
Orwell no fue el primero en comparar las minas con el infierno; los mineros bolivianos saben que trabajan en el infierno. En los últimos 500 años, por lo menos cuatro millones de ellos han muerto al derrumbarse excavaciones, de hambre o enfermedad pulmonar en Cerro Rico. Y para chingarse a los españoles que montaron un comercio aquí en 1554 y esclavizaron a los indígenas quechuas, los mineros bolivianos adoran al diablo, lo que es parte de la cosmología esquizofrénica en la que Dios gobierna la tierra mientras Satanás gobierna el inframundo.Como una ofrenda a él, los mineros sacrifican llamas y esparcen la sangre alrededor de las entradas de los 650 pozos que están por todo el cerro. Cerca de la sangre, justo dentro de la mina, un visitante puede encontrar estatuas de ojos grandes con barbas y erecciones, una caricatura chistosa de Satanás conocido como El Tío, a quienes los trabajadores le ofrecen aguardiente y cigarros a cambio de buena suerte. Antes de entrar a la montaña, yo le había ofrecido una bolsa de hojas de coca a uno de estos pequeños diablos, pidiendo una bendición por mi seguridad.Pocas horas después, estuve cientos de metros bajo suelo, arrastrándome a través de túneles de un metro de alto, mis rodillas huesudas golpeaban contra las rocas. Mi guía, Dani, un hombre miniatura con la fuerza y el temperamento de un burro, se había adelantado tanto que se despareció en la oscuridad. Le grité. Cuando no respondió, mi fotógrafo Jackson giró hacia mí y tosió. “Estoy asustado”, dijo él, pero como guerreros, seguimos la marcha; intentamos rastrear los pasos de Dani a través del túnel caliente y con olor a azufre.
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