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sentimientos encontrados

Por qué sigo viendo futbol americano a pesar de ser un deporte inmoral y horroroso

"Antes de convertirme en escritor deportivo, mi abuelo solía decirme que el futbol americano era 'un deporte horroroso'".
Reese Strickland-USA TODAY Sports

He estado esperando este sábado durante meses. Por primera vez en el 2016, me despertaré a primera hora en la mañana, empacaré mi parrilla y litros de cerveza, y me dirigiré a Evanston, Illinois, para el tradicional tailgate con mis amigos.

Pasaré el resto de mi mañana viendo a mi alma mater, Northwestern, jugar contra Western Michigan, después regresaré a casa y veré más partidos que he estado esperando por mucho tiempo: LSU-Wisconsin, Alabama-USC, Oklahoma-Clemson. Me despertaré desde temprano y escribiré sobre todo lo que vi. Sin duda mi sábado perfecto.

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Me convertí en escritor deportivo en gran parte porque me encanta ver futbol americano colegial, y mi pasión por este deporte me ha llevado a muchos lugares. He manejado miles de millas para ver partidos, ciento de millas para presenciar entrenamientos, y he viajado por todos los Estados Unidos desde Jacksonville hasta Berkeley. He asistido a 56 juegos en los últimos cinco años, y he recolectado los mejores momentos de mi vida.

Pero durante este tiempo también he aprendido que los "golpes" se quedan contigo.

Antes de convertirme en escritor deportivo, mi abuelo solía decirme que el futbol americano era "un deporte horroroso". Decía que los jugadores de preparatoria y universidad no tienen la capacidad mental o la información para comprender lo peligroso que es este deporte. Pasé por alto su comentario en gran parte porque solíamos ver los partidos de los Bears de Chicago todos los domingos sin reparo alguno.

Pero después de pasar los últimos años aprendiendo más sobre ETC (encefalopatía traumática crónica) y demás efectos neurodegenerativos provocados por el futbol americano, su comentario me resulta cada vez más difícil olvidar. Entre más aprendía de los traumas cerebrales —y sobre todo de la negación del problema— me parece imposible seguir siendo un fanático más.

Recuerdo aquel golpe muy cerca de la banda en mi primer juego de cobertura, en el que un back defensivo de Iowa desplazó a un receptor abierto de Michigan State a metro y medio de donde yo estaba parado. Recuerdo la sesión de entrenamiento en Notre Dame, en la que los jugadores de los equipos especiales golpeaban sus cascos, innecesariamente, una y otra vez frente a mis ojos. También me acuerdo de aquella vez cuando un jugador de preparatoria cayó de espaldas por el impacto casco contra casco que recibió. Inmediatamente se levantó y sus padres en las gradas elogiaron su rudeza mientras me sentaba y pensaba en lo que había visto.

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El año pasado, Tyler Sash —jugador estrella de los Hawkeyes de Iowa a quien siempre idolatré— murió de una sobredosis a los 27 años, y después se descubrió que presentaba un alto índice de ETC.

Tan solo el mes pasado, un liniero ofensivo de uno de los mejores diez equipos colegiales me dijo que trata de no pensar en esa enfermedad, pero que estará a salvo porque no ha sufrido ninguna conmoción cerebral. Se trata de una idea falsa: el cerebro puede deteriorarse y los atletas pueden ser diagnosticados con ETC incluso si nunca han sufrido una conmoción cerebral. Es muy posible que esta enfermedad se ocasione por golpes repetitivitos y no por unos cuantos impactos de gravedad. La escuela de Sash gasta millones en este deporte y cuenta con recursos casi ilimitados, pero nadie le ha contado la verdad. Una gran comunidad de seguidores ama a este jugador, pero si decidiera expresar su inconformidad a su escuela como el ex liniero de Illinois, Simon Cvijanovic, ¿sería venerado por dar a conocer la verdad? ¿O sería considerado un traidor como Cvijanovic? Tristemente, la respuesta es la segunda.

En todos los niveles, aquellos que lucran con el futbol americano se aseguran de que las personas no sepan los verdaderos riesgos compartiendo información errónea, y aíslan a todo aquel que dice la verdad. En este sentido, el futbol americano es inmoral. ¿Entonces por qué sigo viendo y, lamentablemente, promoviendo un deporte sabiendo de antemano que lastima a aquellos que lo practican y que esconde sus riesgos verdaderos?

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La excusa que solía utilizar —la que casi siempre escucho— se reduce a una noción errónea de responsabilidad individual: "Los jugadores saben en lo que están metidos". Desde luego, es verdad que la mayoría de los jugadores entienden que pueden salir lesionados, pero hemos aprendido que muy pocos comprenden verdaderamente los riesgos que conlleva practicar este deporte, en especial cuando se trata de daño cerebral. Francamente no se vale. Argumentar que los jugadores son responsables de sus decisiones provoca que reduzcamos el problema a un asunto personal que demos supervisar.

No, la razón por la que sigo viendo este horroroso deporte es menos personal que colectivo. "El futbol americano es la familia", se lee en el eslogan de la NFL; una pieza astuta de marketing. Pero en lo personal, el futbol americano me provee compañía cuando más la necesito. El estado donde nací, Iowa, no tiene mucho qué ofrecer, pero el futbol americano de la región me hace sentir muy orgulloso, más que cualquier otra cosa. A todos lados que voy, le describo a la gente la magia del Kinnick Stadium, donde es tanto el ruido que ni siquiera puedes escuchar tu voz al hablar, y donde puedes saludar a extraños y gritar que "en el cielo no hay cerveza".

Incluso, para este sábado, estoy menos ansioso por ver el juego que por estar rodeado de toda esa gente. No me importa realmente ver el partido, pero me muero por tomar unas cuantas cervezas y disfrutar la parrillada. No me interesa los resultados de los mejores partidos del fin de semana, pero seguro que me encantará reír con mis "amigos" vía Twitter. Es un evento que se da una vez a la semana y que no sólo genera dramatismo, también genera experiencias compartidas.

Es por esto que continúo viendo futbol americano, sin importar qué tan inmoral y asqueroso sea el juego y las personas que lo dirigen. Hasta cierto punto, creo que no hay algo malo en ello. Puedes amar algo por la alegría que te da y al mismo tiempo reconocer sus defectos. Pero si justificas sus defectos o propagas mentiras, entonces contribuyes a empeorarlos.

El futbol americano prospera y depende de su sentido de comunidad. Hasta no hace mucho, cuando me desprendí un poco más de Iowa, habría defendido esta noción por encima de todo. Sentía que el futbol americano de Iowa era, de cierta forma, un reflejo de lo que era y que mi valor estaba ligado con su fortaleza moral. Este sentir creó un punto ciego y justifiqué algunas cosas, como el escándalo de las pruebas físicas en exceso que habría criticado de haberse realizado por una escuela rival.

Incluso cuando ejerzo una crítica, como ahora, no puedo dejar de verlo.

La comunidad de futbol americano ha creado esta adicción a pesar de sus terribles defectos porque al final del día, ¿a quién le gusta sentirse solo? Este deporte es una familia al igual que la mafia. No podemos dejar de amar al futbol americano, pero lo menos que podemos hacer es reconocer cuando nos miente. En este sentido, tal vez podríamos hacerlo un poco menos horroroso.