero lo que no sabían es que ése no era día de pago. Así que siguieron buscando, salón por salón, a ver qué más se encontraban.


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Los salones, en lugar de paredes, tienen un cancel de vidrio, lo que nos permitía, —aunque encerrados—, ver todo lo que sucedía afuera. No dejaron a nadie vigilándonos. Todas las víctimas comenzaron a conspirar y a decir estupideces: "Puta madre, mi celular nuevo", "llamen a la policía, yo echo aguas", "memoricen bien las caras de estos tipos", "voy a salir, no permitiré que se lleven mi laptop" y hasta uno que otro Padre nuestro se escuchaba por ahí. Nadie se preocupó por el adolescente sangrando o porque no se armara una balacera entre policías y asaltantes. A mí me tenía aterrada que llamaran a la policía. Donde uno de los asaltantes entrara y cachara al güey que estaba hablando, algo muy grave podría suceder. Pero no les importó y enviaron mensajes de texto pidiendo auxilio a un número que existe para reportar emergencias sin necesidad de hacer una llamada.

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En este momento de mi vida ando en una fase muy chamánica post ayahuasca, así que me dije a mi misma: "Vete a otro lugar, tu espíritu no está aquí, no permitas que te roben tu paz". Cerré los ojos, repetí un mantra y me fui de ahí mentalmente en lo que algo sucedía. Por supuesto nadie se atrevía a salir y no estábamos seguros si la puerta estaba cerrada con llave.

Después de media hora de incertidumbre, aproximadamente, comenzamos a escuchar unos radios. Pensamos que ya habían llegado más asaltantes, pero no, era la policía entrando a la institución. Hubieran visto la escena: dos policías de no más de 1.60, gorditos, con trajes azul percudido, pistola en mano, caminando con cautela, haciéndole a la mamada protegiéndose de muro en muro, como si realmente supieran lo que estaban haciendo, dizque para dar con los delincuentes. Obviamente los rateros ya se habían ido.


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Los policías nos abrieron la puerta y preguntaron si había alguien herido. Hasta ese momento todos recordamos al niño sangrante. Entre varios lo cargaron y lo sacaron de ahí.

Salimos del salón y mientras unos lloraban, otros compartían puntos de vista. Yo fui a ver si mi bolsa estaba por ahí o se la habían llevado los rateros, —gracias a quién sabe qué dios, la encontré—. Solo me quitaron el celular que les di. Después de tal situación lo único que quería era irme a mi casa. Estaba muy malviajada, era la cuarta vez que me asaltaban en un periodo de tres años.

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Después de que los policías realizaran sus investigaciones, todos los afectados tenían un bolillo gigante en mano. El dueño tuvo la brillante idea de darnos panes para que no nos diera diabetes, según él.

Odié al dueño por no tener un sistema de seguridad que me protegiera mientras estudiaba.

El niño descalabrado se fue en una ambulancia. Sé que sobrevivió. Aunque su revista de videojuegos se quedó tirada en el piso llena de sangre. Yo no les acepté el bolillo. Odié al dueño por no tener un sistema de seguridad que me protegiera mientras estudiaba.

Al llegar a casa conté mi historia en un estatus de Facebook, sin afán de chisme, sólo de manera informativa y para que mis más cercanos supieran que estaba sin celular. Como respuesta recibí más de 60 mensajes privados de amigos y conocidos que trataban de confortarme ante la terrible situación. Pero sus mensajes en vez de resultar un consuelo se convirtieron en un historial de robos en la ciudad de México.

Todos y cada uno de ellos me narraron anécdotas de delincuencia terribles: robos a casas, cuchillos en el metro Chapultepec, asaltos en plena conferencia de prensa en Soma, secuestros exprés, extorsiones telefónicas, robos de autopartes, intentos de abusos sexuales por parte de las autoridades, robos masivos de celulares en conciertos y coches nuevos que son robados saliendo de la agencia, entre otras cosas.

Así de terrible está la inseguridad en la Ciudad de México, que lamentablemente, terminó por robarme la poca paz que me quedaba.