Ilustración de Juta
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Salud

Un científico trasplantaba testículos de mono en seres humanos

El tratamiento, creado por el cirujano Serge Voronoff, se presentaba como un elixir de juventud eterna y potencia sexual.

Artículo publicado originalmente por VICE en italiano.

La ciencia ha avanzado mucho desde la década de 1920. Por ejemplo, los médicos de entonces no sabían muy bien cómo funcionaban los trasplantes y algunos creían que un trasplante de testículos podía ayudar a aquellos que tenían impotencia. Como era difícil encontrar a gente dispuesta a renunciar a un órgano sano, y en especial a los testículos, los científicos empezaron a estudiar los trasplantes entre especies. En teoría, tendrían un suministro enorme de material donante y solucionaría el problema de la escasez de tejidos humanos.

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Obviamente, hoy en día esta idea resulta absurda, especialmente porque sabemos que la impotencia puede ser causada por una variedad de problemas, algunos físicos y otros psicológicos, y en muchos casos no tiene nada que ver con el funcionamiento de los testículos.

Uno de los pioneros de la investigación de trasplante de testículos en aquella época fue Serge Abrahamovitch Voronoff. Nació en Rusia en 1866, se fue a estudiar a Francia y más tarde consiguió la nacionalidad. Entre 1896 y 1910, Voronoff trabajó en una clínica en Egipto, donde se interesó por los efectos a largo plazo de la castración, que se pensaba que alargaba la vida del hombre (una correlación que también se ha encontrado en algunos estudios recientes).

Voronoff dedicó toda su carrera a explorar la relación entre las gónadas y la longevidad. Estaba convencido de que el secreto de la vida eterna se escondía en las hormonas sexuales, pero no era el único. En 1889, Charles-Édouard Brown-Sequard, uno de los padres de la endocrinología moderna (la ciencia de las hormonas), se inyectó un extracto de testículos de perro y cobaya triturados. Voronoff, inspirado por el experimento, probó el extraño elixir en sí mismo. Tristemente, el suero no tuvo el efecto deseado.

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A pesar del fracaso, Voronoff siguió confiando en sus ideas después de volver de Egipto. En los siguientes 10 años, llevó a cabo trasplantes de testículos en más de 500 cabras, ovejas y toros, implantando órganos sexuales de especímenes jóvenes en viejos. Observó que los nuevos genitales tenían un efecto vigorizante en los animales viejos y estaba convencido de que había descubierto un método para ralentizar el proceso de envejecimiento.

El cirujano pronto pasó a experimentar con seres humanos, trasplantando glándulas tiroides de monos en pacientes con hipotiroidismo (cuando una glándula tiroides no produce suficientes hormonas). Por poco tiempo, llegó incluso a experimentar injertando testículos de prisioneros recién ejecutados en sus pacientes, pero resultó ser logísticamente demasiado complicado como para mantener la demanda. Así que Voronoff recurrió a los primates.

Como era de esperar, a sus pacientes no les entusiasmaba la idea de intercambiar testículos con monos. Así que Voronoff desarrolló un tratamiento en el que insertaba unas rebanadas finas de testículos de babuinos y chimpancés en el escroto de los pacientes. El injerto, que medía apenas unos milímetros, se fundía rápidamente con el tejido humano. El cirujano prometía resultados milagrosos: incremento de la memoria, reducción de la fatiga, mejora de la vista y la libido, además de, claro está, una vida más larga y juvenil. Voronoff se atrevió incluso a afirmar que podía curar la esquizofrenia.

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El primer trasplante oficial de una glándula de mono en un ser humano se llevó a cabo el 12 de junio de 1920. Tres años más tarde, más de 700 científicos aplaudieron el trabajo de Voronoff en el Congreso Internacional de Cirujanos de Londres.

El tratamiento de Voronoff se volvió muy popular. Millonarios de todo el mundo pedían cita para someterse al procedimiento y, a principios de los años 30, miles de personas habían pasado bajo su bisturí. Para poder seguir el ritmo creciente de demanda, Voronoff abrió una granja de monos en una villa en la Riviera italiana cerca de la frontera francesa. Compró un castillo, hizo un laboratorio y se lo confió a un antiguo cuidador de animales de circo.

Las mujeres pronto empezaron a demandar un tratamiento para ellas y Voronoff desarrolló un trasplante de ovarios de mona. El cirujano también implantó un ovario humano en una mona e intentó inseminarla con esperma humano. Como era de suponer, el experimento no funcionó.

Gracias al éxito del tratamiento, Voronoff podía permitirse una vida de derroche. Tenía a su disposición una planta entera en uno de los hoteles más caros de París con un séquito de mayordomos, mozos, secretarios, choferes, dos encargados y, según se comentaba, alguna que otra amante. Pero la carrera estelar del cirujano llegó a su fin de repente cuando se puso de relieve que los trasplantes que había realizado no habían tenido los efectos deseados. Los expertos achacaron las mejoras iniciales al efecto placebo.

Mientras tanto, en los Países Bajos, la antigua farmacéutica Organon aisló testosterona por primera vez en 1935. Voronoff recibió la noticia con alegría, pues confirmaba sus teorías sobre la existencia de una sustancia producida por las glándulas sexuales. Sin embargo, los experimentos con inyecciones de testosterona no rejuvenecieron ni fortalecieron a los pacientes.

En los años cuarenta, los tratamientos de Voronoff estaban catalogados como falsos. Cuando Voronoff murió en 1951 después de una caída, pocos periódicos informaron de la noticia, ridiculizándolo. En los años 90, algunos científicos incluso culparon a los experimentos de Voronoff de la mutación que permitió al VIH infectar a los humanos, pero más tarde se demostró que esto era falso.

Hoy en día, las ideas del cirujano sobre las glándulas sexuales de los mamíferos se consideran contribuciones importantes a la endocrinología, biología y terapia hormonal sustitutiva modernas. No obstante, los trasplantes que realizó con los monos están entre esas locuras médicas que la ciencia desearía olvidar.