Así viven los sintecho de Barcelona

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Así viven los sintecho de Barcelona

¿A qué tienes que enfrentarte si vives - o pides - en las calles de Barcelona?

Todas las fotografías por la autora

Barcelona, como cualquier ciudad del llamado mundo desarrollado, cuenta con centros y servicios para ayudar a las personas en riesgo de exclusión, desde programas de garantía social y ayudas ocasionales hasta albergues o centros de acogida. Allí la gente que se ve tirada en la calle puede dormir, ducharse, comer un plato caliente, ver la tele, conectarse a internet, buscar trabajo e intentar recuperar su autoestima. Pero sólo se puede acoger a la mitad de los que han tocado fondo. Hay algo más de 1.600 plazas en los albergues de la ciudad para unas 2.800 personas sin hogar, según datos de la Xarxa d'Atenció a Persones Sense Llar (Red de Atención a Personas Sin Hogar).

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Pero cuidado, no es lo mismo un mendigo que un vagabundo o que un sin techo. Pedir en la calle no tiene porqué incluir no tener casa ni todos los que no tienen hogar se sientan a ver si cae algo en un vaso de cartón. Si quieres sobrevivir en las calles de Barcelona, lo primero es hacerse con la guía de la Comunitat de Sant Egedi. Esta organización religiosa que trabaja por la inclusión social de los "amigos de la calle" ofrece una recopilación bastante completa de los lugares donde cubrir tus necesidades básicas. Lo segundo es obtener información útil de la voz de la experiencia, o sea, hablar con los que la viven.

No es una tarea fácil porque la tarea de encontrar mendigos/sin techo que me puedan asesorar está complicada en el centro de la ciudad. Unas mujeres gitanas con el pañuelo en la cabeza y una señora con un abrigo larguísimo se deshacen de mí con un "¿para qué te voy a contar yo mi vida?". Tienen suficiente con lo suyo porque, al fin y al cabo, viven de esto.

La asociación Casa Solidaria repartiendo comida

Pero sobre todo es difícil encontrar a los supervivientes de la calle que abundan por la noche y es que por el día se camuflan. Las personas sin hogar son nómadas de la calle que no tienen puesto fijo y van paseando por toda la ciudad, excepto por los barrios de clase alta, claro. En el centro, por Plaza Urquinaona, están bien, me cuenta Constantino (de 40 años) con un español bastante macarrónico. Pide al lado de un establecimiento de la cadena de restaurantes Viena, con una gorra a los pies, aunque en su rostro uno puede darse cuenta de que alguna vez tuvo otro tipo de vida, cuando podía pagar la hipoteca y su mujer aún no le había dejado para volver a Rusia. Constantino no quiso regresar, me dice, porque "aunque no tengo casa aquí, Cataluña es mi casa". Pasa de los albergues de acogida. Por ahora se las apaña bien durmiendo en los cajeros. La cosa es acostumbrarse a dormir con la luz encendida.

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Si en el centro se tienen que enfrentar a los comerciantes que llaman a la guardia urbana para hacerlos "circular", los sintecho que pasean por Sarrià (el barrio rico por excelencia de la ciudad) lo hacen como mucho para acercarse a uno de los centros de acogida. Además, es sabido que los ricos tienen, pero no dan y que los que les echan una mano son los de zonas obreras o si acaso, los turistas.

Por eso la Barceloneta es un punto estratégico, porque hay guiris, currantes, un colchón natural llamado arena y duchas donde lavarse. Cerca de ahí, en el Paseo Juan de Borbón, está sentado Berni (35 años, Austria), que vino de vacaciones y se quedó más tiempo de lo planeado. La cara enrojecida y los ojos empequeñecidos, como rasgados, son la marca de quien pernocta a la intemperie. Él afirma que desde hace "four weeks" (cuatro semanas) que "sleep in the beach" (duerme en la playa) y que su hermana le va a enviar dinero para volver, pero que él no tiene prisa por hacerlo. Cuenta que en la playa se duerme bien, tapándose con una buena manta, pero no sé hasta qué punto no da importancia a la humedad que cala todo lo que queda cerca del mar por las noches. Comer no es un problema: va al "bus stop" que hay cerca de aquí. Se refiere a la estación de autobuses, la Estación del Norte, donde un grupo de voluntarios reparte comida casi cada noche.

Una solución para matar la soledad y hacer piña es unirse a un grupo de nómadas urbanos. Existe la posibilidad de que te roben o que te pelees, pero sirve para compartir comida, materiales y conocimientos útiles. El grupo del Parc del Nord (el parque adyacente a la estación de autobuses) es numeroso, bastante conocido por la gente del barrio, el Fort Pienc, y va variando. Por la noche son más, pero a media mañana, cuando me acerco, hay seis personas en un extremo apartado, desayunando galletas María, café y vino Don Simón. Unos hablan de no sé qué de Franco y otros juegan con los perros de un vecino. Como los españoles no quieren hablar conmigo, la pareja de alemanes Dennis (33 años) y Antge (46 años) me ofrecen una descripción de sus últimos 2 años: él, obrero de la construcción en paro, ella, auxiliar administrativo; ambos salieron con una mochila a cuestas para recorrer alrededor de 2500 km y realizar su propio "Camino de Santiago". Aseguran que van a escribir un libro sobre sus aventuras y que están esperando a que la madre de Dennis le envíe su portátil para ponerse otra vez en marcha. Su día a día se basa en "dar una vuelta y conocer gente nueva" . A él le gusta la playa. La mayoría se conocen.

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Dennis y Atge en el Parc del Nord

Su visión del mundo es que "menos es más", que esto les gusta y que no quieren una vida como la de antes. Eso no significa que no hayan tenido problemas: antes de llegar a Barcelona: en Francia, a Antge la atracaron y le pegaron un puñetazo en la nariz que la dejó inconsciente en la acera. Se llevaron su móvil y algo de dinero. El resultado fueron dos días en el hospital, donde dice que la trataron mal, que no la entendían por no hablar francés y que ni se esforzaron por entenderla. Aquí en el parque se descansa bien, afirman, excepto por los "mosquitos", de los que no se libran ni en invierno – un invierno que a ellos les parece que no lo es. Aseguran que la policía es maja, que les tratan bien y que si no te metes con ellos hasta te dan un cigarrillo, como una vez que un colega les invitó a una casa ocupada - de donde les sacaron a las pocas horas -. Lo único chungo de la vida aquí es encontrar momentos de intimidad como pareja, porque siempre hay alguien rondando, aunque aseguran que al final se encuentra la manera. Pero que no, que la pasma no te hace daño si no opones resistencia y que con lo que si acaso tienes que ir con cuidado es con los "hijos de la noche" (la única expresión que pronuncian a la perfección en castellano). Se refieren a los que se aburren y van a "cazar" mendigos. O a pegarles una paliza, que viene a ser lo mismo.

Los alemanes son majos, pero tienen mucha imaginación.

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A Ignacio (48 años) unos de estos le pegaron dos puñaladas una vez. No tiene claro cómo ni porqué. Su testimonio coincide poco con la visión ideal de la pareja con la que he hablado al mediodía. De hecho cuando le nombro a Dennis y Antge afirma conocerles: "Ah, ¿que has hablado con los alemanes?", me dice entre risas, "son buena gente, pero tienen mucha imaginación". Le encuentro en la cola de Casa Solidaria, un punto de ayuda para indigentes que, paradójicamente, no tiene techo. El sitio viene recomendado para cenar esta noche en la guía de Sant Egidi y si aparece en una guía tendremos que hacerle caso.

Ignacio está enseñando unas fotos de su móvil a una voluntaria que controla la cola de reparto de alimentos: "mira, mira, lo que nos hacen, lo voy a enviar a la teniente alcalde, a ver si se enteran", dice entre cabreado y triunfante. En sus tres o cuatro imágenes se ve como la policía coge las pertenencias que sus compañeros tenían en su "campamento" del parque y las tiraban a un camión de residuos. Esto sucedió "el otro día a las siete de la mañana", me cuenta, y que es habitual, como después me confirma Paqui, la coordinadora de la asociación Casa Solidaria. Para la policía acumulan basura, pero para los indigentes esa basura son sus cosas y entre ellas puede haber desde un osito de peluche hasta un saco de dormir o incluso una tienda de campaña. Ignacio no vivió hasta las últimas consecuencias este desalojo, porque él, que hace unos meses se rompió la tibia y el peroné, está alojado por ahora en un centro de acogida. Hoy no pasa por Casa Solidaria a cenar sino a saludar, pero sabe bien cómo funciona el proceso tras 5 años en la calle: lleva entrando y saliendo de estos servicios sociales, como sus hijos, que le "han quitado la Generalitat", de la misma forma que la calle le ha quitado "la personalidad, la autoestima, todo".

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Ignacio

Ignacio volverá pronto a la calle, en un mes más o menos, y lo acepta como algo inevitable: "somos muchos y hay gente que lo necesita más que yo". Tiene once hermanos que podrían ayudarle, pero "no quiero ser una carga", porque reconoce "que me lo he buscado yo solito, que fui algo pícaro en su momento".

Los demás que andan por la zona de la estación. No son Jack Kerouacs, ni vagabundos del Dharma como indicaban las descripciones maravillosas de la vida al aire libre de los alemanes. Ni asquerosos, ni bohemios. La mayoría de los que se arremolinan delante de la Estación del Norte sobre las ocho de la noche no los diferenciarías de los viandantes ocasionales si no fuera porque algunos arrastran carritos o mochilas con todas sus pertenencias personales.

Cada noche más de 170 personas reciben un bocadillo, un plato de comida caliente, fruta y un vaso de chocolate caliente o un café con leche que les brinda la Asociación Casa Solidaria. Desde hace 3 años (nueve en Portugal, donde surgió la idea) un grupo cada vez más grande de voluntarios se turna para traer cada noche el cargamento (20-30 cenas o productos cada uno) en sus coches y montar el chiringuito. Alrededor de las ocho y cuarto uno de los voluntarios, con un inconfundible chaleco amarillo, de esos reflectantes, va repartiendo números entre los que se le acercan. Son para establecer un orden en la cola. Los 100 primeros tienen un número fijo, el cual han conseguido por fidelidad, por no faltar ninguna noche, y a ellos no necesitan ir a pedirlo ni llegar antes para no hacer cola. Los demás deberán llegar temprano para poder escoger qué cenar, no pelarse de frío durante una hora en la hilera o, en el peor de los casos, quedarse sin nada. De todas formas esto no suele pasar. Al revés, incluso después del 200 - como esta noche - sobra comida y los que quieren repetir vuelven a la cola para una ración extra. De hecho Casa Solidaria ya lo hace aposta, como cuenta Paqui, la coordinadora de la asociación, porque "para mucha de la gente que viene es su única comida del día", y así pueden tener para la mañana siguiente. También les dan pan y pastas que las panaderías con las que colaboran no han podido vender ese día. De vez en cuando también tienen pizza (los martes), yogures (los miércoles) y algunos viernes un grupo de niños les trae caramelos. Los últimos se ve que fueron del gusto de uno de los que está pidiendo número, porque quiere saber de dónde los compraron, que si no son muy caros irá a por más. Debe pensar que tampoco se trata de abusar, porque prácticamente todo va del bolsillo de los voluntarios- excepto las piezas de fruta, que ahora se las proporciona el Banco de Alimentos - porque al no tener local no cumplen las condiciones necesarias para recibir más ayudas. Paqui, la coordinadora de Casa Solidaria, cuenta que se ha "reunido tanto con el anterior consistorio como con el actual" para solicitar un centro donde puedan llevar a cabo su labor y que "han sido muy educados, pero que no nos han dado respuesta. Ni sí ni no. Nada". Mientras tanto toca dar de cenar en la acera.

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Antes casi lloraba cuando me salía barba y mírame ahora.

Albert (de 26 años) procede de "llamémosle una familia desestructurada de Esplugues de Llobregat" y las administraciones tampoco le han dado mucho apoyo porque parece no necesitar mucha ayuda. De hecho le confundo con un voluntario hasta que me aclara que no, que la bolsa del Ikea que lleva no está llena de mantas para dar, que es su cama. Se marchó de su casa hace 2 años y ha "vivido en Collserola, en la zona que da a la Salut, en el parque [detrás de la estación]" y también en el patio de la UB Raval, en el centro de la ciudad, además de resguardarse en cajeros o, cuando tiene algo de dinero, irse a dormir a saunas gay: "ahí puedo ducharme, dormir, me puedo quedar hasta las doce si quiero, y también te levantan con la radio, muy fuerte, sobre las ocho". Ese despertador le permite ir a clase. Está inscrito en "un programa de cocina de garantía social" para jóvenes. Es todo lo que ha podido sacar, dice, de los servicios sociales. Al tener familia que asegura quererle de vuelta no le acogen en los centros, pero no piensa volver a su casa ahora que se siente liberado: "Yo antes era un cagado. Casi lloraba cuando me salía la barba y mírame ahora. Llegué a hacerme láser en el culo porque me sentía incómodo cuando me salía el vello", se ríe. Ahora ha "visto de todo". Y te lo cuenta: cómo ha pedido en la calle con gitanos, pasando la gorra o cómo reconoce a los señores que buscan a jovencitos y a los niños chaperos de los lavabos públicos, y " si quieres te hablo de los niños que esnifan pegamento". También me confirma una norma que repiten hasta la náusea la mayoría de los que tienen menos de lo justo para vivir: la importancia del líquido cuando estás en la calle, "porque bebes de agua de las fuentes y es tan mierda que a los dos minutos vuelves a tener sed. Pero no puedes coger cualquier lata de cerveza que te brinden porque lo más probable es que se hayan meado dentro para hacer la gracia".

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Albert

A pesar de estas y otras vicisitudes, Albert ve imposible volver a su antiguo hogar. Su huida no fue un capricho, sino la forma de "librarse de la dominación" de unos padres - de los cuales da nombres y apellidos - que abusaron de él psicológica, física e incluso sexualmente desde que tiene uso de razón: "el primer recuerdo que tengo de mi padre es de cuando tenía alrededor de 4 años. Me cogía de la cabeza como un melón y me zarandeaba en el aire para tirarme de cabeza al sofá". Su madre, asegura, le masturbaba en el pasillo, y aunque la moral era más bien cristiana, el padre se paseaba desnudo por la casa. Situaciones como "que entrase mi padre en el baño mientras yo estaba en la bañera y pusiera la mano en la pared, en posición de mear y no oír el chorro", eran cosas habituales en su día a día. No le dio importancia hasta que fue consciente de que no era lo normal. Esto no lo cuenta en la cola de Casa, sino alejados del gentío, algo después, colmándolo de detalles que quiere, afirma, "difundir en un canal de youtube" cuando mejore su situación. "Quiero que se sepa la verdad", declara, que "la pederastia tiene que ver con el poder, con la dominación", y que la figura de la madre es necesaria para que suceda. La forma clara y sin tapujos en que Albert se explica te remueve por dentro, tal vez porque no tiene muy claro cómo o ni siquiera si quiere cambiar su estilo de vida para "volver al sistema".

Después hablé con un rumano encantado de conocerse que ha ido a ver la exposición +Humanos del CCCB y se ha inspirado para desarrollar un proyecto biotecnológico de no me queda muy claro qué en un par de hojas manchadas, que dice estar investigando con un doctor polaco y otro francés, que antes estaban pensando en la creación de un jabón para limpiarse sin agua, pero que lo dejaron para investigar su tema.

Nada de comedores sociales ni conventos si lo pueden evitar. Lo más fácil y accesible es lo no oficial. Aquí no tienes que identificarte ni te realizan seguimiento, no tienes que justificarte por no cumplir "x" requisitos que demuestren una evolución que por distintas razones no pueden alcanzar.

Quien pronto volverá es Víctor (que tiene solo 23 años). Dentro de un mes ingresará en la Legión Francesa y se convertirá en francotirador después de haber pasado las pruebas físicas. Ser carne de cañón es la alternativa para este bilbaíno, que prefiere el ejército francés al español porque "los de aquí sólo te mandan como ayuda humanitaria" y él quiere acción. Mientras espera el momento para entrar en el cuartel tiene que quedarse en Barcelona porque la única familia que le queda son sus abuelos y ni considera explicarles su situación: "no puedo decirles a mis abuelos de 90 años, mi abuela con el taca-taca y mi abuelo con un bypass, que estoy en la calle". Su cabeza recién rapada y su chaleco de Tommy Hilfiger no indican tal desamparo, pero aquí las apariencias engañan de la misma forma que para algunos no importen mucho. Es por eso que los que hacen cola prefieren quedarse en la acera con Casa Solidaria.

Para ellos nada de comedores sociales ni conventos si lo pueden evitar. Lo más fácil y accesible es lo no oficial. Aquí no tienes que identificarte ni te realizan seguimiento, no tienes que justificarte por no cumplir "x" requisitos que demuestren una evolución que por distintas razones no pueden alcanzar. Paqui y los voluntarios de Casa Solidaria, como otras asociaciones en la Meridiana o Plaza Cataluña, sólo reparten lo que cocinan. No hay preguntas y tampoco tienen que dar explicaciones porque todo corre de su bolsillo. De hecho ahora mismo los voluntarios de Casa Solidaria ya pagan 90 euros al mes por un trastero en el que dejan las mesas - que no sillas, porque no tienen, ni para que los sin techo puedan comer sentados "como sería lo normal" según Paqui -. También guardan ahí un toldo bajo el que se refugian los días de lluvia. Porque aunque caiga un chaparrón "esta gente tiene que comer igual". Alquilar un local supondría unos costes que, al no tener subvenciones, este grupo no puede asumir. De la misma forma, les "encantaría tener un local pero no pueden por falta de financiación. Y como no tienen local "no nos dan ayudas", declara Paqui. A pesar de este pez que se muerde la cola, los voluntarios de Casa Solidaria siguen nadando y ampliando sus servicios: si quieres te lavan la ropa, te dan abrigos o zapatos y hasta enseres de higiene personal como pueden ser los cepillos de dientes y el champú.

También pueden encontrarse otras asociaciones que reparten comida al atardecer en otros puntos de la ciudad. Cada una tiene su modus operandi, pero si se pasa por Plaza Cataluña, por la Estación de Sants o por la Meridiana, a la altura de Navas a eso de la tarde-noche seguro que los encuentras. Las monjas de la Iglesia de San Agustín, en el barrio del Raval, dan comidas, aunque mejor no ir los domingos, dicen, "porque hacen un caldo con lo que les ha sobrado de la semana y no hay quien se lo coma". Podría haberme pasado por ahí a ver si entendía algo más pero, ¿para qué? Ni siquiera con todo esto llegaría a copar la punta del iceberg.

Es difícil entender cómo funciona la vida fuera del estado de confort que conocemos, como en el campamento dentro de las vías del tren . Ni siquiera si pudiera haber ido a ver algún centro que gestiona Derechos Sociales hubiese entendido algo. Que por cierto han pasado de mí dándome el teléfono de una farmacéutica dos veces seguidas cuando decían pasarme con una tal Marta que gestionaría mi permiso para visitar un albergue, porque claro, es imprescindible llevar el papelito para que te abran la puerta. Pero tanto da, porque sólo siendo uno de ellos, viviendo en la calle de verdad "empezarías a entender algo", como me sermonea Ignacio antes de despedirse, "aunque no te recomiendo ni pensártelo". El de la supervivencia es un trabajo duro, son 24 horas al día sin descanso.