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FIGHTLAND

Tom Sayers, el único boxeador que le pagaban para dejar de pelear

El peleador victoriano quedó tan mal después de su enfrentamiento de 40 rounds que sus seguidores juntaron dinero para retirarlo de este cruel deporte.
"Championship of England and America" by Jem Ward,1860

Históricamente, pelear no es un deporte para los que ganan en la vida. Si escoges una historia de boxeo al azar, seguro hablará de alguien que tenía nada que perder y mucho que demostrar. Es un cliché, pero los clichés tienen su base en la verdad. Nada en el mundo es nuevo. Los clichés en el boxeo empiezan mal y terminan peor: en la pobreza, con una muerte solitaria, en los numerosos intentos por levantar una carrera fallida en poblados abandonados por Dios y ganando una mierda. Es por esto que las peleas son material para grandiosas películas y pésimas vidas. Poseen las herramientas para despedazarte: fracaso y éxito, sangre y agallas, lesiones fatales al cuerpo y alma. Quizá redención. Esta es otra de esas historias, pero seguramente no la has escuchado a menos que hayas recorrido un cementerio en el norte de Londres y visto la estatua del perro sobre la tumba.

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Tom Sayers era un don nadie, un constructor analfabeto que vivía en un chiquero, en casas baratas que habían construido para ellos, con otros jornaleros de Londres. A los 22 años, midiendo 1.72 metros y pesando cerca de 68 kilos, tuvo su primera pelea profesional a puño limpio. Esto sucedió en 1849, aunque su reputación comenzó mucho antes en el ámbito underground. En aquel entonces, las reglas de Queensberry serían publicadas 18 después, así que no había divisiones de peso formales, ni límite de rounds. Las peleas podían prolongarse por horas, todo un espectáculo sangriento entre dos hombres hasta que uno de ellos o ambos no podía más. A lo largo de su carrera de 16 peleas que abarcó una década, Sayers perdió sólo una vez. Pero la derrota no fue lo memorable del asunto, sino la vez que se enfrentó a un peleador estadounidense de nombre John Camel Heenan —un matón desempleado de 1.88 metros y 86 kilos oriundo de Nueva York—. Fue la última participación de Sayers arriba de un ring y el primer campeonato mundial de boxeo. El resultado fue un empate —apretado—, la mejor conclusión que el réferi pudo rescatar el caos.

En aquel tiempo las peleas profesionales eran ilegales y no tenían una gran fanaticada más allá de sus extraños entusiastas, pero Sayers sí. Hombres de su tamaño se negaban a pelear con el porque creían que era demasiado peligroso, y por ello tuvo problemas para cerrar acuerdos y para ganar dinero. Sayers fue un hombre pequeño que derrotó a reconocidos pesos completos y se convirtió en un héroe nacional inesperado. Cuando el enfrentamiento con el grandulón estadounidense se anunció, la euforia del público fue tal que apareció en los encabezados de los periódicos de ambos países. Harper's Weekly comentó que la gente de Inglaterra había estado tan cautivada que hizo ver a los españoles y sus corridas de toros como un simple espectáculo.

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Un siglo rodeados por mitos significa que es difícil saber qué fue verdad, pero de acuerdo con varias historias, Charles Dickens estuvo presente, el Parlamento acortó sus horas para que sus miembros pudieran ver sus peleas, y la reina Victoria esperaba el resultado sentada en su palacio. El pleito se llevó a cabo en un campo lejos de Londres en abril de 1860; ambos peleadores se vieron en problemas desde los primeros asaltos: Sayers boxeó con una mano luego de lesionarse su brazo derecho, y Heenan estuvo semiciego por la inflamación en su ojo derecho. En el round 37, Heenan estranguló a Sayers al empujar su cabeza contra la primera cuerda. Se procedió a cortar las cuerdas, el publicó se embraveció e invadió el ring, pero la pelea no paró: movieron el cuadrilátero unos cuantos metros y los peleadores destrozados reanudaron la batalla hasta que la policía se presentó en el lugar y todos huyeron de la escena. Después de 42 rounds y más de dos horas, el rostro de Heenan estaba tan ensangrentado que era irreconocible. El réferi declaró un empaté, Heenan protestó la decisión y exigió una revancha, pero nunca sucedió. Ambos se llevaron una faja de campeonato a sus hogares.

Pero después de una década de pelear ante rivales más grandes y sin reglas, Sayers ya no era el mismo. En un caso único, los fans comenzaron a preocuparse por su salud más que por sus peleas, y literalmente le pagaron para que dejara de pelear. Juntaron una gran cantidad de dinero —3 mil libras en 1860, en la actualidad unos cientos de miles de libras, si no es que un poco más— para que se retirara y pudiera vivir en paz.

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Los años después de su carrera estuvieron plagados con divorcios, rompimientos amorosos, diabetes, tuberculosis, y la extraña decisión de entrarle al negocio de los circos; si sus seguidores no hubiesen invertido adecuadamente el dinero por él es muy seguro que se lo hubiese gastado en alcohol. Falleció cinco años después de su pelea con Heenan a la edad de 39 años, en una habitación arriba de una tienda en Camden High Street que ahora vender playeras para turistas. Poco después ese mismo año, las reglas de Queensberry fueron redactadas, y permitieron que los peleadores derribados tuviesen 10 segundos para levantarse, establecieron el límite de tiempo de los rounds a tres minutos, y le calzaron los guantes a los boxeadores.

Lo que sobró del dinero recaudado se destinó a una fundación para realizar uno de los funerales más extravagantes de Londres. La procesión fue inspirada en el Duque de Wellington, quien fue cargado hasta tu tumba en la St. Paul's Cathedral sobre un auto funerario adornado de 12 toneladas y seis ruedas. El mastín de Sayers, Lion, fue el principal personaje doliente, sentado frente al cortejo fúnebre con una gorguera sobre su cuello conforme el ataúd era llevado a Highgate. Miles de personas se formaron en las calles para ver a su héroe partir, un muerto muy diferente al vivo que habían conocido: la diabetes no tratada le había amargado la vida, y el alcoholismo tampoco ayudó mucho.

Siempre se discute cuándo es el momento correcto para el retiro de un peleador; el regreso fallido de Ronda Rousey encabeza la lista. Cada vez que pierde su tumba se hace más profunda. Hace un año se encontraba llorando en el programa de Ellen porque le pasó por la mente quitarse la vida, pero cuando Amanda Nunes le dio la paliza de su vida en diciembre, las redes sociales se volvieron a inundar de memes y chistes de gente que no conoce lo que es perder en un deporte tan cruel.

Foto pro John Armagh (Wikimedia Commons)

Nos preguntamos si a alguien le preocupa tanto como en su momento se preocuparon por Sayers. Ya que existe tanto énfasis en el legado, es increíblemente triste que sea sólo un cuerpo en un cementerio visitado por turistas que aprovechan la tumab para sacar fotos del perro guardián, antes de seguir su recorrido. El cerebro humano tiene un límite de golpes que puede recibir, y apuntalar perdedores como nuestros héroes sólo dura hasta que caen. ¿Para quién lo hacen? ¿Vale la pena? ¿Hasta cuando nos olvidaremos?