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Fotos

Los horteras y desoladores paisajes de la Nacional 332

Un ecosistema creado alrededor del ladrillazo, el turismo barato y la falta de buen gusto.

Desde San Pedro del Pinatar hasta Santa Pola, pasando por Torrevieja y ocho Burger King, se extiende la Nacional 332, 60 kilómetros de ruta a través de lo que parece un reino disparatado. A medida que avanza la carretera, la mirada del conductor recibe mil estímulos que lo invitan a detenerse: una tienda de souvenirs que imita la Alhambra, un simio gigante de escayola y, algo más adelante, en una urbanización, chalets con almenas.

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El panorama es desolador hasta que, tras las dunas, aparecen las playas. Predominan las llanuras desnudas que incluso ahora, en enero, quedan abrasadas por el sol. Quizá por eso, aquí la arquitectura es un ejemplo perfecto de lo que Susan Sontag denominó “camp”. La filósofa sostiene en su famoso ensayo que la nota predominante en cualquier obra camp es el artificio que la aleja de la naturaleza, y aquí cada edificio quiere escapar del aburrimiento del paisaje y, de paso, competir con sus vecinos a base de exageración y teatralidad.

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Nosotras entramos por la provincia de Alicante, al sur queda el Mar Menor, que, pese a sus problemas ecológicos, es otra historia. Donde estamos, alrededor de estas playas de Orihuela, el mapa del INE indica niveles de renta entre los más bajos de España. Algo difícil de creer cuando una se cruza con el enésimo coche de lujo (todoterrenos que flotan como buques sobre sus ruedas enormes). A nuestra espalda se extiende la comarca de la Vega Baja, administrativamente dependiente de Valencia pero más cerca —es una cuestión geográfica y de costumbres— de Murcia.

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Son las once de la mañana en el strip de Cabo Roig —a lo largo de la carretera se suceden los locales con grandes rótulos luminosos— y algunos ingleses ya están bebiendo cerveza. No me extraña: cada pinta cuesta euro y medio. Un amigo ha venido para ejercer de guía: pasa aquí parte del verano y, junto a su pareja, ha vivido mil noches extrañas.

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Nos habla de amaneceres en chalets consumiendo cocaína con desconocidos, de que lo echaron de un club de moteros y, sobre todo, se entusiasma describiendo los grupos tributo a ABBA que abarrotan los locales cada sábado incluso durante la temporada baja.

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Quisimos empezar por esos moteros pero nos encontramos las puertas del club cerradas y es una pena: en su web los “Blue Angels” se definen como “bastardos, lunáticos, indeseables y excéntricos” pero en realidad son solo señores mayores de origen escocés, aburridos, homófobos y reaccionarios. Produce cierta ternura imaginar a un grupo de hombres maduros orgullosos de su camaradería, reunidos en torno a cosas tan básicas como las motos, la exaltación de la masculinidad y los trapicheos.

Decidimos, algo decepcionadas, dirigirnos a cualquiera de los muchos pubs que además de copas por las noches, temprano sirven desayunos impecablemente británicos. Ninguno de los ingleses a los que preguntamos está preocupado por el Brexit: todos jubilados, hablan de la pensión que les llega desde su país con una confianza que roza la devoción. Puede que vayan a necesitar un seguro de salud privado pero, con la libra al alza (y los precios que nos rodean), eso supondría un problema menor.

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“¡Fuera de aquí! Esto es una competición. Estáis interrumpiendo una competición. No os meteríais en medio de un partido de fútbol de la Champions League. ¡Largaos!”.

Varios hombres enfurecidos nos gritaban en un inglés bastante tosco. Estaban siendo menos educados y mucho más machistas y violentos de lo que nos esperábamos: los suecos siempre han tenido buena fama. Sin embargo, estos suecos se nos acercaban amenazantes, con bolas metálicas como balas de cañón en sus manos. Con todo, a nosotras la situación se nos presentaba bastante más cómica que alarmante: ninguno de ellos tenía menos de setenta años y, a pesar de los uniformes, resultaba complicado convencerse de la importancia de una competición de petanca que se celebra un martes de enero a mediodía en un parque de Torrevieja.

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Paul B. Preciado escribió en una de sus crónicas que es imposible llegar a comprender del todo una ciudad pero que, como de las personas, es posible enamorarse de ellas. Llegando a Torrevieja resulta casi increíble que gente de todo el mundo se haya enamorado de ella. Quizá sea porque su cielo está siempre despejado y hoy no es una excepción. “Aquí las nubes las llevamos nosotros dentro” sentencia un operario frente al edificio Tabisam.

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El edificio es una mole que sería una mezcla entre un cohete espacial y la guarida de un gnomo si en la mitología los gnomos fueran gigantes. Esta mole es la sede de una empresa de materiales de construcción que aprovecha su propia fachada como catálogo. Si uno busca “Tabisam” en Google pronto encuentra el nombre de la empresa junto a la palabra “cohecho” y entre los que van y vienen es fácil dar con víctimas de la (no tan) pasada crisis.

“Como todos, yo pensaba que podía con todo y la cosa iba adelante y terminé enganchado a la farlopa. En cuanto bajó el trabajo perdí los camiones”, recuerda ese mismo trabajador, concretamente persianista, que solo ahora, después de varios embargos y de años viviendo de ayudas sociales, empieza a levantar cabeza. “Hasta el más tonto hizo dinero, pero después se perdió mucho más”.

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En un corrillo, otros profesionales nos repiten lo que se ha convertido en tópico: el relato del ascenso y caída de una generación que abandonó los estudios para dedicarse a la construcción cuando aquello permitía, por ejemplo “salir de fiesta con un millón de pesetas de jueves a lunes y, si eras rápido, trabajar martes, miércoles y jueves”, como nos cuentan. Por lo que dicen y por lo que hemos leído, entonces no triunfaba quien estuviera mejor preparado o fuera más eficaz, sino quien tuviera intuición para relacionarse, para moverse entre deudas y ganancias, sin miedo al descalabro.

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Ellos no se acuerdan, ya casi nadie lo hace, pero la playa, que ha marcado sus vidas, es un invento reciente. Antes era una zona limítrofe a la que sólo acudían quienes lo necesitaban: marinos, pescadores, pobres que recogían residuos.

Para sus bisabuelos, un terreno junto al mar no valía nada: quién iba a quererlo, sometido a los vientos, el salitre o la putrefacción de las algas. La riqueza era otra: una huerta con frutales, una casa a resguardo del levante. Pero entonces las distancias se acortaron y el tiempo empezó a compartimentarse: a la jornada laboral hubo que oponer los ratos para el ocio y la playa se convirtió en símbolo y escaparate del descanso.

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Precisamente al descanso —esa relajación opulenta y coreografiada de los balnearios— iba a estar dedicado el complejo hacia cuyos restos nos dirigimos ahora. Nos cruzamos con varias gallinas despistadas mientras atravesamos urbanizaciones de adosados modestos.

Estas casas (ideales para el verano cuando se puede hacer vida en su pequeño jardín, insuficientes cuando, como ahora, el frío obliga a limitarse a su interior húmedo) constituyeron la ilusión alcanzable de la clase media de los años noventa pero ahora están, en su mayoría, abandonadas u ocupadas por familias muy humildes.

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Como esas naves espaciales que en las películas quedan varadas a falta de una reparación imposible, la llamada “Caracola” de Toyo Ito se alza, desconcertante, entre rastrojos y pequeñas montañas de basura. Se trata de una construcción de forma helicoidal que estuvo destinada a promocionar unas instalaciones que nunca se construyeron.

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Así, este monumento, obra de un prestigioso arquitecto japonés, quedó abandonado y en 2012 un incendio acabó con parte de su cubierta de madera. La dejadez es tal que aún hoy se puede acceder a su interior y sorprende que ni siquiera una valla proteja a los curiosos de sus propias imprudencias: nosotras pudimos colarnos y no penetramos más allá de las zonas de hormigón porque el resto amenaza con derrumbarse.

Imaginamos que la caracola en nuestro retrovisor forma parte de las ruinas de una civilización extinta, pero la realidad es aun más inquietante: así son las ruinas recientes de nuestra propia civilización.

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El “Hostal Mari-Loli”, es una mezcla de motel de carretera y karaoke que ya ha sido hábilmente descrito en una opinión anónima: “lugar ambientado en una peli de Torrente”. El bar es oscuro pero el dueño es amable y nos explica, melancólico, que por allí ya no queda nada del ambiente juerguista de la Ruta del Bakalao.

Cerca estuvieron la discoteca Camelot, escenario de grandes conciertos, y la mítica Maná Maná. “La gente cambia, ya no gusta la fiesta como entonces… además había tipos peligrosos, era mejor salir acompañado”. “Los controles de alcoholemia han influido mucho. Si al volver te puedes quedar sin carnet… mejor te quedas en tu casa”. Decidimos que Maná Maná, o lo que quede de ella, será la última parada de nuestro viaje.

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Sobre esta discoteca hemos escuchado muchas historias. Se habla de fantasmas en su interior (el chiste fácil es evidente) y, todavía se recuerdan los partidos de fútbol en el aparcamiento, entre punkis tan pasados que nadie era capaz de atinar al balón. Y, por fin, el paraje donde se encuentra presenta cierto interés: a medida que Alicante se acerca la vegetación se espesa.

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Atravesamos las Salinas de Santa Pola y dejamos a un lado su pequeño parque de atracciones, cerrado hasta el verano, uno de los pocos negocios que todavía obedecen al calendario y no al ritmo alucinado de tanta gente a nuestro alrededor. Gracias al GPS, encontramos un pequeño desvío que se adentra en un bosque.

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Unos cientos de metros más adelante está la discoteca y junto a sus puertas, bloqueadas con cadenas, hay alguien que intenta hacerse con unos cables que emergen de la tierra. Está intentando robar lo poco que no ha sido ya robado, pero cuando le decimos que estamos preparando un reportaje nos sonríe.

Maná Maná es circular y al rodearla comprobamos que tuvo que ser un club enorme. Además, descubrimos que las máquinas de aire acondicionado están funcionando a pleno rendimiento, ruidosas y potentes, a pesar de que todas las entradas y salidas están cuidadosamente tapiadas. Si de verdad hay fantasmas dentro, han tenido suerte: para ellos la eternidad se ha convertido en un verano interminable.

Sigue a María Caparrós en @capastrobist