Una prisión en el infierno

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Viajes

Una prisión en el infierno

Burundi alberga uno de las prisiones más abominables en todo África.

Descubrí los horrores de las prisiones africanas en 2006, cuando viajé a Ruanda para documentar el genocidio. Eso en sí fue una tarea horrible; fotografié habitaciones llenas de huesos y ropa empapada de sangre con un olor a muerte, y pertenencias amontonadas contra unas paredes que deben haber presenciado horrores inimaginables. 2006 también fue el año en el que la República Democrática del Congo tuvo sus primeras elecciones multipartidistas desde los sesenta, y ya que estaba a sólo unos días de distancia, decidí manejar hasta allá para cubrir las elecciones en el lugar.

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Encontré a un persiodista local y a una intérprete, renté un Corolla destartalado, y me dirigí al Congo. No habíamos llegado a la frontera cuando empezamos a ver camionetas repletas de niños soldado. El conflicto es algo inherente en el Congo. Años de guerra han resultado en conflictos entre las milicias, y una de las armas utilizadas es el VIH, el cual esparcen escuadrones de soldados infectados violando pueblos enteros, incluyendo niñas y bebés.

Cuando llegué al Congo, llevaba apenas un par de horas tomando fotos cuando un policía nos empezó a gritar. Traía un casco ridículo, rojo con verde, que lo hacía verse muy chistoso y que dificultaba tomarlo en serio, pero momentos después había varias metralletas apuntando contra nosotros. Nos subieron a la caja de una camioneta y nos llevaron a la estación de policía: una zona de guerra, rodeada con muros altos de metal corrugado y torres de vigilancia en las esquinas.

El periodista me dio las malas noticias: Querían 20 mil dólares para dejarnos ir. Esto no era una opción, así que nos separaron y no metieron en unas celdas. Después empezó la larga espera. Mientras estaba solo en mi celda, sentí un miedo indescriptible. No había ninguna misioń diplomática en esta zona del Congo. Nadie sabía que estábamos ahí y a nadie le importaba. Empecé a imaginar todos los escenarios posibles, y todos me parecían igual de graves.

Después de varias horas escuché un claxon, y cuando me asomé por la celda pude ver una Range Rover blanca nuevecita entrando a las instalaciones. Habíamos tenido mucha suerte. Nuestra intérprete, una niña que habíamos elegido al azar, estaba teniendo un romance con un ministro de gobierno del Congo, y había usado algunas palancas. Después de más gritos, nos dejaron ir y nos entregaron un recibo de liberación en un Post-it, firmado por el ministro y el jefe de policía.

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Nos habíamos salvado por pura suerte, pero estos giros del destino que llevaron a nuestra liberación, me dejaron con una lección impactante: con mucha frecuencia, las personas que tienen encerradas en estos lugares olvidados son tan inocentes como yo.

Guardias en la entrada principal de la prisión del distrito de Ruyigi en Burundi.

Burundi, un país diminuto en el corazón de África, es una de las naciones más pobres del mundo, y está saliendo de una guerra civil de 12 años por problemas étnicos. Burundi lleva tantos años sumergido en esta guerra, que pocos recuerdan como eran las cosas antes de ella. Generaciones enteras han sido víctimas de ella. La mayoría de los hombres se convierten en soldados desde niños y no tienen idea de dónde vienen, mucho menos a dónde deben regresar.

Esta situación tan devastadora ha producido una generación de rebeldes y soldados. Su instinto no les dice que deben regresar a sus casas y a sus familias cuando la guerra termine. Siguen luchando, y encontrando razones para luchar, porque no conocen otra forma de vida.

Estos bandidos, que se alimentan con cerveza de plátano, suelen subirse a sus camionetas y manejar por la calle principal en el centro de Ruyigi, una ciudad al este de Burundi, arrojando granadas al azar en los bares en los que sospechan que hay soldados bebiendo. El resultado es una masacre.

Entre todo este caos se encuentra la prisión: una edificio de ladrillos deteriorado con rejas oxidadas. Después de varios intentos fallidos, logré que me dejaran entrar y fui invitado a la oficina del gobernador: un cuarto sucio, repleto de papeles. Detrás de su escritorio, de caoba oscura de la región, estaba la imagen más grande de Barack Obama que haya visto jamás. Me pregunté si el primer presidente negro de Estados Unidos tenía idea de que existían lugares como este.

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El gobernador me recibió con una sonrisa nerviosa en el rostro. Se mostró dispuesto a compartir conmigo lo problemas que enfrentaba la prisión con el mundo exterior. Sabía que era la única manera de cambiar las cosas. Una semana después me enteré que lo habían corrido por dejarme entrar.

Un prisionero observando desde la puerta principal de la prisión en el distrito de Ruyigi en Burundi.

Me dijo que habían tenido algunos motines recientemente, y que no había llegado comida a la prisión en varios días (en general, en las prisiones africanas, las familias de los prisioneros son responsables de proporcionar la comida). Los prisioneros tenían hambre, y eso implicaba peligro: el enojo y la frustración los hacían pelear, y hasta matarse, entre ellos.

Mi investigación había revelado que la prisión estaba operando al 270 por ciento de su capacidad. Cuando las puertas de la prisión se abrieron, vi este número personificado. El patio descubierto rebosaba con cuerpos: hombres, mujeres y niños. Los prisioneros estaban tan apretados que no se podían acostar al mismo tiempo. Los refugios destartalados en la periferia ofrecían una protección mínima de la intemperie. Y en Burundi llueve mucho.

El olor en el lugar era abrumador; los motines implicaban el cierre del lugar, así que nadie podía entrar ni salir, y los escusados de tierra se desbordaban.

El lugar se quedó en silencio mientras todos esos ojos hambrientos nos observaban. No reciben muchos visitantes. Tal como me habían indicado, había sacado todo de mis bolsillos y lo había dejado en el auto, pero mientras caminábamos entre la multitud pude sentir cómo esas manos desgastadas y frías buscaban entre mi ropa.

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El gobernador y dos guardias con AK47 nos guiaron entre la multitud hasta un pequeño cuarto en el fondo de la prisión, donde mantenían a los niños.

No existe una división adecuada entre las mujeres prisioneras y los hombres en la prisión del distrito de Ruyigi, Burundi, por lo que estas son violadas sistemáticamente, lo que lleva a más embarazos no deseados y altos niveles de VIH. Los niños están en estas prisiones por muchas razones, aunque, por ley, ningún niño menor de 15 años debería ser encarcelado. Algunos nacen en la prisión, son los bastardos de las prisioneras violadas. Otros, por increíble que suene, están acusados de crímentes menores como venganza por una disputa local o desacuerdos familiares. Es uno de los aspectos menos encantadores de la cultura en Burundi. Sin embargo, estos niños tienen algo en común, ninguno ha estado en una corte, y se les detiene sin juicio y de forma arbitraria.

La falta de un sistema de justicia para menores implica que los niños mayores de 15 años están siendo juzgados como adultos. Burundi tiene sólo 106 abogados para una población de más de ocho millones, y fue declarado el país más corrupto en África del este en 2010. Aquí, los prisioneros deben esperar un promedio de cuatro años para tener un juicio. Hay que sobornar a los jueces para que tomen un caso, y entre más se pague, más favorable será el resultado. Las familias rurales suelen no tener el dinero para los sobornos, así que es poco probable que puedan liberar a sus familiares.

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Más temprano, mientras estaba en mi hotel en ruinas, se me acercó un juez borracho que estaba disfrutando del alcohol gratuito que había en un curso de entrenamiento. Quería que le diera mi teléfono. Le pregunté por qué y me miró confundido. "Sólo dame algo", me dijo molesto, "lo que sea".

La sección de mujeres en la prisión estaba separada del resto por un puerta sin seguro. Escuchamos historias sobre cómo las muejes son violadas de forma regular por los otros prisioneros e infectadas con VIH.

Cualquiera que venga de un país desarrollado pasaría un mal rato en el mejor hotel de Burundi, así que me parece imposible explicar lo miserable que es la vida para estos prisioneros. Cuando el exterior es un lugar donde los bandidos se la pasan arrojando granadas en bares, no hay comida y tus hijos se mueren de SIDA o se convierten en niños soldado, el interior no puede más que ser un infierno.

El hombre de Tanzania La mayoría de los prisioneros hablaban sólo kirundi, la lengua local, así que no pudimos hablar mucho. Pero había un hombre de Tanzania en confinamiento solitario que hablaba un poco de inglés. Intenté entrevistarlo. Me dijo que no había comida en la prisión desde hace dos días, y que se estaban muriendo de hambre. Me rogó que le ayudara. Le dije que intentaría decirle a las personas lo que pasaba, para que enviaran ayuda. Empezó a llorar. Estas personas están viviendo al límite, en un país en el que ese límite se extiende por todos lados.

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Encuantra a Thomas Martin en MartinAndMartin.eu.

El patio principal estaba repleto de prisioneros hambrientos.

Niños prisioneros en la prisión del distrito de Ruyigi, Burundi

Esta foto fue tomada en la prisión de Gitega, la antigua capital de Burundi. El guardia acaba de decirme que no se me permitía entrar.

Un prisionero y un guardia en la entrada principal de la prisión del distrito de Ruyigi, Burundi.