FYI.

This story is over 5 years old.

Cultură

Fui de fiesta con un narco en México y viví para contarlo

Trabajaba como agente de ventas y conserje para una compañía que alquila villas lujosísimas para turistas dispuestos a pagar 10 millones de pesos por noche, uno de ellos fue Micha, quien resultó ser un narco.
Todas las fotos por la autora

Playa del Carmen, en México, queda a 45 minutos de Cancún y, desde la década pasada, gracias a los turistas que acuden en masa anualmente al BPM Festival, se ha convertido en un centro internacional de la fiesta para los que nunca tienen suficiente y un escondite ideal para aquellos que no quieren que se les encuentre.

Mi experiencia con el lado más oscuro de Playa del Carmen empezó en octubre de 2013, cuando trabajaba como comercial y conserje para una compañía que alquila villas lujosísimas para turistas dispuestos a pagar hasta 3.000 euros por noche. Mis obligaciones incluían cerrar tratos de alquiler, responder todo tipo de preguntas y asegurarme de que a nuestros clientes no les faltara de nada durante su estancia. Conseguí ese empleo cuando mi propia familia alquiló una villa allí. Después de varios chupitos de tequila y de sentir en mi cabeza la certeza de que no quería volver a mi ciudad y a mis estudios en mucho tiempo, le pregunté al dueño de la empresa de alquiler si necesitaba ayuda. Resulta que el tipo sí la necesitaba, y al mes y medio estaba cogiendo un vuelo de solo ida desde Los Ángeles a México.

Publicidad

Playa del Carmen es un pueblo pequeño, y durante los tres meses que estuve allí, conocí a y me relacioné con todo tipo de personajes provenientes de todos los rincones del mundo: expatriados, nómadas, fiesteros internacionales e incluso delincuentes que se consideraban a sí mismo como tales y estaban huyendo de la justicia. Sin embargo, hubo solo una historia que me quedó realmente marcada, la de Micha*, porque fue mi primer (y quizá mi último) vistazo con el esquivo y glamuroso mundo del narcotráfico. Y ahora que lo pienso fue más que un vistazo; durante un par de semanas que ahora se me antojan surrealistas, formé parte de la vida de Micha, que estaba totalmente inmerso en el estilo de vida de un capo internacional de las drogas.

Conocí a Micha en enero de 2014, cuando le alquilamos una villa de cinco dormitorios en la playa. Medía 1,80 m, tenía un corte de pelo muy pulcro, se le notaba el gusto por los zapatos de diseñador y el valor de sus relojes superaban por mucho el salario medio del ciudadano de a pie. Quizá lo que me atrapó de Micha fue esa personificación de la masculinidad tradicional, que mezcla el cuerpo de alguien que practica lucha libre, la presencia y el porte de alguien que parece sacado de la película El Padrino, y una mandíbula que parecía capaz de romperlo todo cuando estaba enfadado o confundido. Después de charlar un poco, supe que era de Manitoba, Canadá, que estaba a punto de cumplir 30 años y que tenía ascendencia de Europa del Este.

Publicidad

Micha llegó con su amigo Tim, quien viajaba a México por primera vez después de pasar media vida entre rejas por intento de asesinato. Tim tenía 29 años y la energía de un adolescente. Era como si su crecimiento se hubiera detenido al entrar a prisión.

Mi relación con Micha fue poco convencional desde el principio. Antes de que pudiera llevarlos a ambos en una visita guiada por la villa y dar mi discurso de siempre para ofrecerles lo que necesitaran durante su estancia, Micha se sacó una bolsa de plástico de los pantalones con 75 pastillas de éxtasis y papeles de ácido, según me dijo. Después de recuperarme de mi shock inicial, la drogadicta que llevaba dentro se apoderó de mí. La bolsa de Micha era una recompensa por toda esa gente ricachona y esas madres borrachas que había tenido que soportar durante toda la temporada alta.

— "¿Quieres un poco?".

— "Sí, ¿por qué no?".

Acto seguido, me dio cinco pastillas.

Preguntándome ingenuamente por qué alguien cargaría con tremenda cantidad de droga, les pregunté a qué se dedicaban. Micha sacó tres teléfonos móviles y me respondió que trabajaba en la construcción. Yo continué presionándolo. "Supongo que sabéis que esta villa es para diez personas. ¿Vais a estar solo los dos? Me respondió que un amigo de México estaba por llegar, junto con algunas mujeres colombianas".

En efecto, al día siguiente, dos de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida salieron por la puerta y se presentaron como Lorena y Mari. Ambas parecían sacadas de un vídeo de reggaeton, con sus curvas y sus caras parecidas a las de Sofía Vergara. Iban vestidas con bikinis diminutos, camisetas apretadas, vaqueros ajustados, uñas postizas y mucha joyería colgada encima. Antes de conocerlas, me dijeron que les habían pagado para "pasar el fin de semana de fiesta".

Publicidad

Ambas fueron muy amables conmigo. Las tres estuvimos hablando de nuestro amor por la música electrónica, y Lorena incluso me enseñó vídeos de ella pinchando en su Cali natal. Pero más allá de eso, nuestra interacción era muy limitada, pues las chicas se pasaban la mayor parte del tiempo haciéndose fotos y esnifando un polvo raro directamente de la bolsa. "A nadie le gusta la cocaína en Colombia", me decían. Lo que se metían era 2C-B, una droga muy popular en el país, algo parecida al MDMA.

Un día después de que Mari y Lorena llegaran, el amigo de Micha, Iván, llegó también de Cali. Mientras deshacía la maleta en la sala, Iván sacó más drogas y un fajo de billetes de 100 dólares, diciéndome con toda naturalidad que eran falsificaciones de alta calidad. Luego nos contó que lo retuvieron en el aeropuerto de Cancún porque tenía una orden de captura en Miami por tráfico de droga.

Según la historia de Micha, ambos se conocieron hace muchos años en Guadalajara durante uno de los viajes que hizo a México, y desde entonces son amigos. Iván era la mano derecha de Micha allí donde fueran en México: sus labores incluían servir de traductor entre él y su harén habitual de latinas, hacer de chófer y coordinar cuidadosamente sus salidas nocturnas.

A Micha le caí bien desde el principio, tal vez porque era la única mujer con la que podía comunicarse en inglés. En el transcurso de varias noches, este personaje nos llevó de fiesta a lugares como Mamita, Kool Beach Club, Canibal Royale y La Santanera. Era la época previa al festival BPM, y la mayoría de DJ que tocaban por ahí pinchan house y techno. Micha prefería un rollo más EDM, pero soportaba cualquier género siempre que fuera acompañado de mujeres muy guapas y mucho champán.

Publicidad

Botellas de Dom Pérignon. Nunca Moët

Nuestra rutina solía ser algo así: llegábamos al club, pagábamos por una mesa y de inmediato, éramos tratados como la realeza. Los camareros nos traían Moët, pero a Micha no le gustaba, así que volvían con Dom Pérignon. ¿La cuenta? Al menos 8.800 euros, que siempre eran pagados en efectivo. Noches animadas por el consumo desenfrenado de drogas, platos que ni en mis sueños más fantásticos pensaría en probar y mucho sexo entre colombianas y canadienses. Fue el tipo de vacaciones hedonistas y decadentes que uno ve en las películas, y francamente disfruté todo de ellas.

Días antes de su salida, Micha decidió que quería hacer un viaje sorpresa para visitar a sus amigos de Guadalajara. Mientras Iván y las chicas volaban rumbo a Colombia, me quedé sola con los otros dos y de inmediato empezaron problemas: ninguno podía comprar billetes con sus tarjetas de crédito porque no querían dejar rastro. Después de todo el tiempo que pasamos juntos, y teniendo en cuenta que Micha me lo había estado pagando todo, me sentí inclinada a ayudar. A esas alturas sabía de sobra que Micha no era el dueño de una constructora, pero había disfrutado tanto de su compañía que decidí ignorar por completo mis sospechas.

Por eso ofrecí mi tarjeta de crédito y que a cambio ellos me pagaran en efectivo. Ambos declinaron la propuesta educadamente. En vez de eso, Micha me dio cien dólares para que fuera al aeropuerto de Cancún y comprara dos billetes para Guadalajara en efectivo.

Publicidad

Después de México, Micha voló a Canadá y yo volví a mi casa en Los Ángeles. Durante los siguientes seis meses, hablamos mucho por WhatsApp. Era un poco emocionante mantener algo parecido a una amistad con un chico malo que superaba la talla de todos los chicos malos que he conocido en mi vida. No estaba muy segura de qué era lo que hacía exactamente, pero me enteraría más adelante.

Micha caminando por las ruinas de Playa del Carmen

En agosto de 2014, Micha me avisó de que venía a Los Ángeles para tomarse un mes de vacaciones y de que estaba pensando en invertir en una cadena de restaurantes, El Pollo Loco, después de que unos amigos alabaran su pollo mexicano a la parrilla. Al parecer quería abrir un local en Manitoba.

Me ofreció 150 dólares al día más compras gratuitas y comidas si aceptaba ser su chófer durante su estancia. Como en ese momento estaba sin trabajo, el trato que me proponía vino que ni pintado. Además, trabajar para Micha significaba que íbamos a pasar mucho tiempo juntos, y eso era realmente lo único que quería. Siempre he sentido debilidad por los chicos malos, y Micha era guapo y me trataba bien. Aparte, por el tiempo que pasamos juntos en México, sabía que sería muy divertido. Obviamente, yo era consciente de que se dedicaba a algún negocio clandestino, pero me gustaba tanto que nublaba por completo mi juicio. Me decía a mí misma: "Nadie es perfecto, ¿no?".

Los primeros días en Los Ángeles con él fueron increíbles. Lo llevé a El Pollo Loco un par de veces y le encantó. Fuimos a la playa y pasamos un buen rato en Hollywood y Santa Mónica. Luego me compró joyas, que pagó sacando un gran fajo de billetes. Al igual que en México, todo lo pagaba en efectivo para evitar dejar rastros.

Publicidad

Luego, una tarde cualquiera, Micha desapareció. Habíamos hecho planes para ir a Malibú, pero no supe de él en todo ese día. Me había comentado la noche antes que tenía pensado ir a visitar a sus amigos en zonas de marcha de la ciudad, así que supuse que había tenido una noche de juerga con ellos en varios clubes de Hollywood. No pensé demasiado en el tema, la verdad.

Micha disfrutando en El Pollo Loco

Más tarde esa misma noche, recibí un montón de mensajes alarmantes y llamadas de Micha, diciéndome que nos encontráramos en la puerta de su apartamento. A pesar de que por la voz parecía tranquilo, algo en su tono que me decía que algo muy malo estaba pasando.

Cuando llegué, Micha saltó de la nada y se sentó en el asiento del copiloto. "No hables, solo conduce", me dijo, sin más explicaciones. Reclinó su asiento hacia atrás hasta que ya no se le pudiera ver desde fuera. Constantemente miraba por encima del hombro. Mientras conducía me sentía terriblemente confundida, pero en cierto modo disfrutaba aquel momento tenso. Me sentía como en una película de suspense.

Finalmente, cuando estuvimos bien lejos de su apartamento, Micha se incorporó en el asiento, y ante mis exigencias por saber qué estaba pasando, me explicó que la noche anterior un montón de agentes de policía, FBI y DEA allanaron su casa y le decomisaron 300.000 dólares en efectivo. También me dijo que lo habían estado siguiendo desde su llegada a Los Ángeles y que lo vieron con un grupo de hombres "sospechosos con sombreros de vaquero". No me dio más explicaciones, pero yo sabía que algo más estaba pasando.

Publicidad

Después de insistir, Micha me confesó que también había estado en la cárcel, pero que pagó a alguien para que fuera a pagar su fianza por la mañana, horas antes de que yo lo recogiera. Por eso no se había podido comunicar conmigo. Después me pidió que lo llevara a casa de su abogado para encontrar la forma de volver a Canadá tan pronto como fuera posible. A esas alturas yo ya estaba al borde de un ataque de nervios.

"Si quieres que te lleve a alguna parte, me tienes que decir de una vez a qué mierdas te dedicas", exigí.

"Dame tu teléfono", me respondió. Cuando se lo di lo apagó y se lo metió en el bolsillo.

"Trafico con éxtasis y heroína", me dijo de sopetón. "Como se lo digas a alguien te mato", me dijo sonriendo, pero en el fondo sabía que no mentía. Aun después de confirmar mis sospechas, seguía confiando ciegamente en él.

Lo llevé hasta la casa de su abogado mientras me convencía por el camino de que no estaba haciendo nada malo, y que en todo caso podía alegar desconocimiento. Cuando llegamos, aguardamos en la sala de espera hasta que un tipo muy delgado, con un reloj y un traje muy caros salió a buscarnos. Micha entró en el despacho con él, y al salir tenía buenas noticias: su abogado podía llevarlo a Canadá, solo le iba costar 35.000 dólares. Cuando abandonamos la oficina, Micha hizo un par de llamadas para que dos mujeres en Manitoba le consiguieran más dinero y más teléfonos móviles.

Por fin, en un momento de claridad, mi inocente mente de 22 años vio las aguas turbias en las que estaba metida, y me cuestioné seriamente mi relación con Micha. Por eso después de dejarlo en su destino, llamé a mi padre para que me aconsejara. Cuando le conté qué estaba sucediendo, me dijo que debía eliminar las conversaciones y el número de Micha inmediatamente.

Al día siguiente le mentí y le dije que me había ido de la ciudad un tiempo. Le volví a mentir y le dije que estaba pensando en volver a México, por lo que la comunicación sería difícil. Me contestó que me divirtiera, que tratáramos de seguir en contacto y que ya nos veríamos en México, algún día. Luego borré todos sus números de mi agenda y me cambié de número.

Esa despedida fue lo último que supe de Micha. Hoy en día, todavía sigo pensando en él. Algunas veces busco en las noticias sobre prisiones estadounidenses y canadienses, para ver si encuentro algún rastro de él, pero nada. De hecho, dudo bastante que su nombre fuera Micha.

*Todos los nombres fueron cambiados por seguridad de los personajes.

Sigue a Sarah Ontell en Twitter.