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Vice Blog

LUNES LITERARIOS: DIARIO DE UN ESCRITOR QUE NO ESCRIBE

1. El día en el que me abandonan

Foto: Ivan Merino Paredes

Si un día me echas de menos recuerda que yo estuve ahí, sólo para ti.
No pienso llorar nunca más en mi puta vida. Aunque tenga que dejar de beber agua y deshidratarme hasta ser una piel mortecina y arrugada. Todo pómulo y tristeza seca. Así no tendré líquido posible que sacar por los ojos. Contrataré a una filipina para que me pique las cebollas. Lo que sea pero ni una puta lágrima más. Antes me corto la polla. Juas. El autoengaño domina mi mundo. Y no digamos la capacidad de mentir a la peña. Como cuando me preguntan a qué me dedico y sonrío y levanto la barbilla e hincho las tetas enseñando mis chapas de Astrud y T.Rex y digo: ¿Yo? Pues yo soy escritor. N-U-N-C-A llevo ejemplares de bolsillo de novelas de Cheever o cuentos de Salinger. No llego a esos extremos de pedantería. Lo mío, frente a los demás, se queda en la superficie. Los interlocutores siempre abren los ojos: "¡Estoy conociendo a un escritor!", deben pensar. "Un artista". "Alguien sensible". Yo sigo sonriendo e hinchando las tetas y nunca respondo. Me limito a existir en algún plano de su imaginación. Los pobres. Los absurdos. Los mentecatos. Los boca-abiertas. Si supieran que no escribo… Si supieran que prefiero masturbarme compulsivamente con todo tipo de porno con tal de no tener que encarar la página en blanco… Si supieran que mi actividad favorita es encadenar cigarrillos con rascadas de pelotas mirando al infinito… Si supieran que me cago pata abajo ciento setenta veces al día (dos físicamente hablando y ciento sesenta y ocho en plan metáfora emocional)… Si supieran cómo tiemblo por dentro… Si supieran que soy un fracaso… Si supieran que a lo que me dedico es a servir al miedo… Y a llorar…

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Lo que se traduce básicamente en no haber escrito una sola página en siete años, desde la publicación de mi segunda novela y sonado batacazo: "El enigma de la mona ciclada". Viviendo de aire, herencia e ilusiones. Y de autoengaño, por supuesto.
El viernes ella me abandonó. Me lo tenía que haber imaginado. Ella siempre llegaba tarde. Pero ese día me esperaba en una terraza junto a su casa. Mala señal.
Nos separamos entre lágrimas sentidas y abrazos, familias, perros, estanques sin patos, césped, latas de cerveza abandonadas y fuentes, frente a una estampa idílica. En un parque de mierda, vamos. Anochecía.

¿Me has traído a un parque público para que no pueda gritar? – le pregunté.

Me has traído tú aquí – respondió ella. A mí no me importa que grites. Yo te respeto. Como eres. Así.

Aún sigo sin saber realmente el porqué se fue. Historia hay mucha, como en todas las parejas. Pero la razón, esa razón final… esa se me escapa aún ahora. Las cosas más importantes nunca la tienen. O no se expresa. Simplemente ocurren. Los sentimientos se habían acabado, eso dijo. Ya no me veía como a su pareja, eso dijo. Atracción existía, física al menos (porque no soy jorobado aunque me huela a veces la boca), pero las cosas habían cambiado, eso dijo. Necesitaba aprender a pasar página (la página siendo yo por supuesto), eso dijo. No quería tener una relación y mucho menos que yo le quisiera de la manera en la que le quería, eso dijo. Todo estaba en blanco, eso dijo. Había sido suplantado por otras preocupaciones, eso dijo. Llevábamos varios meses de agónico desangre en los que fuimos algo. Ni amigos ni novios. Aquí nadie follaba con nadie. Tampoco nos veíamos. Simplemente hablábamos. O hablaba. Yo cada vez más, ella cada vez menos. El balancín hacía lo que se supone que hacen: se balanceaba en un precario equilibrio constante. Atrás, adelante, atrás, adelante, atrás, adelante. Y mientras, el tiempo seguía columpiándose.
Después de dos años y medio no sabía lo que sentía hacia mí. Dudaba. Una tarde (o puede que fuese un mes) ella se distanció, se encerró en sí misma, se evaporó y yo entonces me lancé a salvarla. Estiré los brazos intentando retener el recuerdo de alguien que ya no era. ¡Cuidado! Se explica con claridad en los envases de yogur y en los rollos de papel higiénico: no intentes salvar a alguien que no quiere que le salves. Corres el peligro de hundirte con él. Y así había sido: dos meses y pico actualizando religiosamente nuestros estados a través del teléfono, sin poder tocarnos, con voces de oficinistas. Ella cada vez más allí, yo cada vez más aquí. Sufriendo en silencio. Jugando a la ruleta rusa. Sin darle a las teclas. Deambulando por la vida sin rumbo ni sentido. Esperando. Apostando. Creyendo. Confirmando. Comprendiendo. Deseante. Acojonado. David Bowie y Scott Matthew y Iron and Wine y Carlos Berlanga y Aidan Moffat y Paquita la del Barrio sonando en loop. Miles de libros acumulados. Leídos. Pasados por encima. Como todas las mañanas en las que ella no estaba.
El momento había llegado. La puta ruptura en el parque infame. Esas cuatro frases en las que se concentran semanas de ilusiones y de sentimientos que no se ven pero que existen y todo parece desmoronarse a tu alrededor. Como si un Transformer aterrizase cerca de ti, pero tú no puedes ver al bicho metálico, sólo puedes sentir sus ondas sacudiéndolo todo. Un reactor que quema en algún lugar a tu alrededor. Los pelos de punta. Los cojones adheridos. La garganta húmeda. La imperiosa necesidad de gritar. Pero no puedo hacerlo. Hay familias cercanas. Autocontrol. Autocontrol. ¿Cómo se cierran las heridas cuando el cuchillo te está atravesando?

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¿Cómo te sientes? - me preguntó.

Bien. De puta madre. Sé llevar las cosas, hombre – dije rompiendo a llorar descontroladamente como un bebé desatendido. Intenté verter palabras pero sólo salieron babas y lágrimas.
Le miré. Llevaba el pelo de color naranja y azul, recogido con horquillas en formas de mariposas y martillos. Esa era ella: la mujer que me tenía loco. Profesora de crítica literaria y desarrollo postmodernista de la literatura de género en la era digital. Fanática de Shakespeare. La misma mujer que pasaba los fines de semana dando rienda suelta a su hobbie, la mecánica, trabajando en un taller de reparación que abría veinticuatro horas, bajo un neón de color verde pálido. La chica que nunca llevaba bragas, a la que le gustaba sonreír, ir al super y los parques de atracciones. La chica que odiaba la colonia. La chica cuyo silencio decía mucho más que sus palabras. Siempre.

Te voy a eliminar del Facebook – acerté a decir entre sollozos.

Yo he tomado esta decisión improvisada. Respetaré lo que necesites.

Nos quedamos en silencio. Miramos al infinito. Su mano ya no descansa sobre la mía. Se ha recolocado en el banco de piedra y ahora observo su perfil, tan fino y elegante. Su boca pequeña y graciosa. Echo de menos intensamente verle sonreír. Que se lance sobre mí y me bese. Que le quepa toda mi cara en su boca.

¿Dormimos juntos? – pregunto.

¿Cómo?

Que si quieres que durmamos juntos hoy. Me gustaría despedirme de ti así. Para hacerlo distinto. No sé.

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Ella no responde.

¿No te apetece?

Me apetece mucho. Pero… tengo la regla. No quiero que me veas así.

¿Así?

Sí, con la regla. Entiéndeme - era sencilla. Y dulce. Y entregada. Hasta que un día dejó de serlo sin saber porqué. Dos años y medio juntos dan para veintiocho reglas compartidas, y a razón de tres novelas mensuales, noventa libros leídos junto a ella y a sus reglas. No entiendo la reticencia.

¿Y si voy a tu casa y follamos y me voy? Y no me quedo a dormir… Sólo follamos. Para despedirnos, vamos.

Silencio.

Me gustaría follar contigo una última vez… - insisto. Entonces, ella se gira y me mira como si hubiese perdido completamente la cabeza. Cosa que, por lo que acabo de decir, puede que no diste demasiado de la realidad.

Sería incómodo –contesta y tengo la sensación de que se aleja tímidamente unos milímetros de mí. Imperceptiblemente. Quizás haya comenzado a temer por su integridad física. ¿Cómo puedo explicarle que la idea de no volver a sujetarla en mis brazos resulta más desgarradora que cualquier incomodidad?

Ya, incómodo. Pues nada, no follamos entonces. ¿Puedo abrazarte al menos?

Sí, claro. Abrázame.

Me fundo con ella. ¿Con qué me quedo? Hundo mi cara en su pelo de colores y aspiro con profundidad. No quiero olvidarme. No quiero dejarle atrás.

¿Qué tal la novela? ¿Has avanzado? – su voz se resquebraja con esa pregunta cuya respuesta conoce a la perfección y noto la humedad en su cara, sobre mi hombro. Ella también ha comenzado a sollozar.

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Te estás follando a alguien. Es evidente. Que probablemente te hace sentir todo lo que yo soy incapaz. Que te folla que te cagas. Que te hace sentir mujer, o algo así, ¿no? ¿Quién es?

No hay nadie…

No te creo – sentencio ofendido.

No hay ningún otro. Hace semanas que no me masturbo. Es… eres tú, es esto, lo nuestro, nada más. Tengo que aprender a…

Pasar página. Ya. ¿Y estás segura de que no quieres que follemos una última vez para despedirnos? Sería bonito, ¿no?

Tengo que irme.

Volveré al gimnasio. Puedo depilarme. Dejaré de escuchar música punk.

Tengo que irme. Vienen amigos a cenar a casa.

Sopla el aire. Nos hemos separado. Ahora puedo ver que sí que llora. No nos miramos. Estamos sentados cerca. Puedo ver su piel erizada. Sé que me quiere. Me quiere con locura. No hay nada que pueda convencerme de que esta tía no me quiere. Nada en todo el mundo. Ni internet.
Me levanta la barbilla con su mano. Lleva solo dos uñas pintadas. Una de negro, otra de blanco. Me invade el olor de su sudor mezclado con crema hidratante del Mercadona. Comienzo a sollozar de nuevo. Llevo quince minutos de vida líquida, como una diarrea emocional.

Escribe sobre nosotros –dice.

¿Qué?

A mí no me importa. Escribe lo que quieras. Conviérteme en una puta egoísta e insensible, en una maldición, en alguien odioso y despiadado que no siente ni padece, que no sabe lo que quiere, haz que me encante Shakespeare y que trabaje los fines de semana en un taller de mecánica y que dé clases en la universidad de cosas que no sé. Que mi personaje lleve el pelo de colores recogido con horquillas. Escribe sobre esto, sobre lo que te pasa, sobre lo que sientes, antes de que el tiempo haga que lo olvides.

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La miro. Sigo llorando, pero ahora hay un componente de sorpresa y emoción auténtica en mis lágrimas. Como si un torrente de cariño real hubiese dejado su cuerpo y se hubiese instalado en el mío. Ella también llora. Quizás sea sincera cuando dice que le duele. Me la saco. Ella la mira, alucinada.

¿Qué haces?

Vuelve a decirme eso, lo que acabas de decir. Y al final di varias veces "te quiero".

No. ¿Qué haces?

¿No me vas a decir que me quieres?

No.

¿Por qué?

Porque no sé si es cierto. Porque no sé si te quiero.

Quiero grabar tu voz en este cacharro. No quiero olvidar tu voz cuando ya no estés. Quiero quedarme con algo tuyo que nadie pueda tener. Tu voz. Di algo.

Presiono rec y la grabadora comienza a funcionar. La muevo para que el micrófono apunte a sus labios inmóviles.

Úsame. Cabréate. Sé injusto. Aprieta las teclas sin pensar, una detrás de otra. Pon en mi boca palabras que nunca he dicho. Invéntame. Hazte justicia. Sálvate. Haz que todo esto sirva para algo.

Ahora dime que me quieres.

Que no. Apaga eso.

Presiono el stop. Silencio.

Escribe. Y deja de pajearte. Que se te va a terminar cayendo la picha. Y el alma.
Lo he hecho lo mejor que he podido. Nunca he querido a nadie como a ti. Eres, eras, eres… importante.

Tú también.

No sé cómo despedirme de ti. No sé cómo decirte adiós – me sincero. Ahora los dos estamos emocionados. Nos miramos y lloramos, los labios recogidos en muecas extrañas, casi inhumanas. Los ojos desplazándose por encima de nuestros cuerpos y caras, conscientes de estar viviendo el último momento en el que nos posaremos sobre el otro de esta manera.

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Yo tampoco –contesta ella. Tengo la completa convicción de que es sincera. Me recoge la cara entre sus manos y me besa en los labios. Eres la masilla que llena mis agujeros – me gustaría decirle pero no puedo hablar más. Nos levantamos y nos alejamos el uno del otro. Tenía que comenzar, ahí mismo, en ese banco de piedra, a caminar. Hacia algún lado.

Lloro en el taxi que me separa de ella y me escondo del conductor, porque los móviles y lavadoras de las vallas publicitarias me explican que ahora ya llorar es de cobardes. ¡Comprar es de cobardes, hijos de la gran puta! ¡Entérate bien listo! – le grito al taxista que se sobresalta en la noche ajeno a mis torbellinos interiores. ¡La vida hay que atreverse a vivirla! ¡No hay recetas! ¡Y tú y todos no hacéis más que pasar de puntillas con ecuaciones manoseadas sobre ella! Os protegéis y os engañáis y al final no vivís una mierda y nos dañáis. Oiga… - comienza a decir el conductor pero le interrumpo al instante. Odio que no me escuchen. ¡Hay que atreverse! – reitero convencido y lloroso, la voz estallando como un relámpago de furia estática. ¡Y cuando te atreves, no hay reglas! ¡¿Entiendes?! ¡Cuando te atreves la vida te llena las manos y la garganta! ¡Hay que atreverse, hostias! ¡Yo he dejado mi escritura por amor, lo dejé todo por ella! ¡Yo me atreví! ¡Othello también la quería y mira cómo la mató! ¡Esa era su puta frase favorita! ¡¿Puedes creerlo?! ¡Yo me atreví!

Sobra decir que el conductor para el taxi y me saca de los pelos. Me golpeo la mandíbula contra la puerta batiente. Comienzo a sangrar del labio superior. Antes de caer sobre el asfalto recibo un puñetazo en la cara. Ya ni veo ni siento, estoy más allá del dolor. Continúo llorando, no sé si por los golpes que me propina el taxista o si porque sé que mañana al despertar sentiré un vacío aún más abrasador que cualquier magulladura. El taxi arranca dejando en el aire el sonido de su conductor: ¡puto maníaco, loco de mierda, colgao!

Ya nunca podré llevarte al Pompidou ni follarte en el agua. No volveré a ver tu cara somnolienta ni podré acariciar tus pecas nacientes. No podré consolarte cuando estés asustada ni cuando se instale en tu mirada el miedo a hacerte mayor y a que envejezcan los que más quieres. No conoceré a tu familia. No podré nunca más visitarte por sorpresa. Ni escucharte decir campeón y recibir tus sms en los que escribes palabras multiplicando una de sus letras, llenos de ilusión. Ni comer tus hamburguesas de carne con especias. No podré robarte miradas silenciosas de alegría y orgullo al saber que somos uno en una cena compartida por muchos. Ni escuchar tus quejas y tus ansiedades. No podré alegrarme al ver tu nombre parpadeando en mi Iphone. Nunca volveré a besarte los párpados. No podré acariciarte la mano con timidez. No podré encerrarme en la sensación de exhibicionismo que me atenazaba frente a tu privacidad. No te podré entregar la lista de "Cosas que merecen la pena" por tu cumpleaños con tu nombre en primer lugar. Menuda putada. Ahora eres muchas. Y todas diferentes. Ahora mismo no m(t)e siento. Sé que mañana comenzaré a echarte de menos. Echaré de menos el verano en tus ojos. No te dejaré sola aunque ya no estés. En unas semanas olvidaré tu voz.

Al llegar a casa me encuentro a mi vecina en camisón con un kleenex en una mano y un puro encendido en la otra, llorando a moco tendido asomada a la barandilla de la escalera, sin zapatillas. Es una señora mayor algo gagá a la que ayudo de vez en cuando a subir las bolsas del super y le compro flores, cuando me da por ahí. Le pregunto si se encuentra bien. Me mira y vuelve a prorrumpir en sollozos. La ceniza del puro cae a través del hueco de la escalera. Quizás llora porque mi fealdad le entristece. Dice que le da mucha pena que nos vayan a poner un ascensor señalando las obras que comenzaron. ¿Y eso?, le pregunto sin verdadero interés. ¡Pues porque llevo veintiséis años viendo esta escalera, imbécil! ¿No sabes lo que es la nostalgia, subnormal? ¿Es que ya no hay sentimientos? ¿Es que no tenéis corazón, hostias? La vieja descalza se vuelve a parapetar tras el pañuelo mojado. Y llora. Yo agacho la cabeza dejándole atrás y entro en mi casa oscura y silenciosa.
Nunca me volverás a decir que te haga una llamada pérdida para devolvérmela a los pocos segundos. Nunca sabré qué tarifa habías contratado por la que podías hablar gratis todas y cada una de las noches que pasamos juntos. Ya nunca tendré que llevar a cabo mi idea de contratar a un hacker informático para hacerme con tus contraseñas de facebook e email. Nunca llegaré a preguntarte por qué nos pasamos la vida llenando los vacíos de los demás sin saber llenar el nuestro. No escucharé más tu carcajada fresca después de correrte ni cómo confundes palabras. Ya no habrá nadie que me obligue a ducharme antes de meterme en la cama al llegar de fiesta. Una mañana me despertaré, me miraré en el espejo y me daré cuenta de que me he convertido, como todo a mi alrededor, en algo prescindible, en otro mueble de Ikea que se puede cambiar a los dos meses si no te convence sin mayor esfuerzo económico. "Pakistan te necesita" seguiré leyendo en algunas paradas de autobús y pensaré que hablan de mí. Nunca sabré si atenderás y enseñarás a leer a los hijos de los presos seropositivos como realmente siempre soñaste. ¿Cuántos momentos vacíos me esperan en los que inundes mis pensamientos a traición? ¿Cuántas semanas pasarán hasta que deje de ver tu cara en todas las nubes? No volveré a escuchar tus pasos acercándose mientras fumo en la butaca de tu balcón espiando al vecindario en la oscuridad. No me alegraré de que te sientes a mi lado sin tocarme. No jugaremos al blackjack desnudos en la cama desde mi Iphone entre risas y cosquillas. No leeré novelas mientras sueñas a mi lado y yo te observo respirar calmada en silencio repitiéndome la suerte de compartir mis noches contigo. Nunca podré decirte que hice de tu melodía de móvil nuestra canción. No sabré lo que se siente cuando la persona a la que amas te mete un dedo en el culo mientras le penetras. El des-encuentro quedará en mi memoria como la ruptura más bonita que nunca tuve, llena de cariño. Nunca sabré si te conozco demasiado o por el contrario nunca supe quién fuiste. Me gustaría haberte dicho que contigo te llevaste parte de mí. Que comencé a andar pero a los pocos metros me di la vuelta y te vi partir sintiendo cómo el vacío arrasador crecía en mi interior con cada uno de tus pasos. Que te sentí y te siento en cada uno de tus movimientos (adiós, belleza, adiós) bajo la farola enjugándote las lágrimas con tu camisola mientras te alejabas de espaldas. Me gustaría haberte gritado que eras lo que más quería, que sentía profundamente no haber sabido quererte como necesitabas. Que pensé que nunca sentiría tanto dolor.

Mira, lo estoy haciendo, por fin, creo. Estoy escribiendo. Tiene cojones que lo primero que escriba en siete años sea una carta de amor sin destinatario. Hoy todavía no me la he cascado.

JAVIER GINER