Sigur Rós: un viaje sublime entre universos paralelos

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Música

Sigur Rós: un viaje sublime entre universos paralelos

La presentación del trío islandés en el Sónar Bogotá nos rompió en mil pedazos.

Estábamos todos a la espera. Había que dejar un espacio. Lo que se venía era diferente y rompía con todo lo visto hasta ese momento en el Sónar 2017. La gente estaba inquieta frente al escenario y entre un sonido intrigante se sentía la ansiedad previa a este viaje sonoro. No había expectativas que se acercaran a lo que estábamos por vivir.

Pasaron varios minutos de un ruido blanco. Caía la medianoche y el frío se apoderaba de los cuerpos que cada vez se juntaban más en el escenario principal. Finalmente las luces se apagaron y empezaron los primeros acordes de“Óveður”: Sigur Rós sonaba en vivo por primera vez en Colombia.

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Foto por César Cesilio

Desde el primer minuto la banda de Islandia demostró ser incluso más sustanciosa de lo que su reputación había anunciado. Fue un viaje como pocos y quizás una de las presentaciones más hermosas que han pisado la capital.

Sonó “Sæglópur”. Bastaron las primeras notas de la segunda canción para que todo el mundo lanzara un grito de euforia contenida, al tiempo que las visuales invitaron a una inmersión cosmológica.

El público estaba hipnotizado.

Algunos no parpadeaban mientras miraba fijamente al escenario, otros con los ojos cerrados movían la cabeza de lado a lado proyectando sus propias imágenes en el cerebro.

Resultaba increíble que semejante sonido sacro, digno de veneración, saliera de esos tres músicos sobre el escenario.

Foto por: César Cesilio.

Ahí estaban: Georg Hólm en el bajo, Orri Páll Dýrason en la batería y Jón Þór Birgisson tocando su guitarra eléctrica con un arco de cello, al tiempo que con su falsete lanzaba ese lenguaje extraño y sin gramática con el que expresa lo inexpresable.

Siguió “Glósóli” y “Ekki Múkk”, y llegó la sinestesia.

Los integrantes de este poderoso tridente se transformaban en arquitectos de un universo. Las brechas entre las sensaciones y las emociones se acortaron, dejándonos a la deriva en un mar donde todo confluyó y se fusionó: la música se olía, las visuales se escuchaban, el canto se observaba.

Sigur Ros desnudó nuestros sentidos y emociones para hacernos vivir bajo otra atmósfera, acompañada de visuales increíbles que se salían de la pantalla: círculos de luz viajando desde una especie de antenas que inundaban el escenario hacia la pantalla central. Vimos estrellas, el caos del cosmos, hilos rojos creando una geometría preciosa. Vimos cabezas grises, figuras indescriptibles y nubes de tubos blancos que vibraban cual tormenta. Una propuesta inmersiva que nos sacó del mundo conocido.

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Foto por César Cesilio

El tiempo también se fue distorsionando. La programación de los minutos y los segundos como modo de vida desapareció y la agrupación lo retomó como un instrumento de medición, moldeable, que no hace parte del flujo objetivo de la creación. Fue una hora y media de canciones extensas con las que la agrupación rindió un homenaje a la calma, a la lentitud. Al tiempo que toma crear una obra de arte.

Quizás lo aprendieron en Islandia: en esa vida solitaria, de largos inviernos entre paisajes exóticos. Tal vez ahí, en la profundidad de esos momentos, nace su esencia sonora con la que vuelven la música un acto de vida.

Por eso, durante el Sónar 2017, fueron orfebres de impecable filigrana. Artesanos capaces de plasmar en su acto la catástrofe del universo; no solo la que es desastre sino la que danza entre cambios tranquilos pero abruptos, entre la realidad y el sueño, entre lo imaginable y lo inimaginable.

Foto por: César Cesilio

Cada tema empezaba delicado y sugestivo: En cada canción la percusión iba creciendo al tiempo que la armonía ganaba cada vez más visceralidades y la voz aumentaba su profundidad. Cada tanto se iban sumando más capas hasta llegar a un cierre que siempre resultaba épico, resplandeciente.

Luego interpretaron “E-Bow” y “Dauðalagið”, y con ellas llegó la disolución del ego.
La zona de confort se perdió. En su música apareció esa incertidumbre que trae más preguntas que respuestas. Sigur Rós suena donde termina el lenguaje de la certeza. Su música ataca el sistema nervioso, nuestra subjetividad y cuestiona el mito del yo. Sobre el escenario no hubo poses, ni complacencias, ni demagogias para ganar la simpatía del público. Si acaso un par de palabras para agradecer y presentar a la banda. El único anhelo de todos fue el sonido. El turno fue para “Festival”, “Vaka” y “Ný Batterí”, y con ellas llegó la alteración de la percepción, la conciencia y los sentimientos. En el público había abrazos. La gente intentaba retener el momento y manifestarlo a la vez. El desencanto y la decepción diaria encontraban su cura. Lo músicos fueron los científicos de una implosión en el público por medio de una sonoridad que pinta paisajes introspectivos, fríos e íntimos, como los de su Islandia natal.

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Foto por: César Cesilio.

Todo de repente se sintió muy real, conmovedor y sublime. Una vibración cósmica invadía el lugar y Sigur Rós demostraba que semejante música solo se logra cuando uno se acerca al mundo, el que se ve y el que no, con real rigurosidad.

Llegó el final, y terminaron con “Kveikur” y con “Popplagið”.
Después los músicos se fueron del escenario. El destello de su sonido siguió por un par de minutos más hasta que de repente se calló, al tiempo que la pantalla de tono glitcheado se apagaría dejando esa estela de luz que queda al apagar un televisor. Como un agujero negro todo lo sucedido se se esfumó. Fue instante infinito mientras existió. El público poco a poco retornó a la mundanidad y a la linealidad de la existencia.

Foto por César Cesilio

Foto por: César Cesilio.

Foto por César Cesilio

Foto por César Cesilio