Un exorcismo masivo en El Cairo

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Un exorcismo masivo en El Cairo

Los cócteles de saliva alivian el dolor en la capital de Egipto.

El día de las primeras elecciones presidenciales egipcias, mientras millones de personas hacían cola, impacientes, en las oficinas electorales de todo el país, yo estaba hundido hasta el cuello en miseria en un lugar llamado Ciudad Basura. Buscaba una iglesia donde, según rumores, un sacerdote egipcio practicaba exorcismos en masa.

Cuando pasas algún tiempo en El Cairo aprendes a sobrellevar la mugre y la suciedad. En una ciudad en la que 17 millones de habitantes viven hacinados prácticamente unos encima de otros, te acabas acostumbrando a la capa de esmog, polvo y gases de combustión de los coches que inevitablemente se posa sobre la superficie de todo. Aun así, Ciudad Basura, un área urbana de edificios de ladrillo inacabados en las afueras de El Cairo, debe estar en la competición por proclamarse “el lugar más mugriento del planeta”. Imaginaos un vertedero transplantado a una ciudad, donde la gente come, duerme y procrea, y empezaréis a rascar la superficie de la realidad de Ciudad Basura. En 1969, el líder revolucionario pan-arabista Gamal Abdel Nasser reubicó a todos los recolectores de basuras de El Cairo –una ocupación que tradicionalmente desempeña una minoría marginada, la de los cristianos coptos– en las afueras de El Cairo; en concreto, en la falda del monte Muqattim, una zona desierta sin agua corriente, electricidad ni alcantarillado. Lo que ha emergido desde entonces es una ciudad de basuras, que literalmente rezuman de las puertas y las ventanas. Familias enteras de basureros, hombres, mujeres y niños, trabajan separando y reciclando los incontables desperdicios. El hedor y la presencia de moscas en este cálido clima bastan para que se te caiga el alma a los pies. Uno se pregunta cómo pueden seres humanos vivir de esta forma hasta que te das cuenta de que incluso una vida que transcurre entre basuras se convierte, con el tiempo, en algo normal.

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La gente de Ciudad Basura está organizada de forma increíblemente eficiente. Algunos trabajan sólo con plásticos, otros con cristal. La basura es el medio de subsistencia de miles de residentes. De la materia orgánica solían dar cuenta cientos de gorrinos hasta que, hace tres años, el gobierno, en un acceso de pánico por la peste porcina, decidió sacrificarlos a todos. Supe de los exorcismos en masa a través de un amigo fotógrafo que vivía en El Cairo. La iglesia de San Sama’an, donde tienen lugar, está en el monte Muqattem, en el interior de una enorme cueva. Caminando ladera arriba en dirección a la iglesia pasé al lado de una pila de ratas muertas, cada una grande como un balón de fútbol. Se dice que San Sama’an es una de las iglesias más grandes de Oriente Medio; con capacidad para 20.000 personas sentadas, no se diferencia mucho de las mega-iglesias de Billy Graham en Estados Unidos. Hay otras seis iglesias adyacentes construidas en la ladera de la montaña, y numerosos frescos mostrando imágenes bíblicas en la fachada de piedra. El contraste con el yermo de Ciudad Basura no podría ser más agudo. Los exorcismos se mantienen bastante en secreto. Un anciano sacerdote los lleva a cabo tanto para los cristianos como para los musulmanes, algo extraño en un país en el que abundan los conflictos interreligiosos. Cuando el año pasado estuve en El Cairo tras su épica revolución de 18 días, se generaron tumultos tras extenderse el rumor de que una mujer cristiana que se había convertido al islamismo estaba cautiva en el sótano de una iglesia. Varias personas, tanto de profesión cristiana como musulmana, murieron durante los estallidos de violencia, y la iglesia fue pasto de las llamas. El padre Sama’an Ibrahim, el sacerdote que conduce las ceremonias, construyó la catedral de la cueva en varias etapas durante los años 80 y 90 para los recolectores de basuras. Los encontró viviendo en el pecado y la miseria y decidió que era su misión ayudarlos. Ahora, ya rebasada la setentena, el padre Sama’an preside la parroquia de Ciudad Basura, atrayendo acólitos de todas partes. Muchos de los asistentes a los exorcismos son musulmanes deseosos de tener contacto con lo sobrenatural.

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A pesar de albergar una mezcla amistosa de musulmanes y cristianos, Ciudad Basura no ha sido inmune al estallido de violencia sectaria que ha enturbiado los períodos posteriores a la histórica revolución egipcia. Muchos de los residentes con los que hablé han optado por votar a Ahmad Shafiq, un general retirado de las Fuerzas Aéreas con vínculos con el antiguo régimen y hombre que transmite una sensación de estabilidad a la minoría copto en Egipto. En el interior del recinto nos encontramos con Magid, un hombre que echa una mano en la iglesia. Nos resume la historia del lugar y explica lo que sucederá en los exorcismos: “Cuando el sacerdote diga el nombre de Jesús, el demonio será destruido. ¡Ya lo veréis!” Casi 2.000 personas se concentraron en la iglesia, sentándose en crujientes sillas de madera. Aunque la arquitectura del lugar es impresionante, con una descomunal roca cubriendo todo el anfiteatro, el púlpito desde donde se conduce la ceremonia es como todos los púlpitos religiosos desde tiempos inmemoriales: soso a más no poder. Nos quedamos dos horas allí sentados, oyendo cánticos y rezos. Cuando la noche descendió sobre la catedral de la cueva, me abrí paso hasta la parte delantera, previendo que el sacerdote estaría a punto de mostrar a los posesos e iniciar el exorcismo. Las luces bajaron la intensidad, la música aumentó de volumen. Algunas de las mujeres que tenía delante empezaron a llorar y a balancearse, sus ojos cerrados en un rapto espiritual.

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De repente oigo a un hombre aullar. Sonaba como si le hubieran acuchillado. El sacerdote –de larga barba blanca, vestido con un hábito negro y con una cruz dorada en la mano– está agarrando a un hombre de mediana edad que se agita encima de su banco. El sacerdote coge con la mano un poco de agua bendita y la arroja al rostro del hombre mientras recita ensalmos bíblicos. El hombre deja de gritar y pone los ojos en blanco.

El religioso separa entonces a la multitud y avanza hacia un grupo de mujeres. Horribles chillidos resuenan en las paredes de la cueva. Él las abofetea en la cara y escupe en sus bocas. Incluso escupe en unas botellas de agua y se las da a beber. Las mujeres parecen revividas por el cóctel de saliva. Una vez todas están curadas, el sacerdote las marca en la frente y las manos con lo que parece brillo de labios sagrado. Dos de las mujeres empiezan a vomitar al iniciarse el exorcismo, pero en cuestión de minutos están milagrosamente curadas. La multitud, compuesta sobre todo por mujeres, aplaude. Esas personas habían estado actuando con normalidad apenas unos instantes antes. Ahora estaban tirando agresivamente de la pernera de mi pantalón, suplicándome que llamara la atención del sacerdote para que confortara a sus hijas. Era un circo. Puede que un exorcismo sea eso: una forma de confortar a la gente trastornada, un poco de catarsis espiritual para eliminar cosas de la cabeza. Ahí es donde residen nuestros problemas, ¿no? El remedio consiste en hacernos creer que nosotros estamos bien. Y aquellos que ven el mundo a través de un prisma de ángeles y demonios es probable que necesiten los esputos del padre Sama’an más que el diván del doctor Freud. La ceremonia duró menos de 20 minutos. Más tarde le pregunté a una de las mujeres previamente posesas cómo se sentía. “Me siento muy bien”, dijo con una gran sonrisa. “Gracias a Dios”.

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