FYI.

This story is over 5 years old.

Cultură

Adelanto de 'Los crímenes de Moisés Ville: una historia de gauchos y judíos'

Los crímenes de Moisés Ville: una historia de gauchos y judíos se relatan una serie de asesinatos de judíos ucranianos cometidos por gauchos criollos en Argentina, entre 1889 y principios del siglo 20.

Javier Sinay (Buenos Aires, 1980) es uno de los más recientes e interesantes eslabones entre el periodismo narrativo, el non-fiction estadounidense y la nutrida tradición de la literatura policial argentina. Bien lejos de las incógnitas de salón y los juegos de ingenio tramados por Bustos Domecq, la veta de Javier puede rastrearse en escritores como Rodolfo Walsh, cuya obra desdibuja las fronteras entre géneros y pone especial atención al carácter testimonial del relato y sus entrecruzamientos con la ficción. Justo en dicha intersección podríamos inscribir Los crímenes de Moisés Ville: una historia de gauchos y judíos , primer libro de Javier Sinay publicado en México, con la salvedad de que, contrario a la idea de compromiso político que envuelve la figura del escritor de los sesenta, aquí el develamiento surge desde lo íntimo para instalarse más tarde en lo "público" y no al revés. Así, el enigma sigue funcionando como motor argumental aunque no necesite ya de un desenlace que lo legitime. Ese algo por descubrir aparece desde el planteamiento, pues la misma naturaleza del relato (y por ende su juego lógico) nos esboza una verdad irreductible: todo ha sido ya descubierto. En estos términos, la búsqueda comienza cuando Sinay da con la reproducción digital de un artículo de 1947 firmado por su bisabuelo. Ahí se relatan una serie de asesinatos de judíos ucranianos cometidos por gauchos criollos en la provincia de Santa Fe, Argentina, entre 1889 y principios del siglo 20. Con este dato de fondo, Javier Sinay se aventuró a reconstruir su historia familiar y con ella la de otros inmigrantes, quienes huyendo del zarismo y los pogroms, recalaron en una tierra ignota, poblada de centauros armados con boleadoras y lazos. La búsqueda en Los crímenes de Moisés Ville: una historia de gauchos y judíos toma camino entonces hacia dos direcciones: por un lado, se trata de la historia de Moises Ville y sus fundadores, pero al mismo tiempo es una narración personal que reconstruye el desandar del narrador a través de su propio árbol genealógico.

Publicidad

***

1
El viaje

Nos abrimos paso por los rincones de la vieja casona del Museo Judío de Buenos Aires siguiendo a la guía —una señora muy elegante, de sonrisa amable—, y vemos pasar los viejos libros de oración decorados en nácar y en dorado, la carta de Albert Einstein para los judíos argentinos e incluso una mesa servida con comida de plástico y con velas eléctricas que imita la ceremonia del shabat.

—Para el judío, shabat es la fiesta más importante. ¿Por qué? Porque nos fue dada en los Diez Mandamientos —dice la guía, y nos mira. Quiere asegurarse de que todos lo entendamos bien. Imagino que trabaja, en otras horas, como maestra de escuela hebrea—. Hay que observar y guardar el shabat, por eso encendemos dos velas. Y hay que cocinar comidas tradicionales, como pescado o pollo al horno, con papas y arvejas, por ejemplo.

Todo está ahí, con cubiertos, copas, silla, mantel y mesa, detrás de una vitrina, listo para que una familia de maniquíes se siente a comer.

El museo es grande y continuamos por otro pasillo donde vemos algunas Torot. «Torot» es el plural de «Torá», la ley de Moisés de cinco libros asentada sobre un largo rollo de pergamino. Estas tres Torot son de origen marroquí, muy antiguas, de los siglos XVII, XVIII y XIX, y la mujer del museo las mira con respeto, con admiración. —A la Torá se la adorna: es nuestro símbolo más importante —explica, y señala los detalles que las recubren, y luego sí, entramos por una puerta interna a la sinagoga, al primer gran templo de la Ciudad de Buenos Aires, en el 785 de la calle Libertad.

Publicidad

Inaugurada en 1897 y restaurada en 1932, la sinagoga está construida en el estilo romano bizantino y sus bóvedas se elevan imponentes. —Les voy a pedir por favor si se quieren cubrir la cabeza para poder entrar al recinto —nos pide la guía. Me alcanza una kipá y me la coloco mientras caminamos por la nave central; y escucho que aquí no hay representaciones de personas porque eso en la tradición judía está prohibido, aunque sí hay candelabros y Estrellas de David como las que se ven en los vitraux que dejan filtrar una luz tenue, azulada, dócil. La voz corta el silencio de un templo que puede albergar hasta mil feligreses. Ahora somos apenas seis. Y cuatro ni siquiera son judíos. —Ustedes me dijeron antes de iniciar la visita que tampoco tienen a los santos —les comenta la guía a los cuatro forasteros, dos mujeres y dos varones que son evangelistas, de esos que no han abrazado del todo la liturgia cristiana, ni que tampoco han abandonado del todo la liturgia judía—. ¿Tienen al Cristo? ¿Tampoco? ¿Y cómo se llama la iglesia? —Cristo Viene —dice uno. —Ah, Cristo Viene… —sonríe, cordial. El nombre de la pequeña iglesia suena a broma en este templo imponente. La mujer sale al paso—: ¿Es un movimiento nuevo? —Estamos en Bolivia desde hace tiempo.
—Qué bien. ¿Y vos?
Ahora me toca a mí.
—¿Qué te trae por acá? —pregunta, con cierto regocijo. Yo me quiero ocultar, incómodo, pero no hay dónde. —Estoy haciendo una investigación —digo. Cuanto menos, mejor. Pienso en una excusa. Tengo que inventar una historia, tengo que salir al paso. Pero ella me gana de mano. —¿Una investigación sobre qué? —Sobre… sobre una serie de crímenes. Que hubo. En la colonia de Moisés Ville.
—Ah… —y su sonrisa es ahora irreprochable. Pero adivino, por debajo, cierta inquietud.

Publicidad

Entonces nos invita a salir del templo y a entrar de nuevo al museo, y sigue, como si nada:

—El terreno de este templo fue comprado gracias a una donación del Barón Maurice de Hirsch. Él había nacido a principios del siglo XIX en la casa del banquero del rey de Alemania y se había casado con la hija de otro banquero. Su madre venía de una familia ortodoxa, de la que heredó un sentimiento de amor hacia el pueblo de Israel. El Barón tuvo un hijo que se llamó Lucien y desgraciadamente murió joven, entonces decidió que su fortuna sería para los judíos que sufrían.

La historia, que suena a cuento de hadas para desplazados, se me revelará algún tiempo después como un asunto complejo, con aspectos sociológicos importantes y con conceptos económicos novedosos. Pero todavía es muy pronto para saber de eso cuando la guía nos coloca frente a la maqueta de un barco: es el Wesser, el vapor emblemático que trajo a los fundadores del pueblo de Moisés Ville —y a varias de las víctimas que caerían en los crímenes de sus días iniciales—.

—En el Wesser llegaron los judíos que escapaban de los pogroms. El barco vino a la Argentina en el año 1889, con 129 familias que desgraciadamente tuvieron un viaje muy, muy difícil, y acá también les esperaron terribles dificultades. Y esta es una joyita, una máquina de escribir con teclas en hebreo….

Ella sigue, pero yo me despego del grupo. Lo dejo ir y me quedo frente al buque. Las proporciones, los detalles e incluso los colores han sido respetados y reproducidos por la mano diestra de un artesano que, sin contar con el plano original, trabajó contrarreloj en base a unos daguerrotipos viejos, impresos sobre placas de vidrio de 18 centímetros por 24, y entregó su obra en agosto del año 2009, poco antes de la fiesta del centésimo vigésimo aniversario de la llegada del verdadero vapor Wesser a la Argentina. En su escala 1:70, la réplica es perfecta.

Publicidad

Una proa negra, blanca y roja (como la bandera del Kaiserreich, el imperio alemán que se erigía en el centro de Europa desde 1871) cortó las olas del océano Atlántico con bravura y suficiencia a lo largo del mes de julio de 1889, en condiciones de navegabilidad óptimas: era la proa del vapor Wesser. La nave, que unía las costas europeas con las orillas americanas varias veces al año, había zarpado por primera vez el 1° de junio de 1867, con un viaje de Bremen a Nueva York. Pesaba 2.870 toneladas y tenía 99,05 metros de longitud y 12,19 de ancho; viajaba a 11 nudos con dos mástiles para velas y una chimenea; llevaba 60 pasajeros en primera clase, 120 en segunda y 700 en bodega; e integraba su tripulación con un centenar de marineros. En julio de 1889 el Wesser navegaba con varios pasajeros rusos. Había zarpado una vez más desde Bremen, el puerto más grande de Alemania, y tenía por destino un punto muy al sur que rápidamente se había transformado en una plaza frecuente para la emigración europea. Buenos Aires.

Entre aquellos rusos viajaba David Lander, un hombre grande, pero no tanto; gordo, pero fornido; pobre, pero culto. Un hombre común entre cientos, difícil de recordar salvo por un detalle: era uno de los pocos —¿el único?— que iba solo. Rodeado de varias familias, cargaba apenas un par de baúles. Otros cientos de inmigrantes judíos de origen ruso —824 individuos, 136 familias— lo acompañaban el 1° de julio de 1889, cuando abordaron el vapor. Quizás el número refleja hoy solo una expresión de deseo: nunca ha quedado del todo claro cuántas familias eran. Algunos historiadores consideran que fueron 120; otros, 88, o 104, o 129, o 130. La confusión se debe a que el Wesser llevaba también a otros pasajeros. Pero los judíos, en esta historia, son los que importan.

Publicidad

El nombre de la Argentina había repiqueteado en los shtetlej del Este el año anterior, cuando una comisión de israelitas perseguidos salió de Rusia en busca de ayuda. En el imperio zarista, una serie de normas puestas en marcha en 1882 en represalia por el atentado contra el zar Alejandro II —adjudicado injustamente a los judíos— les prohibían la radicación en el campo y en las zonas de frontera, y el acceso a las profesiones liberales y a la escuela pública. Los judíos se habían convertido en el chivo expiatorio de un imperio decadente. Pero eso no era todo: estaban condenados, además, a vivir en una Zona de Residencia, una franja que atravesaba el territorio ruso occidental de norte a sur. Allí, como en un gigantesco gueto a cielo abierto que incluía ciudades y pueblitos en las estepas que hoy forman parte de Ucrania, de Lituania, de Polonia, de Bielorrusia y de Rusia, se amuchaban unos cinco millones de individuos.

Así, cuando el clima ruso se tornó asfixiante, algunos delegados surgidos de Podolia (sobre el oeste de Ucrania) y de Besarabia (la región que comprendía parte de Rumania, Moldavia y Ucrania) se reunieron en la ciudad de Katowice para buscar una salida —un destino—. La única solución que encontraban era la emigración. ¿Pero a dónde? ¿A la Tierra de Israel? ¿A África? ¿A los Estados Unidos? El primer destino era el más popular: en los oscuros callejones del zar había renacido el sionismo, un movimiento nacional típicamente europeo que veía su objetivo en el retorno y el cultivo del suelo —una actividad vedada para los que se consumían en Europa del Este—. Y la ayuda del barón Edmond James de Rothschild, poderoso banquero inglés y filántropo judío, lo alentaba. Sin embargo, algunos creían que a la Tierra Prometida solo debían ir los viejos a morir en santidad. África tenía el atractivo de las minas, que seducía a los espíritus aventureros. Y los Estados Unidos parecían lo más sencillo: en los primeros años de la década de 1880, más de doscientas mil personas habían salido hacia allí. Pero en 1889 ese país ya comenzaba a cerrar sus puertas a la inmigración.

Publicidad

Los delegados se inclinaron entonces por marchar hacia la Tierra de Israel, y tres enviados partieron a París a buscar el apoyo del Barón de Rothschild.

Pero no obtuvieron nada. En cambio, alguien los llevó ante el Gran Rabino de París, de nombre Zadoc-Kahn, que los vinculó con la Alliance Israélite Universelle, un grupo de filántropos parisinos que gustaban de aquello de «Kol Israel arevim ze la ze»: «Todos los judíos son responsables el uno por el otro».

«¿Argentina?», se asombraron los delegados cuando escucharon de boca de aquellos caballeros sobre un país tan extraño que ni siquiera había sido tenido en cuenta. No sabían que el país llamado a ser granero del mundo estaba subyugado con la misión de atraer a las masas que las potencias europeas expulsaban. Un modelo liberal se había impuesto: los europeos, más que los criollos (vistos como rebeldes o vagos), debían poblar las tierras argentinas y poner en funcionamiento la maquinaria extraordinaria del modelo agroexportador. Lo harían a través de colonias agrícolas: los campos se lotearían, se poblarían con colonos y se venderían en cuotas a pagar en varios años, sin importar a qué Dios le quisieran rezar.

Así, en el Bureau Officiel d'Informations de la République Argentine de París, un representante tomó contacto con los delegados rusos para ofrecerles las tierras bonaerenses del senador Rafael Hernández —el hermano del autor del Martín Fierro—. El contrato para los futuros colonos podía ser pagado a lo largo de 22 años y si llegaban hasta Bremen serían admitidos en un vapor financiado por el gobierno argentino que los traería al sur.

Publicidad

Aceptaron, por supuesto.

Pero el viaje probó que la sombra que aquellos emigrantes llevaban sobre sí en Rusia se extendía en verdad a lo largo de Europa. Luego de cruzar la frontera, deambularon durante varias semanas como fantasmas por las ciudades y los caminos del Viejo Mundo, como condenados de antemano, como advertidos por lo que vendría después. Llegar hasta Bremen les significó conocer la prisión (cuando en Cracovia fueron detenidos por utilizar boletos rebajados, víctimas de una estafa) y una demora forzosa en Berlín (donde su itinerario despertó sospechas en los inspectores). Y cuando el Gran Rabino de la capital alemana les advirtió que los venderían como esclavos apenas pusieran un pie en la orilla argentina, un nuevo grupo de delegados partió hacia París para preguntar, una vez más, por su destino.

A la larga, los emigrantes quisieron creer en las palabras de los filántropos parisinos, que les aseguraron que la Argentina era una república libre. De modo que el barco, que podía parecerles inmundo luego de 35 días en altamar, pasó a la historia: así como el Mayflower llevó a los primeros colonos ingleses a las costas americanas, el vapor Wesser trajo a la Argentina en sus cuatro pisos (y aun más: el pasaje desbordó la capacidad y algunos se animaron a viajar en cubierta) a los primeros colonos judíos.

El arribo de los de Kamenetz-Podolsk —conocidos desde entonces como «podolier», pues venían de la región de Podolia— fue a tono con todos los padecimientos que habían vivido y que les quedaba por vivir: la nave ancló en el puerto de Buenos Aires el 14 de agosto de 1889, pero el silencioso David Lander y los demás inmigrantes solo pudieron descender tres días más tarde, el mismo 17 en que el diario La Prensa publicó que «por una equivocación del inspector de desembarco de inmigrantes quedaron ayer á bordo del Wesser 104 familias israelitas, contratadas en Europa por el Sr. Franck á pedido del Sr. D. Rafael Hernández, las que venían destinadas á la colonia "Nueva Plata"».

Publicidad

Los judíos rusos habían llamado la atención en un puerto que todos los días recibía viajeros de todos los confines. Y la suerte que les esperaba en la Argentina era muy diferente a la que hubieran deseado: la primera desilusión en tierra firme llegó cuando el grupo recibió la noticia de que las tierras de Rafael Hernández —el terrateniente que les había hecho llegar su ofrecimiento en Europa— ya estaban ocupadas por otros colonos. En el Banco de la Colonización se reconoció la autenticidad de los contratos que habían firmado antes de partir, pero no su vigencia. Los podolier habían sido víctimas de una nueva estafa (o del inocente infortunio que insistían en explicarle las autoridades), pero ya estaban en suelo americano, dispuestos a buscar su terruño, y durante cinco días durmieron en el Hotel de Inmigrantes sin saber qué hacer. Allí vivieron la gran agitación del Río de la Plata en una noche de tormenta que inundó la ciudad y vieron pasar las horas en los salones amplios y superpoblados por los que cada día circulaban siete mil hombres confundidos.

Solo cuando los miembros de la muy caballeresca Congregación Israelita de la República Argentina los contactaron con uno de sus socios, los rusos supieron que estaban frente a un nuevo camino. El nuevo hombre, que se llamaba Pedro Palacios, poseía campos en la provincia de Santa Fe y les ofrecía una pequeña parte de sus cien mil hectáreas en la que todo estaba por hacerse. Una comisión de gringos firmó con él un primer contrato el 28 de agosto de 1889. El boleto especificaba que cada lote de 25 hectáreas se pagaría en tres anualidades, con un ocho por ciento de interés por año. Los colonos podían recibir hasta 50 hectáreas, además de los medios de vida y las herramientas para la primera cosecha.

Publicidad

A pesar de que era una nueva estafa (el valor de la hectárea en la zona era diez veces menor al que se les pedía), lo aceptaron, desprevenidos. Y partieron sin imaginar que todavía faltaba lo peor.

Y yo, que he visto la réplica en miniatura del vapor Wesser como si fuera la ilustración de un cuento para niños, también busco en el mapa aquel sitio exacto al que ellos llegaron, en la provincia de Santa Fe, llamado Moisés Ville. Esta vez el tren marcha perezoso y a la salida de la gran estación de Retiro, en Buenos Aires, los galpones se suceden. Es un paisaje conocido: todos los trenes parten igual. Pero ahora el destino es lejano, exótico, por momentos difuso. Y muy diferente a esta ciudad que se eleva detrás de la escenografía de lata y zinc que rodea a las vías. Miro los compartimentos de carga, apilados como piezas de juguete de todos los colores; los rascacielos, arrogantes a lo lejos; los graffiti, crípticos en la orilla de cemento; los cables que surcan los aires en conexiones clandestinas entre el cielo y la tierra; las viviendas de cartón al borde de las vías, demasiado cerca del paso de la locomotora, demasiado frágiles y fugaces.

Viajo en un camarote traído de la década del setenta, donde la abstracción barata de dos pinturas geométricas no decora ni enriquece. «Sr. Pasajero», advierte un cartel. «Durante su viaje diurno la cama inferior de este camarote puede transformarse en cómodo asiento con respaldo. Si ud. es gustoso de ello, solicítelo al camarero quien efectuará la operación.» Cuando intento la operación inversa —sin llamar a nadie— el respaldo del sillón forrado en cuerina cae estruendosamente y se transforma en una cama. Y entonces aparece el camarero, que comprueba que todo está en orden y me deja una toalla y un juego de sábanas blancas.

Publicidad

—El menú de almuerzo es de jamón y ensalada rusa de entrada, matambre a la pizza y puré de papas de plato principal y budín de pan de postre. ¿Le anoto en la lista? —me pregunta.

No sé que responderle, pero horas después me encontraré en el vagón comedor probando sin ganas el menú y mirando por la ventana los campos sembrados. La estación de Retiro habrá quedado definitivamente atrás e incluso la franja suburbana será ya un recuerdo sucio.

Cuando el tiempo y el espacio entran en esa zona de exclusión, el ritmo de vida deja de existir y entonces sí, el viaje real ha comenzado y siento que finalmente vivo en primera persona la célebre inmensidad de las pampas. El gusano de hierro atraviesa el país rumbo a lo que hoy es un pequeño pueblo situado en el medio de la provincia de Santa Fe, a más de 600 kilómetros de Buenos Aires, pero la estación en la que voy a bajar no es la de Moisés Ville (porque está cubierta de maleza desde hace varios años), sino la de Rafaela, la ciudad más pujante de la región. Después completaré poco menos de un centenar de kilómetros a través de la ruta nacional 34 y de la provincial 13. Pero para todo eso todavía falta mucho cuando varios niños se suceden ante las ventanillas del convoy: en los pueblitos saludan su paso con pañuelos blancos; en las barriadas le arrojan piedras y se divierten.

Mientras tanto, leo la agitada historia de Moisés Ville anotada por José Mendelson en el libro 50 años de colonización judía en la Argentina, que también fue evocada por el colono Noé Cociovich en su Génesis de Moisés Ville. Y adivino que Moisés Ville es hoy un pueblo tranquilo, silencioso. Un rincón pampeano en el que parece mentira que hayan ocurrido tantas cosas.

Cuando llegaron a la colonia del terrateniente Palacios, los judíos rusos se quedaron solos en la llanura maldita. Nadie los había ido a recibir. De modo que esperaron. Y esperaron. Y esperaron todavía más.

Después de un mes en el campo todo seguía igual, salvo ellos, que se arrastraban como fantasmas entre los galpones vacíos de una estación de tren que sería inaugurada con el nombre de «Palacios» el 20 de febrero de 1890, seis meses más tarde.

Aquellos inmigrantes habían iniciado el viaje a esos campos el viernes 6 de septiembre de 1889, cuando un barco los trasladó remontando el río Paraná hasta la ciudad de Santa Fe, y desde allí fueron en tren a la flamante estación, habilitada para ellos como excepción. Bajaron estrepitosamente con sus trastos, sus baúles y sus utensilios: eran varios centenares y estaban listos para dejar atrás el largo viaje y estrechar en un fuerte apretón alguna mano local. Pero no había nadie. Y cuando el tren en el que habían viajado se marchó, y confirmaron que ningún terrateniente los recibiría, prefirieron pensar que el estanciero Palacios llegaría pronto o que al menos enviaría a un administrador. Pero lo único que les envió —unos días más tarde— fueron algunas bolsas de harina de maíz, que llegaron plagadas de gusanos, y alguna vaca, que fue carneada por el rabino Aharon Halevi Goldman, el líder espiritual del grupo.

Y así comprendieron que no había sido en Europa donde habían experimentado los verdaderos pesares, sino que sería en la hostil naturaleza santafesina. Allí no había casas ni tiendas y durante semanas dormirían en los galpones de la estación, que se convertirían en su refugio, lo mismo que algunos vagones destartalados. Más allá se extendería un terreno sembrado de espartillos, tacurúes, iguanas, peludos, chañares y algarrobos; y no la planicie desmalezada que ellos habían imaginado.

Fragmento de Los crímenes de Moisés Ville de Javier Sinay, Mirada Crónica 2016, publicado con autorización de Tusquets Editores México.