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BeautyCon y las terribles verdades de la cultura YouTube

Megan Koester se fue a un evento en el que se reunen gurús de belleza, editores, celebridades, blogueros y personalidades de YouTube para discutir el futuro de los medios digitales e interactuar con sus fans. Lo que descubrió es aterrador.

Los gritos distantes de chicas preadolescentes me sacaron de la neblina en la que estaba. Seguí los gritos hacia la fuente de conmoción. Me llevaron a una vitrina dedicada a la venta de carcasas para iPhones hechas a mano; antes, una celebridad de YouTube llamada Lindsey (con nombre de usuario Beautybaby44) estaba incitando un alboroto. Una socia de ella, igualmente admirada, se escondió bajo una mesa plegable para evitar la horda de adolescentes sobreexcitadas –iPhones en mano–, quienes se alternaban a empujones y alzando sus brazos en un júbilo orgásmico.

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La violencia con la que se empujaban no era para nada orgásmica. Era imposible salirse del combate, el ambiente estaba a punto de convertirse en otra tragedia como la del concierto de The Who en el 79. La chica a mi izquierda sostenía su iPhone en lo alto, tomó una foto a la multitud que la rodeaba y, en diez segundos, envió una Snapchat que decía simplemente: “SOCORRO”. Sin embargo, no parecía estar sufriendo alguna angustia emocional o física.

Estaba pasando por el mejor momento de su protegida juventud.

Beautybaby44, una celebridad sobre la que cualquiera que esté en edad de embriagarse nunca ha escuchado, imploró a las chicas que chillaran en masa. Se pararon delante de Beautybaby44 para sacar fotos mientras ella se fotografiaba a sí misma. La escena podría haber sido considerada de beatlemaniesca, pero los Beatles por lo menos tocaban instrumentos. Tomarse una foto de sí mismo no cuenta como “hacer algo”. Reconocí la cara del objeto de deseo de la muchedumbre, había odiado previamente sus videos en YouTube en los que describía, con lujo de detalle, el contenido de su cartera.

“Ah, me gustaría tener una silla de ruedas para poder pasar al frente”, se lamentó una preadolescente mientras presenciaba el juego perverso frente a ella. La foto en Instagram que posteó la marca de carcasas de la multitud a sus 20.000 seguidores, obtuvo 5.000 likes.

Estaba parada en medio del BeautyCon, un evento en el que, de acuerdo al comunicado de prensa, “cientos de creadores de contenido –gurús de la belleza profesional, editores, celebridades, blogueros y personalidades de YouTube– [venían] para conectarse, discutir el futuro de los medios digitales e interactuar con sus fans”. Finalmente, como la mayoría de cosas en el mundo moderno, BeautyCon existía para los propósitos del mercado.

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Anuncios omnipresentes prometían beneficios (productos gratis, la oportunidad de ganar productos gratis, productos con grandes descuentos, etc.) con los que uno se tomaba una selfie y etiquetaba a la compañía. Los participantes eran alentados a cada paso para que pusieran un hashtag en todo lo que presenciaban, en cada foto que tomaban, en cada emoción que sentían. Y eso hacían. Al final de la convención los organizadores alardearon de que “#BeautyConLA era tendencia mundial durante todo el día, ¡10 horas seguidas!” y de que habían acumulado “¡139M+ impresiones!”. En el estéril páramo digital que son las redes sociales, esas impresiones denota éxito. Después de todo, si alguien publica una selfie en el bosque y nadie está allí para darle “me gusta”, ¿tiene algún valor como ser humano?

Interminables líneas de cosméticos de cortesía serpenteaban alrededor de los pasillos. Una rueda “gira y gana” enfrente de la vitrina de American Apparel tenía más de 100 chicas que esperaban ansiosas la promesa de un esmalte de uñas y un accesorio para el cabello gratis. Se desplazaban sin parar a través de las publicaciones de sus Instagram. No les importaba hacer fila porque sabían que, de no estar allí, de todos modos estarían mirando sus celulares.

“A la mierda”, dije, y me alineé tras ellas, mirando mi teléfono. Algo menos de una hora después de mi llegada, ya me había entregado al consumismo abrumador y a la masificación de mentes. “¡Me veo terrible en todas estas fotos!”, lloriqueó una hermosura abyecta de pelo rubio y 12 años tras de mí, que repasaba sus selfies. Inmediatamente después expresó su sentimiento a su amiga de aspecto ario sobre cuán diferente era ir de compras en Nueva York y en Los Ángeles. La conversación se volcó sobre el maquillaje que estaban planeando comprar, y hay que decir que la conversación tuvo lugar mientas miraban el que ya habían comprado. Esperé mi turno, giré la rueda, obtuve mi esmalte de uñas gratis y me fui.

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Al llegar estuve aterrorizada por las que me rodeaban, sin embargo, entre más chicas de 12 años de edad en tacones y blusitas veía, me sentía una menos. Una adolescente caminando por ahí le preguntó a otra, “¿qué es la vida?”. No podría responder a esa pregunta más de lo que la otra pudo hacerlo, aunque sentí que estaba más calificada para hacerlo que una mujer cuyo trabajo era hacer tutoriales de maquillaje en internet.

Decidí entrar a uno de los páneles de la convención, un destello de mi credencial de prensa me permitió escabullirme entre la multitud. En el salón con aire acondicionado, una gran celebridad del manicure en YouTube le contaba a la audiencia sobre su próximo gran proyecto: una línea de camisetas. Eran constantes las charlas de hermandad y empoderamiento, y cada vez que escuchaba algo mi mente recordaba las camisetas que llevaban en sus cuerpos ágiles estas mujeres jóvenes, y su estampado con la frase de la película Mean Girls: “puedes sentarte con nosotras”. Pero no era un sentimiento especialmente fraternal.

“Tenemos muchos contratiempos”, se lamentó una de las panelistas. “No sabemos en qué ha estado nuestra marca durante un largo tiempo”. La sala asintió colectivamente con la cabeza en señal de comprensión. “¿Cómo mantienen una actitud positiva, chicas, cuando la gente es cruel con ustedes?”, preguntó una niñita durante la ronda de preguntas y respuestas. “Todos tenemos gente que nos odia”, sonrió una panelista antes de recordarle a la niñita que la clave para perseverar ante esos odios era ser fiel a sí misma.

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Todo el mundo que ostentaba una posición de poder sobre estas chicas, sin importar el tema de conversación o las preguntas que les planteaban, daba el mismo consejo: ¡hacer lo que las hace felices! Vivir sus sueños: sus sueños de alertar a sus jóvenes e impresionables fanáticos sobre la existencia de cualquier producto o servicio genial y desechable que te paga para que finjas cuánto te gusta. Me perdí el panel de “¿Cómo usas tu belleza interior?”, así que soy incapaz de responder a esa cuestión existencial, pero asumo que la respuesta es “sigue tus sueños”.

“¿Brittny va a estar aquí?”, preguntó una chica de brackets que llevaba una blusita minúscula, mientras yo esperaba entrar al panel de “Hola odiosos, chao odiosos”. “No sé”, le dije, “es probable”. Una horda de niñas alistaba sus cuadernos en la primera fila, estaban allí para aprender. Las frases cortas que salieron de la boca de su ídolo no son dignas de mención. Más bien, eran indistintamente clichés. “Tienes que ser tú”, decía. Independiente del tema, el sentimiento siempre sería el mismo.

La ya mencionada Brittny era una expersonalidad del canal E!, que profundizó en el tema de la mentalidad de los odiosos, los psicoanalizó como gente miserable que critica a los demás con el fin de traer un poco de alegría a sus tristes vidas. Si su “mejor amiga”, Kim Kardashian, hubiera escuchado a los odiosos, ¿dónde estaría ahora?, preguntaba. Brittny, por su parte, dejó que los que la odiaban la atraparan a ella, “una de las pioneras de la tele realidad”, al permitirles que le hicieran bullying virtual al no filmar una segunda temporada de su espectacular show. Sintió remordimiento por dejar que sus enemigos la detuvieran en su intento de continuar abriendo nuevos caminos con los guiones de reality shows. Pero ella no era Kim Kardashian.

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Inspeccioné la zona mientras otra panelista hablaba largo y tendido sobre la importancia de ser uno mismo. “Creo que la imperfección es belleza”, decía a través de sus labios perfectamente pintados. Una vez más hacía eco de ese sentimiento con una frase frase histórica y hashtaggueable. Después de todo ese era su trabajo, la masa había conocido su marca.

En ese momento comprendí que su marca, de hecho, era su trabajo. Reconocer la existencia de la lucha de niñitas de 13 años en Twitter le valió un cheque de pago, exudar positivismo pagó su cuenta de la luz, ignorar a los enemigos le trajo una nueva cartera Louis Vuitton. Entendí que internet era un sitio extraño, terrible y mercantilista.

La mayoría de personas con pases de prensa parecían sospechosas, hasta que me di cuenta que cualquier hijo de puta con un iPad puede ser ahora un magnate de los medios de comunicación. Este era el futuro vivido en el presente. Desde donde yo estaba parecía algo sombrío. Todo lo que quería hacer era sacudir a todas las chicas que me rodeaban y ponerles libros de Susan Sontag sobre sus bien cuidadas y desnutridas manos. ¿Pero qué se yo? “Tengo 27 años, así que soy más vieja que la mayoría de ustedes”, dijo una panelista a la multitud. Yo tengo 30, así que soy más vieja. No las entendía, ellas no me entendían.

Supongo que la gracia era que ninguna de nosotras podía entenderse entre sí.

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