Pasé un fin de semana con un mantero
Lamine. Todas las fotografías por el autor

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Pasé un fin de semana con un mantero

Lamine Bathily tiene 27 años y hace 10 que llegó a Barcelona desde Senegal, los mismos años que hace que no ve a su familia.

Un día en la vida de un mantero, claro está, no es igual a lo que concebimos como una típica jornada laboral. No solo por la precariedad de su trabajo ni tampoco por carecer de horarios preestablecidos. A la informalidad hay que sumarle un estado de vigilancia permanente: un día de trabajo de un mantero puede durar 8 horas o 15 minutos. Todo depende de la eficacia de la policía.

El día que conocí a Lamine Bathily y le conté que quería pasar un día con él y ver cómo trabajaba, me dijo que esa jornada había sido productiva durante la mañana. Por la tarde tuvo asamblea con sus compañeros del Sindicato de Manteros y, al salir, quedamos frente al centro comercial de las Arenas de Barcelona, cerca del centro de la ciudad. Lo vi llegar arrastrando un carro con una niña que no superaba un año y que era hija de una amiga suya, catalana. Se la estaba cuidando mientras ella estaba en el dentista.

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"A los 9 años de estar aquí empecé a relacionarme con la gente, a conocer a muchas personas, a hablar, a tener amigas y amigos, gente de aquí que me cuida y que me empieza a querer", me dice Lamine mientras subimos la calle Tarragona. La niña duerme dentro del coche y Lamine me comenta que a día de hoy ya tiene casa de gente autóctona donde puede ir a dormir en caso de que lo necesite, que se siente "como si estuviera con mi familia, como si estuviese dentro en casa". Ha tardado 9 años en conseguirlo. Nos damos las mano y quedamos para el sábado.

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Lamine frente a La Pedrera de Gaudí

Sábado: "No hay lugar para los negros en Barcelona"

Lamine vive cerca de la parada de metro Besós Mar en un piso que comparte con otros manteros. Todos hombres, todos de Senegal. Le espero cerca del portal, donde hay una enorme feria de ropa barata montada. En Barcelona, casi todas las nacionalidades tienen una mesa para vender en esa feria, no se ve ningún subsahariano tras los mostradores. Ahí no pueden entrar, me dice Lamine muy serio, cuando se lo pregunto tras saludarnos.

Sus compañeros de piso son eso, compañeros. No son sus amigos. Picamos el billete y subimos al metro que nos llevará hasta Paseo de Gracia. "Cada uno vende lo que le da la gana. Yo vendo las camisetas porque me gustan, otros venden bolsos, mis compañeros de piso están ahora mismo con gafas o zapatos. En un futuro voy a vender monederos, porque todo es un período. Por ejemplo, en diciembre, en las navidades, vendemos muchísimos relojes para los regalos y eso. En invierno, nadie vende gafas porque no hay sol". Lleva camisetas del Barça en una mochila pequeña. Es muy fan y se lamenta de este año fatal que ha vivido el club porque "la Copa del Rey no es nada".

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Cuando le pregunto si están cerca de conseguir un lugar físico, estable y legal para poder vender sus productos se ríe, muy irónico: "No hay lugar para los negros en Barcelona". Aunque la propuesta del Ayuntamiento de Barcelona de montar una cooperativa le parece buena, se lamenta de que todo vaya muy lento y abarque a tan pocos manteros (unos 15, de momento). Con el Sindicato siguen firmes con sus propuestas que consisten en que se legalice la venta ambulante de los manteros y que les den un lugar fijo para vender y así no tengan que andar con la manta de aquí para allá: "Queremos trabajar legal y dignamente sin que nadie nos persiga. Para que si salimos a la calle no le tengamos miedo a la patrulla de la policía".

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Lamine, en el centro, entre turistas y locales que pasean y compran en Paseo de Gracia

Antes de llegar a Paseo de Gracia saluda con efusividad a un vendedor de teléfonos móviles sentado en uno de los cubículos del túnel del metro mientras habla por teléfono con sus compañeros en wólof, la lengua mayoritaria de Senegal (la segunda es el francés). Nos detenemos frente al edificio de La Pedrera.

Contando a Lamine, son cuatro los manteros apostados frente al edificio de Gaudí. Me pide que sólo le saque fotos a él, porque uno de ellos está ahora mismo haciendo un curso por lo de la cooperativa (y no debería estar vendiendo) pero no le queda otra que tirar la manta los fines de semana para sobrevivir "y no quiere tener problemas". Otro de los vendedores se limita a mirarme mal y no me habla. Y otro, después de hacer unas pocas fotos, se me acerca directamente a pedirme que se las enseñe para asegurarse de que no ha salido. Miramos mi móvil los dos juntos y es él quien las va pasando con sus dedos anchos, rugosos y pelados por el trabajo manual y por las sogas que sostienen esa tela enorme en la que carga una veintena de bolsos.

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No pasan ni 10 minutos cuando se suma al grupo otro Lamine, de apellido Sarr, quien el año pasado estuvo detenido en el CIE de Zona Franca pero que consiguió la liberación justo el día antes de que los manteros decidieran ir a marchar hacia el Consulado de Senegal en Barcelona para pedir que el gobierno apoyase a la gente de su país. Ese día, Lamine Bathily no pudo ir a la manifestación porque estaba en clase. "Me seleccionó el Ayuntamiento para un curso de formación en pesca".

Cuando Sarr se va hacia Plaza Cataluña, Bathily me pide que le avise si veo a algún policía, mientras despliega con paciencia su manta y coloca las camisetas bien estiradas. "Yo soy autónomo, trabajo cuando quiero, no tengo jefes, me pongo mis horarios", dice sonriendo, aunque en realidad trabaja todos los días del año. Enseguida se pone serio: "En algún momento hay que dejar la manta, no puedes estar con esto toda la vida".

Son cerca de las 11 de la mañana y todavía no hay un número importante de turistas, salvo un contingente de japoneses que llegan, sacan fotos y se van con su guía a otra parte. A los 15 minutos recibe una llamada del otro Lamine. Viene un coche de la Guardia Urbana por Paseo de Gracia y hay que desalojar.

Los cuatro manteros bajan a refugiarse en la escalera de un parking y Lamine me detiene cuando me dispongo a bajar con ellos. Está avergonzado. "Mejor lo dejamos para otro día, hoy está un poco complicado, mis compañeros están molestos, no les gusta". Me dice que siempre se ponen así cuando aparece la policía y que mejor sigamos en otro momento. Intento que nos veamos más tarde y quedamos en hablar pasadas dos horas, cuando estuviese todo más calmado. Baja las escaleras dándome una fuerte palmada en el hombro mientras el policía que va en el asiento del acompañante estira el cuello como si tratara de identificarlos desde la esquina.

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No confían en los periodistas y los entiendo. Nunca olvidaré esa marcha al Consulado de Senegal, cuando el entonces portavoz del Sindicato de Manteros, Aziz Fayé, salió de la oficina tras entregar un petitorio con demandas y los medios lo acosaron con micrófonos y grabadoras, haciéndole un montón de preguntas. El tema estaba en su punto álgido y era portada recurrente en muchos medios. Una vez acabada la conferencia improvisada con Aziz, los periodistas preguntaban cómo se llamaba el mantero que acababa de salir: no se habían tomado ni siquiera la molestia de buscar o aprenderse su nombre.

Llamo a Lamine a las dos horas, como habíamos quedado, pero me atiende el contestador. Sigo insistiendo y a eso de las 15h coge el teléfono. Lo tenía apagado. Me cuenta que tras despedirnos, esperaron un rato y volvieron a la Pedrera, pero enseguida aparecieron los Mossos y tuvieron que irse. Es mediodía y ya está en casa. "Un día de trabajo perdido", lamenta. Quedamos para mañana directamente en La Pedrera.

Domingo: "Hoy ganas, mañana pierdes"

Casi todas las tardes cuando salía de su escuela en Senegal, Lamine Bathily ayudaba a su padre con la venta de patatas. Iban los dos de mercado en mercado y cargando muchos quilos al hombro.
Al poco de cumplir los 17 años, se subió a una patera con rumbo a las Islas Canarias. "Estuvimos 9 días en el mar y nos quedamos sin gasolina, agua y comida antes de llegar a Las Palmas. Nos cogieron los del salvamento marítimo, yo me quedé en la isla y a los compas los liberaron en otras ciudades de España".

Era el año 2007 y todavía no se hablaba en los medios de una crisis de refugiados, aunque ya la había. Cuando llegó a la isla no se encontró con ningún paraíso: lo ingresaron en un centro de menores de Las Palmas durante seis meses y luego lo trasladaron a otro en Barcelona, del que salió a los tres meses, cuando cumplió los 18 años.

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Lamine tiene las piernas largas y delgadas, una sonrisa que siempre intenta salir de las comisuras de sus labios, como si no pudiera evitar que se le escape. Le pregunto por el día perdido de ayer. "Es la vida. Hoy ganas, mañana pierdes. Por ejemplo ayer perdimos un día, pero lo podemos recuperar hoy. Y no es un fracaso. Imagínate si ayer llego a perder mi mercancía sin vender nada, hoy no tendría nada para vender. La de ayer es una pérdida que vale la pena".

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Desde que llegó a España, hace ya 10 años, no ha vuelto a Senegal ni tampoco a ver a sus padres y hermanos más que a través de la pantalla de un teléfono. "Yo no les voy a aconsejar nunca que vengan hacia aquí, no no", dice convencido. Ahora tiene 27 años y sueña con dejar pronto la manta, pero su curso de pescador todavía no le sirve de mucho porque su ingreso en prisión en 2012 por venta ambulante le cargó antecedentes penales que todavía están vigentes y vencen el año que viene.

Observo que hoy vuelven a estar los cuatro manteros de ayer apostados en la misma esquina, más uno nuevo bastante más joven que el resto y que no debe pasar los 20 años. "Nada de fotos con la manta", me pide Lamine. Sus compañeros siguen nerviosos y desconfiados.

Barcelona está llena de policías, desde Plaza Cataluña hasta la Barceloneta y muchos más en Montjuic, done se celebra una manifestación en apoyo al referéndum catalán del 1 de octubre, que además están apoyados por un helicóptero que no se ve pero se oye. Las estaciones de metro están repletas de turistas y de manteros que van y vienen tratando de buscar el mejor lugar para vender.

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Lamine, otra vez con sus camisetas del Barça, pretende recuperar el día fallido de ayer. Su estrategia de venta es sonreír siempre, lo cual no le cuesta nada, hablar con la gente que pasa y usar palabras clave como "t-shirt" o "Barcelona" o "my friend". Cuando alguien se acerca, se arrodilla detrás de su manta y coge una de las camisetas, estirándola como si fuera un tesoro, desplegándola con sus dos manos para que el cliente se sienta atraído.

Como la gran mayoría de los manteros de Senegal, Lamine es musulmán y respeta cada uno de los días de Ramadán. Este fin de semana, el más caluroso del año hasta el momento en Barcelona, trabaja en pleno ayuno y aguantando como puede. "Hacemos el Ramadán con mucha atención y cuidado, si debemos cargar la manta con muchas cosas disminuimos y cargamos la mitad para tener más energía, sobre todo porque estamos bajo este calor y sin beber agua".

A medida que avanza el día, Lamine y su grupo se escabullen de la policía unas tres o cuatro veces, siempre por alguna calle lateral, para volver al mismo lugar. Es el juego del gato y el ratón, pero la policía no tiene muchas ganas de lío y eso es bueno para la venta. Cuando hablamos de cómo lo tratan los locales, Lamine reconoce que "a la llegada fue muy difícil, porque estaba en un país sin entender lo que ellos hablaban, sin saber nada de su cultura". Un choque cultural al que tardó años en acostumbrarse: "Este es un país de leyes y de órdenes, yo vengo de un país donde no tenemos ni una cosa ni la otra. Allí cualquier persona es solidaria y cuida de la otra, pero aquí cada uno se cuida a sí mismo y lo que es de cada uno es solo de uno".

Él desmonta algunos mitos que suelen tenerse con respecto a los manteros. Por ejemplo, el 75% de sus clientes es gente de España, la mayoría de ellos viven en Barcelona y solo un 25% son turistas, aunque son los que dan el margen. "Compran al buen precio que nosotros necesitamos ganar". Y otro mito es el de la supuesta ausencia de mujeres con la manta: "Más tarde, cerca de las nueve de la noche, hay mujeres que venden comida a los manteros. Y otras que venden collares, pero no suelen estar aquí porque es peligroso, desde Barceloneta hasta Plaza Cataluña y Paseo de Gracia es una zona caliente".

Sabiendo que vive el día a día y que no sabe cuándo ganará dinero y cuándo tendrá que recurrir a la ayuda de sus "compas", le pregunto cómo se ve de aquí a 20 años. Duda un instante, mira al cielo y se ríe. "En mi país y con mi familia", dice lapidario.

A las tres y media de la tarde y sin mucha energía a causa del ayuno total, Lamine decide levantar su manta y marcharse. Hoy ha vendido tres camisetas y se le nota satisfecho: la primera por 35€ a un norteamericano que paseaba con su novia y quería el apellido de Messi estampado en su espalda y otras dos por 25€ cada una a una mujer mayor española que, seguramente, hará muy felices a dos nietos.

"Todos los días cuando me levanto pienso si este será el último día de mi vida que me voy a dedicar a la venta ambulante", me dice mientras nos despedimos y sonríe por última vez, palmeándome de nuevo la espalda.