Muhammad Ali: la leyenda en sus años lejos del encordado
H. Darr Beiser-USA TODAY Sports

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Muhammad Ali: la leyenda en sus años lejos del encordado

Después de ocho meses al lado de Ali, el autor descubrió a un hombre que no era débil, ni estaba acabado; más bien feliz, en paz y redescubriéndose.

Hace 17 años en una tarde lluviosa de mayo, la esposa de Muhammad Ali llevó dos vasos grandes de jugo de germinado de trigo a su oficina en su granja de 52 hectáreas al sur de Michigan. Su chef privado los había preparado. En ese entonces, Lonnie Ali cuidaba de la estricta dieta de Muhammad, la cual estaba entregado por completo a evitar.

Luego de tomar prontamente nuestras bebidas —la mía sabía a hierba líquida— y entregar los vasos vacíos, Muhammad esperó lo suficiente para que su esposa regresara a la casa principal antes de decirme, "Vamos por una hamburguesa". No se trataba de una sugerencia.

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Lo seguí por las escaleras hasta el garaje, donde estaba estacionada una gigantesca Chevrolet Blazer color negro con las llaves sobre el interruptor de encendido. Bajo la dirección de Ali, manejé sobre una carretera deshabitada de dos carriles hacia el poblado de Berrien Springs, pasamos un semáforo, y llegamos al McDonald's de la zona.

Apresuradamente, Ali se formó en la fila. Después de que ambos habíamos ordenado nuestras hamburguesas con mostaza y cebolla —sin salsa de tomate—, papás grandes, y malteadas de fresa, la chica detrás de la caja registradora se negó a que Ali pagara. Ali no insistió.

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En nuestro lugar, empezó a comer su hamburguesa demasiado rápido, como si no hubiera comido en mil años. Pero después bajó el ritmo para disfrutar el delicioso festín ilícito. La expresión en su cara —la cual, después de 18 años de su pelea final, había adquirido un poco de hinchazón— le daba una casta de Buddha que le iba bien.

En algún punto, un hombre de edad avanzada miró a través de la ventana, y habló sin vernos a nosotros. "El verano se acerca, campeón".

"Se va a poner caluroso", contestó Ali.

"Va a estar bien", dijo el hombre, y Ali respondió con un movimiento de cabeza.

En el estacionamiento, un hombre que empujaba el agua estancada con una escoba dijo, "Eres afortunado de haberte retirado, campeón", y Ali asintió con la cabeza.

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Era una vida simple vivida por un hombre simple. Estaba en el paraíso.

El campeón. Foto por The Courier-Journal-USA TODAY Sports

De regreso a casa, Ali checó su reflejo en el espejo detrás de la visera del asiento de pasajeros porque si Lonnie se enteraba que habíamos ido a McDonald's, habría que acatar las graves consecuencias. Nunca creí que fuera sensata con nosotros. En mi próxima visita a Berrien Springs, Lonnie me dijo que había despedido al chef. Sospechaba que le había permitido a Ali meter comida que era mala pasa su salud. Siempre pensé que debimos haber dejado una papa frita en el piso de la Blazer.

En aquella visita, mientras conversábamos, Ali comió, metódicamente, tres pedazos de un postre de frambuesa sobre una mesa en su oficina. Durante el transcurso de nuestro tiempo juntos —iba y venía durante ocho meses, visité media docena de ciudades con él y la granja unas seis veces, y alguna vez escribí acerca de él para GQ— lo conocí como un hombre que hacía sólo lo que quería hacer. Pocas veces se ejercitaba en su ring privado. De viaje, le encantaba comer: pollo y hamburguesas, pastel y refresco de cola, postres y más pastel. ¿Qué hay de los líquidos verdes? Lo único verde que le gustaba eran los rollos de césped sobre su granja.

Ali amaba su granja. En una de mis visitas, lo llevé arriba de un carrito de golf alrededor de los terrenos verdosos y a lo largo de la orilla del río St. Joseph, el cual se extiende sobre sus 57 hectáreas. Aquel día la granja estaba tan silenciosa que pudimos escuchar el murmuro del agua al impactar las orillas del río.

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"Qué bonita vista", dijo. "Sin tráfico, sin gente. Todo es pasto".

Para ese entonces, Ali no era el Ali de las leyendas, aquel que prosperaba en el embriagador oxígeno de la fama desmedida y el narcisismo. En su encarnación posterior, saboreó el silencia que se había ganado después de un tiempo de vida escandaloso. Encontraba la paz sentado en el exterior, observando a una hormiga recorrer su pie, o leyendo su Corán.

En la granja podía preguntarle cualquier cosa, y me respondía sin pensarlo.

Un día, sobre la orilla del río, le pregunté, "¿Es feliz?"

"Um-hmm", asintió la cabeza, sin tener que pensarlo.

Un joven Ali. Foto por The Courier-Journal-USA TODAY Sports

El torrente de obituarios dedicados a Ali escritos en los últimos días por infinidad de escritores legendarios han sido deslumbrantes por su elocuencia, lo cual es más que seguro que se trata de un testamento por la forma en que cambió la percepción de los afroestadounidenses, musulmanes, boxeadores, el deporte, la poesía, Estados Unidos, y todo lo que desees incluir.

No hay duda de que una de las explicaciones más famosas de Ali al negarse a ser enlistado —"¿Quieres meterme a la cárcel? Adelante, he estado en prisión durante 400 años. Podría pasar unos cuatro o cinco años más, pero no viajaré miles de kilómetros para ayudar a matar gente pobre"— sigue siendo tan elocuente y convincente como cualquiera que la haya pronunciado en aquellos tiempos tumultuosos.

Pero después de prestarle atención al primer episodio de su vida, argumentando que había llegado a su máximo nivel cuando aún portaba un par de guantes, muchos de los mismos obituarios y de las recapitulaciones se quedaron cortas al mencionar el último triunfo de Ali: las dos décadas cuando decidimos que no necesitábamos verlo como un objeto de lástima; dos décadas en las que Ali no sólo sobrevivió, sino que prosperó como el hombre que quiso ser.

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Cuando un gran atleta y hombre de estado se torna "débil" y "en declive", como uno panegirista dijo incorrectamente años después, instantáneamente agachamos la mirada. A juzgar por algunas de las remembranzas, Ali parece haber dejado de existir como humano en cuanto su tembloroso cuerpo encendió la antorcha olímpica en Atlanta 1996, cuando todos respiramos entrecortadamente…para después dejarlo libre de nuestro imaginario colectivo.

Esto no quiere decir que durante la primera mitad de su vida, Ali no fue un narrador monumental del escenario estadounidense, impulsando, de forma significativa, el discurso más importante del país. Es sólo que mi tiempo a su lado —cuando parecía que nadie más estaba a su lado, excepto su familia y amigos— me hizo darme cuenta que su habilidad para no sólo dejar atrás su/nuestra imagen construida de antaño, sino para seguir creciendo como hombre debería ser una parte significativa de su legado.

Si el legado habla de la vida de un hombre, y no sólo de su leyenda, entonces las últimas dos décadas de la vida de Muhammad Ali cuenta mucho más de lo que parecen estar contando.

Ali no estaba "en declive", ni "débil". Físicamente sí, pero lo físico, como él y todos lo sabían, es irrelevante para definir toda una vida. La gente a la que llamamos "afligida", como si fuesen menos humanos, no tiene lástima de sí mismos. Resienten las palabras que usamos para categorizarlos porque esas palabras los reducen a algo que no son.

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De una forma extraña, debimos haber creado un vínculo durante ese período de tiempo, porque me abrazaba cuando regresaba a la granja, y lo conocí lo suficiente para saber que no quería nuestra lástima. Eso déjenlo para nosotros. Él se encontraba bien, gracias. Mucho mejor de lo pensado.

"Todo mi trabajo me hizo lo que soy ahora", me dijo un día, al responder una carta desde Fresno, o Escocia, o Libia; sus viajes a la oficina postal para mandar todas las respuestas por correo eran puntos importantes en su día a día. Era un hombre de buenos hechos. No mucho tiempo antes de conocerlo, una monja había escrito de un poblado en Libia, preguntando si él podría mandar algo para los niños de la región. Él mismo fue ese algo.

"Todo lo que hice", me dijo, "soy todo lo que soy ahora. Lo que soy ahora lo conquisté en su totalidad". No estaba "discapacitado", más que tú o yo. Sus ojos lo decían. Ya sea que estuviera haciéndome preguntas —era infinitamente curioso— u observándome ponerle los guantes de velcro en su gimnasio privado, sus ojos siempre decían algo. Y también hablaba en voz alta cuando tenía algo que decir.

La mayoría del tiempo eran cosas graciosas. Un día le dije, "Muhammad, necesitamos algo profundo. De verdad. Dime lo más sabio que sabes". Se reclinó en su silla y cerró los ojos. Un segundo después, los abrió, se inclinó y sugirió algo increíblemente obsceno.

Y por supuesto, incluso en ese entonces, no carecía de ego. Aún gustaba hacer trucos de magia y contar chistes en el mundo real, el cual visitaba con regularidad lo suficiente para afirmar su estatus como ícono. Pero el lado presuntuoso, el orgullo juguetón del boxeador que se quedó en el ring demasiado tiempo jamás apareció en el hombre que conocí.

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Muhammad Ali y el autor Peter Richmond. Foto cortesía Peter Richmond

La primera vez que me presenté en la granja, a instancias de Lonnie, Ali me preguntó, "¿Qué vas a escribir?"

"Un libro", le dije.

"¿Sobre qué?"

"Sobre ti".

"¿Qué falta decir sobre mí?", me preguntó.

No estaba completamente jugando. Para ese entonces, se había dado cuenta que no había algo más de qué hablar sobre él desde hace mucho y escrito. ¿Había algo que faltaba decir? Sin duda, ya no tenía que dar más conferencias para conmovernos. Sólo tenía que hacer acto de presencia.

En un salón de conferencias revestido de mármol en Capitol Hill, durante una sesión convocada por John McCain sobre el estado de los negocios en el boxeo, Ali no dijo una sola palabra. No tenía que hacerlo. La cara de los legisladores lo decían todo. En una cena en Las Vegas —la mesa principal— no fue Mike Tyson quien, un día después de derrotar a Francois Botha, dirigió la sala, fue Ali. Joe Paterno aceleró su caminara a lo largo del campo del Louisville Stadium un sábado por la tarde antes de un partido contra los Cardinals porque Ali le había llamado; Paterno vio a Ali y perdió por completo la concentración, arrodillándose con sólo una rodilla y arriesgando a manchar su pantalón, todo para estrechar la mano de Ali.

A todos lados a los que iba, la gente se quitaba del camino para dejarlo pasar, gritando su nombre. A veces estrechaba sus manos, y lanzaba unos cuantos golpes al aire —sí, aún lo podía hacer—. En nuestros viajes, Ali ya no era un rey o un profeta; tal vez más atinado, un hombre que había ordenado como rey y profeta, lo cual de joven le quedaba bien. ¿Quién no lo habría hecho?

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No, el era Muhammad Ali, y tenía una granja colmada de hermosas flores.

Sólo una vez, durante todo nuestro tiempo juntos, mencionó el nombre de su condición. En una plática acerca de sus oponentes dijo, "Ahora lucho contra el Parkinson".

"Por favor, lucha con todo", le dije. "El mundo te necesita".

"El mundo no me necesita", respondió inmediatamente. "Además, podría morir mañana mismo. Los reyes mueren. Los presidentes mueren. Los millonarios mueren. Moriré".

Después dijo, "¿Sabes lo que dirán cuando muera?"

"¿Qué?"

"El negro murió", dijo. Después se echó a reír como nunca antes lo había escuchado.

Se equivocó en esa respuesta. Seguramente habría disfrutado todas las palabras y los encomios de los últimos días. Pero es probable que no los haya leído sin antes tomar el Corán y un eclair.

Un hombre que descansando, trabajaba. Que sea este un legado también.